Historia de mi madre
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A la muerte de su madre, en el año 2000, el ensayista y novelista estadounidense Phillip Lopate (Brooklyn, 1943), sacó del clóset las entrevistas que le hizo años atrás y escribió A Mother’s Tale (Ohio State University Press, 2017), del cual presentamos este fragmento, seleccionado por el propio autor para su publicación en México
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POR PHILLIP LOPATE
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Cuando iba a cumplir ocho años, no mucho después de que ya hablaba perfectamente y daba indicios de racionalidad, me convertí, o mejor, me preparé para convertirme en el interlocutor ideal de mi madre. Ella se me acercaba con sus problemas (normalmente quejas sobre mi padre) y yo la escuchaba con una expresión de compasión y entendimiento que había aprendido a fingir a temprana edad. No es que me dijera algo difícil de captar incluso para alguien de ocho o nueve años: era infeliz, se sentía insatisfecha con mi padre y ante nuestras desdichadas circunstancias de vida, y tenía sueños de una existencia más refinada que incluía amor romántico y una carrera de cantante. Yo asentía siempre, hacía los sonidos propios de la compasión y ella decía algo como “No puedo creer que estoy hablando con un niño, estás tan crecido, eres tan comprensivo”. Yo estaba complacido, ésa era mi recompensa.
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Años después, me sentí resentido por lo que me pareció una seducción inapropiada: ella se quitaba un peso de encima al mismo tiempo que me agobiaba con problemas de adultos que me robaban la inocencia, como su incompatibilidad sexual con mi padre. Todavía años después, cuando cuestioné lo que era de verdad la noción de inocencia infantil, me di cuenta de que había habido una seducción mutua: yo fui su cómplice al ofrecerme como su confidente, de la misma manera que ella sacaba provecho de mi ofrecimiento. Amaba a mi madre, ¿y qué mejor manera de asegurarme su apego que representando una muestra de empatía?
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Este feliz acuerdo duró hasta que tenía como catorce años, cuando comencé a cuestionar sus historias o su interpretación de ellas. Me parecía que ella era injusta en su valoración de mi padre, quien no era tan reprobable como ella afirmaba, y empecé a orientar mi compasión de ella hacia él (en la etapa de identificación de adolescencia, un desarrollo no sorprendente). Sus rencores tanto tiempo albergados empezaron a parecerme distorsionados. Me empezó a irritar su papel de diva en la familia: su historia de vida predominó, mientras el resto de nosotros parecíamos reducidos a personajes secundarios que orbitaban a su alrededor. De hecho, era una narración convincente, pero yo empecé a reivindicar mi propia historia, aunque gris en comparación con la suya.
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Ahora veo que las grandes partes de mi personalidad adulta y mi comportamiento profesional se formaron como reacción a mi madre: hábitos de desapego, escepticismo y pensar contra uno mismo, que son las herramientas clásicas del ensayista; resistencia al melodrama y un rechazo a entregarse por completo a la empatía, como si eso implicara avalar, rendirse en una especie de trance a las distorsiones y autoengaños de otra persona. Al mismo tiempo, le heredé el gusto por contar historias, la pasión por la expresión propia y, espero, algo de su humor y de su perspicacia psicológica. Teníamos mucho en común, pero no podía seguir siendo su “niño”.
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Aunque Frances Lopate se ponía empalagosa al pensar en su propia juventud, también tenía la inclinación opuesta: una ácida aversión por el sentimentalismo. Podía ridiculizar cualquier cosa que le pareciera muy blanda o muy cursi —un programa de televisión, una canción en el radio— despachándola con cruel sarcasmo. Atraer numerosas almas más débiles a nuestro barrio popular, quienes le confiaban sus problemas, la hacía sentir feliz por ejercer el papel de escucha compasiva y terapeuta aficionada. A veces, cuando alguna de éstas salía de la casa con lágrimas en los ojos, tras una sesión en la que le había desnudado el alma, mi madre chasqueaba la lengua y decía algo como “Pobrecita, le ha ido mal”. Otras veces, cambiaba a su estilo cruelmente realista: “Qué idiota. El doctor nunca va a dejar a su esposa por ella”. No tenía compasión por los pusilánimes.
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Yo de verdad casi nunca podía predecir cuál de sus lados se iba a manifestar en una situación determinada, o cómo ambas tendencias internas y opuestas, sentimentalismo y desprecio, se avendrían. Cuando tomaba clases de manejo de la voz, a menudo practicaba el repertorio de canciones desgarradoras, llenas de anhelo y arrepentimiento, del tipo de Helen Morgan y Jane Froman: “The Man I love”, “He´s Just My Bill”, “I Want a Sunday Kind of Love”, “I Must Try to Make the Man Love Me”. Su voz de contralto quedaba perfecta para esos fabulosos dramas sentimentaloides. Sin embargo, se abalanzaba de inmediato contra la autocompasión o las fantasías irreales de los demás.
