Historias sin hallazgos
POR JAVIER MUNGUÍA
Escoger un suceso significativo, que no solo valga por sí mismo sino que sea capaz de funcionar en el lector como una apertura que proyecta la sensibilidad y la inteligencia hacia algo que va mucho más allá de su mera anécdota: así describió Julio Cortázar en uno de sus ensayos la labor del cuentista. Y sí: el buen cuento es una sinécdoque (todas las historias, la historia), es aquel que trasciende su narración para amplificarse en la experiencia de su lector. Revelar, interrogar, sorprender, conmocionar, movernos de algún modo: tareas plausibles del cuento digno de figurar en nuestra memoria. Estas ideas me han estado rondado ahora que he leído tres libros de cuentos publicados en 2013 por los narradores mexicanos Rodolfo J. M. (1973), Liliana V. Blum (1974) y Alfonso López Corral (1979). Las ideas, por desgracia, han acudido a mí por contraste: en ninguna de estas colecciones he encontrado el asombro, la conmoción, la pregunta o el hallazgo deseados. Esto es un intento de explicación.
Rasgo común entre los tres libros es el presentar relatos de cierta manera entrelazados: los personajes habitan un espacio común y brincan de un cuento a otro con distintos niveles de protagonismo. Tal vez esta apuesta juegue en su contra, pues los autores parecen demasiado confiados en ganar por puntos y no por knock-out, para acudir de nuevo a términos cortazarianos. Pienso en un volumen ejemplar: Tierra desacostumbrada, de Jhumpa Lahiri, sobre las vidas de inmigrantes indios en Estados Unidos. Además de lugar de origen y residencia, los protagonistas comparten similares conflictos de adaptación, y en algunos casos están relacionados argumentalmente, pero ello no afecta la esfericidad, la contundencia de cada uno de los cuentos. No pierden nada si se leen de manera independiente y se hacen buena compañía en el contexto del libro. No ocurre lo mismo, me temo, con La vida amorosa de las cigarras, No me pases de largo y Musiquito del talón.
Se atribuye a Borges la siguiente anécdota: al referirse a la obra de Eduardo Mallea, habría dicho que los títulos de sus libros era muy lindos, y habría agregado: “Lástima esa manía de Eduardito de adjuntarles libros”. No diré tanto de La vida amorosa de las cigarras, de Rodolfo J. M., pero sí lo que me resulta evidente: que el bello y sugerente título, con reminiscencias chejovianas, le queda muy grande al tomo. El asunto que lo ocupa es el negocio del cine porno en México: siete relatos que pretenden recrear sus antecedentes, su auge y su caída. Ligeros e inacabados son adjetivos justos para definirlos.
Pongo como ejemplo el cuento que abre el libro, “Un empleo para mamá”: un célebre actor porno discute con sus hermanos si es viable contratar a la madre de los tres como secretaria en una productora de películas tres equis; un hermano se opone desde la moralina y el escándalo; el otro le deja la decisión a la interesada y hasta se ofrece para figurar en alguna película del hermano famoso. Hay cierto humor en el contraste entre las opiniones de los hermanos y en el oportunismo de uno de ellos. Fuera de eso, un páramo: no sabría cómo justificar la lectura de un cuento que no tiene para darnos más que su intrascendente anécdota y que quizá pide que le demos importancia a la luz de narraciones posteriores, donde el famoso actor reaparece como referencia, nunca como protagonista.
En “Aventuras en el barrio # 4”, se concibe a un mecánico y actor porno primerizo como un iluminado: el éxito alcanzado en su primera película lo deja en un estado de gracia tal que se transforma en una suerte de redentor. Este coctel de pornografía y misticismo roza el ridículo sin que parezca el efecto buscado. La mejor pieza del libro es “Cigarras”, cuyo mérito es la contención al narrar un pasaje que funciona como síntesis de las vidas de un grupo de actrices porno trepadas en una espiral de autodestrucción. Esta historia no alcanza a justificar la lectura del libro ni su desaprovechado título, que acaba aludiendo, sin mayores implicaciones, a una película porno de culto.
En cambio, en No me pases de largo, de Liliana V. Blum, el título está en perfecta correspondencia con su contenido: un tanto insípidos ambos, por más que el primero aluda a una canción de los Beatles. Noelia, treintañera pelirroja, funge como narradora del libro y protagonista de algunas de sus piezas; en otras aparece como comparsa de su amiga Moria, de edad similar y mayor belleza. El volumen gira sobre todo en torno a relaciones o encuentros amorosos de ambas mujeres, casi todos fallidos, aunque también vemos a Moria en el papel de madre negligente de una niña con síndrome de Down y a Noelia como víctima infantil de un padre pederasta.
Cuentistas como Chéjov, Mansfield, Carver o Ford nos han mostrado que la estructura dramática no es indispensable y que la más estricta cotidianeidad puede estar pletórica de significado. Los cuentos de No me pases de largo rehuyen dicha estructura, pero sus episodios del día a día no arrojan densidad alguna (no, al menos, para este