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Mi madre tenía una inclinación psicológica: le intrigaban motivos ocultos, contradicciones y paradojas. Años después, cuando se ponía al ataque, sintiéndose ofendida por lo que ella consideraba mi falta de amor, siempre la podía contener interpretando sus dobles mensajes. Una narcisista valoraba siempre que se le prestaba una atención cuidadosa, incluso si se trataba de un análisis crítico.
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Afortunadamente estuve a salvo de aquel cliché de la madre judía sobreprotectora; la mía era muy egocéntrica como para estar al pendiente de cada uno de mis movimientos. A partir de sus cincuenta empezó una carrera en el mundo del espectáculo, pero incluso antes había empezado a presentarse en un restaurante con variedad y había hecho comerciales, ella tenía esa desbordada cualidad de autorrepresentación, como la de la actriz-madre Arkádina en La gaviota de Chéjov. No es que yo hubiera sido un atribulado Konstantín, muriéndome por su negligencia; mi soberbia era suficiente para compensar la suya. Aun así, una parte de mí debió haber resentido su egolatría, porque cuando estaba en mis cuarenta cometí la estupidez de darle El drama del niño dotado de Alice Miller, un libro entonces de moda que culpaba a las madres narcisistas por sus infelices y sobresalientes hijos. Lo leyó y dijo: “¿Qué estás tratando de decirme?, ¿que todo es culpa de mami?” Ella no era tonta.
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En 1984 grabé a mi madre un poco más de veinte horas, contando su vida. Venía hasta el centro, al espacioso loft que yo le subarrendaba a un amigo poeta en Tribeca, todas las semanas, durante el periodo de los tres meses del verano. (En esa época yo daba clase en la Universidad de Houston, pero volvía a Nueva York cada vez que podía). Mi madre era una conversadora dispuesta, nunca se quedaba callada, tenía suficiente y franca honestidad, y la valentía proporcionales al reto. Tenía sesenta y seis en ese tiempo; yo tenía cuarenta y uno. Me temo que había esperado su close-up toda la vida, y por eso su autobiografía contada se volvió, de algún modo, la larga entrevista con la que había fantaseado. También puede que cooperara porque era una manera de convivir conmigo, su hijo menor, por más largos periodos de tiempo de lo que estaba acostumbrado a concederle. Mientras pensaba constantemente en mi madre, ella se volvía avasalladora en mi imaginación; la verdad es que yo prefería reflexionar sobre ella en privado en lugar de pasar tiempo cara a cara con ella, cauteloso como era por razones justificables y una autoprotección desmesurada.
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Ella se sumó al proyecto con todo el corazón. Sin embargo, a la mitad del camino comenzó a mostrarse preocupada por ciertas áreas del interrogatorio y recelosa del posible uso del material como fuente para mi escritura posterior. Mis esfuerzos previos por representarla en libro la habían lastimado. Al permitir ser grabada, había podido concebir finalmente hacer las cosas bien y corregir cualquier juicio negativo que yo pudiera haber tenido de ella, una vez que yo entendiera de dónde venía. Para la quinta sesión, se dio cuenta de que yo aún reprimía el nivel de empatía que ella había esperado y empezó a acusarme de ser “clínico”. Por mi parte, a menudo me preguntaba por qué yo no podía ser más generosamente compasivo con sus historias de sufrimiento —por qué con frecuencia me provocaban impaciencia— mientras tendía a escuchar las confesiones de insatisfacción de mis alumnos, mis amigos y otras personas (sin excluir personajes literarios) con mayor afecto.
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Voy a ampliar el cuadro. En el momento de la grabación, mi madre tenía cuatro hijos maduros: mi hermano mayor Leonard, quien ya era un popular locutor de radio; yo, escritor y profesor; y mis hermanas más jóvenes Betty Ann, enfermera de rehabilitación, y Joan, a camino de convertirse en maestra de inglés en el bachillerato. Mi madre finalmente había cumplido su deseo y se había divorciado de mi padre —pero él aún vivía con ella—, porque probablemente sentía una obligación hacia él y por el rigor inmobiliario de Nueva York.
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Mi madre murió en el 2000 a la edad de 82 años. Lo que me parece notable es que en los treinta y pico de años que siguieron a mi grabación, nunca más escuché esas cintas. Permanecieron en una caja de zapatos en el clóset. Lejos de ser explotadas con fines literarios —ella estaba en lo cierto en que al final lo haría, aunque me llevó tres décadas hacerlo—; ni siquiera me les acercaba. Creo que me daba miedo sentirme agobiado por su intensidad y también que me hicieran sentir cuánto la extrañaba. Y de hecho, fue perturbador cuando por fin las transcribí recientemente. El fantasma de su voz ocupó mi estudio. No sólo fue un shock oír tantas revelaciones que me había permitido olvidar, sino que también fue desconcertante estar en contacto conmigo mismo más joven, el de 41 años que una vez fui. De este modo, entré en un diálogo triangular que implicaba a mi madre, yo de más joven y la persona que soy ahora.
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Al escuchar las cintas de mi madre, me impresiona la frecuencia con la que incluso una persona inteligente puede equivocarse al observar la verdad sobre sí misma. (Esto aplica para casi todos: me es mucho más fácil ver los autoengaños de los demás que los propios). Otra curiosidad fue cómo alguien va creando una historia de vida a partir de ciertas anécdotas favoritas. ¿Por qué esa docena y no centenares de otras que podrían haber probado ser igualmente significativas? Tengo la tentación de decir que la firma de nuestra personalidad reside justo en aquellas viñetas recolectadas que escogemos para continuar contando una y otra vez.
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Herbie
Cuando la tienda de fotografía cerró, mi madre tuvo una serie de trabajos en el distrito de la moda, entonces el mayor empleador en Nueva York. Ella empezó desde lo más bajo del orden jerárquico, subió un poco, después renunció por aburrimiento hasta que se estableció en M. Lowenstein & Sons, una de las compañías de textiles más grandes de la nación.
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“Estaba al final de mis treinta, casi cuarenta. Era 1957. Fue justo después de Año Nuevo. Fui a Lowenstein y me hicieron un examen y salí muy alta. Me dieron el trabajo, con un salario un poco mejor que el anunciado. Creo que eran cuarenta y cinco dólares a la semana en lugar de cuarenta. O setenta y cinco a la semana. ¿Cincuenta y cinco dólares a la semana? Un salario muy bajo. Me mandaron cruzando la calle, a Pacific Mills, que acababan de comprar. En Broadway número 1407 fue donde empecé a trabajar. Tomaba la factura de la carga y registraba los expedientes, las pacas y cuál volumen había ahí y cuánto pesaba y cuánto costaba todo aquello. Iba llevando una especie de registro de los envíos. Me sentía en la oficina como pez en el agua. De la misma manera en que había odiado todo tipo de cuentas en la escuela, me parece que estaba destinada a ser tenedora de libros porque realmente lo disfrutaba. Hacer que una columna de cifras saliera pareja, o que cinco cifras de columnas salieran bien, era una enorme victoria. Me encantaba. Incluso disfrutaba del callo de mi dedo, nunca había tenido uno antes.
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“Entonces el trabajo estaba bien, pero mis colegas en Pacific Mills tomaron a mal todo lo que tenía que ver con los nuevos dueños. Entraba al elevador con esa gente que odiaba el hecho de que ahora eran empleados de Lowenstein; se miraban a través de mí y decían ‘tanta gente nueva por aquí’. Yo era la única ahí. Me quedaba de pie ahí mismo y me reía. Claro que me dolía. No estaba ahí por amistad, podía vivir sin que ellos fueran mis amigos… Un chino jovencito entraba para recoger alguna factura para Burlington, y ellos decían: ‘Mira nada más, trabajan de todos los tipos para Lowenstein’. Y la secretaria decía ‘no, él trabaja en Burlington’. ‘Ah’. Pero si era un judío, olvídate. Era ‘la compañía judía esto, la compañía judía aquello’. Estaba empezando a molestarme. Mira, Pacific Mills era una compañía antisemita. Por eso fue tan sorprendente que Herbie trabajara ahí, pero ellos no sabían que él era judío. Su apellido parecía alemán. No parecía para nada judío. Era rubio, de cara redonda.
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“Después de que el señor Lowenstein compró Pacific, pusieron paredes de vidrio en lugar de hacer pequeñas oficinas. Las oficinas parecían corrales abiertos que de veras me molestaban porque no había privacidad. Odiaba aquello. Quería que hubiera silencio; ocupada, ni me molesten. No me gustaba alzar la cabeza y darme cuenta que desde el otro lado alguien me estaba mirando. Y eso era lo que pasaba: alzaba la cabeza y ahí estaba Herbert mirándome. Me atravesaba con los ojos puestos en mí. Siempre sonreía, muy educado. Nunca se me lanzó. Pero sentía su presencia, estaba ahí, mirándome todo el tiempo.
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“Después me cambié enfrente de la calle, a Lowenstein. Herbie se quedó en Pacific. Todo mejoró para él porque entonces se pudo aproximar por teléfono. Me haría encontrarlo en restaurantes muy elegantes. Dios mío, yo había perdido mucho peso y me veía sensacional. Caminaba por la calle como si tuviera un palo de escoba pegado en el trasero. Me veía muy bien por atrás, en tacones de aguja, a todos se les salían los ojos. Un vestido barato: nunca gasté mucho dinero en mi ropa, pero se me veía bien cualquier cosa que me pusiera. Un vendedor me regalaba una rosa o un clavel; y moviendo una rosa, ay, ¡yo sabía cómo me veía! Y él no pudo resistirlo. Así que empezamos a encontrarnos por las tardes. Me tomaba el día. Nunca pedía incapacidad cuando me enfermaba; solía pedir licencia cuando me sentía bien, porque cuando estaba enferma iba a trabajar. No me importaba lo mal que me sintiera. Él sacaba su agenda, lo cual era muy raro: me ponía entre dos compromisos.
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“Para ese entonces nos habíamos mudado al edificio alto en Flatbush, Brooklyn. Me esperaba en el lobby de donde vivíamos hasta que Betty Ann se iba a la escuela y entonces él subía en el elevador. Cuando él tenía algún encuentro en la noche con los Caballeros de Fintias, Caballeros de Colón, alguna organización así, nos encontrábamos en el Hotel Piccadilly, o en alguno de esos lugares cercanos a la Calle 42, pero siempre un hotel bonito, no me acuerdo cuál. Siempre me llamaba, me decía que había alquilado una habitación y yo lo encontraba después del trabajo. Iba directo a la habitación. Él ya se había registrado para el encuentro y pasábamos toda una tarde encantadora en su cuarto de hotel. Normalmente me tenía algo para cenar. Había algo de Wolf’s, una tienda fina del centro de la ciudad. Él tenía un pequeño refrigerador donde ponía refrescos y cosas. Nos dábamos un banquete. Una vez al mes nos encontrábamos ahí, y una o dos veces al mes venía a Brooklyn.
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“Ese hombre era una increíble máquina sexual. Sabía exactamente qué era lo que me iba a prender, sabía cuándo iba a ocurrir y lo hacía muy bien. Pero era como ir al sauna: sudaste mucho, te reanimaste, te secaste tú misma y te vas a la casa. De cualquier modo, vaya que Herbie era un mago. Sabía lo que me estimulaba, pero estimularme en serio. Después no teníamos nada que decirnos. No tenía temas de conversación. Era un republicano total y convencido. Ni siquiera podíamos discutir sobre política porque era una causa perdida. Él no entendía mi punto de vista y yo no podía entender su punto de vista. Estábamos en lados opuestos de la cancha. Él tenía una casa grande y bonita, ganaba mucho dinero, tenía dos hijos, todo lo que siempre había querido. Pero su esposa estaba enferma. Había tenido numerosas cirugías en la espalda y no podía soportar ninguna presión. Ella tenía todo su amor, su entrega y su lealtad; pero era un hombre con apetitos. Y yo era una mujer que tenía —si bien no un marido— apetitos. Fue un golpe horrible cuando Herbie murió. Estaba devastada porque era mi único vínculo con mi lado físico. No lo necesitaba para nada más. No había ninguna conexión con lo intelectual, no era como Beno. Beno era un intelectual, tenía la cosa física, juventud, era divertido, lleno de energía, él era para todo. Pero Herbie era estrictamente para una cosa. Y lo necesitaba para esa única cosa. Cuando ya no estuvo, nadie más tomó su lugar… Recuerdo que te mostré una historia que escribí sobre una mujer cuyo amante muere, ella está devastada, pero a ti no te gustó la historia, me escribiste una carta cruel”.
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Aquí tengo que tomarme un momento para comentar la escritura de mi madre. Escribía cuentos sobre mujeres sensibles (ella, obviamente), rodeadas de tipos idiotas que no podían apreciar esa sensibilidad. Las historias eran torpes, sentimentaloides y no se leían con fluidez. Yo trataba de balancear el elogio de lo que hubiera funcionado (aquel viejo remedo de taller de escritura) con una pizca de consejo sobre cómo hacerlo mejor, lo cual ella ignoraba mientras la ofendía profundamente que no considerara perfecta su escritura.
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Una acotación: uno de mis primeros cuentos, escrito en la prepa, trataba de una mujer de la edad de mi madre que sueña con tener lentes de contacto para mejorar su apariencia y finalmente ahorra el dinero suficiente para comprárselos. Entonces uno de los lentes se le cae por el lavabo mientras ella está tratando de ponérselo. Esto en realidad le pasó a mi madre, quien fue modelo para mi historia, una apropiación inconsciente de “El capote” de Gogol, con lentes de contacto en lugar del abrigo. Estaba estableciendo un contacto con la autocompasión de mi madre. El maestro de inglés, el profesor Fenner, me lo devolvió con el comentario de que estaba “aplastando el plátano demasiado”, lo cual significaba que estaba siendo manipuladoramente empalagoso. Su justa reacción me golpeó con fuerza considerable y empecé a desarrollar decididamente una manera no sentimental de escribir, evitando —quizá hasta el exceso— el pathos.
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Pero las historias de mi madre estaban empapadas de pathos. Noto como hecho curioso que no tenían nada de la jugosa vivacidad que sí tenía su historia hablada. Me encanta su descripción de ella caminando por la calle y todos los ojos sobre ella. De pronto, se me aparece mi madre en una película de los años 30 de la Warner Brothers, una de ésas en que se luce Barbara Stanwyck en el papel de una empleada que sabe cómo usar sus encantos para escalar posiciones. Después se convierte en una película yiddish, con ambos dándose un banquete de pastrami, ternera enlatada y pepinillos en conserva, quizá incluso un refresco Dr. Brown’s, de una buena tienda, una elegante como la Wolf’s de la calle West 57. No como donde había tenido su recepción de bodas.
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“No recuerdo haber escrito una carta cruel, sólo apática, dije. Me pareció difícil leer una historia sobre ti y tu amante. Fue difícil para nosotros como tus hijos aceptar que, difícil para mí, voy a hablar por mí, tener amantes no había sido sólo un error de juventud, sino que era algo que estabas determinada a continuar. No me di cuenta en su momento cuán, cuán atrapada estabas. Yo naturalmente sentí que…
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“Que yo era una mala esposa, que andaba de loca, que era una fácil. (Suspiros). Pues sí”.
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“Eran las imágenes con las que nos alimentaban las películas y fue más o menos de esa manera en que me enseñaron a pensar. Y después, cuando mi primera esposa me engañó, el dolor que sentí fue por partida doble”.
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“No puedes obsesionarte con eso. Tienes que dejarlo cerrado en un pequeño compartimento en tu cabeza”.
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“No, eso no me aflige. Nada más que algunas traiciones calan más hondo. Bueno, ¿cómo reaccionó mi papá a estos hombres? ¿Estaba al tanto de Victor o Herbie o cualquiera de los otros después de Willy?”
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“No creo que estuviera enterado. Nunca se lo dije. Estoy segura de que él sabía que algo no era kosher. Pero, mira, después de que me di cuenta de que nada de esto iba a ser ideal, un matrimonio con mi media naranja, cuando tuve el valor de actuar, yo no iba a ser la persona con más tacto en el mundo. Si me lastimaba, yo iba a lastimarlo también. ¡Y de verdad me lastimaba!”
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“No lo dudo, pero creo que fue difícil para nosotros como niños ver que te lastimaba, porque tú estabas mucho más visible que el atacante, y el modo como mi papá te hacía daño era mucho más silencioso, a menudo ni siquiera lo veíamos. Parecía que él no hacía nada”.
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“Date cuenta de que su silencio era lo que me hacía daño. Su silencio y nada más. El hecho de que no reconociera que yo estaba viva…”
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“Yo no tomaba eso como una afrenta personal, porque él actuaba así con todos. Tú te enojabas con él, obviamente tus expectativas sobre él eran mucho mayores que las nuestras, pero todo lo que yo veía era que te trataba exactamente igual que a nosotros. Él era callado con todos nosotros. Por supuesto que tú eras su esposa, tenías derecho a esperar más, pero para mí él no hacía nada fuera de lo común, pero de repente te enojabas. (Ella se ríe). Así es como me parecía, y me sigue pareciendo a veces. Vengo aquí y veo que explotas contra él, y pienso, bueno, mi papá se está comportando como siempre. ¿Cuál es la diferencia entre hace quince minutos y ahora?”
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“¿O hace quince años y ahora? Cierto. No era nada diferente antes de como es ahora”.
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Traducción: Alma Delia Miranda Aguilar
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FOTO: Retrato de la señora P. en el sur, Paul Klee, 1924. Técnica mixta.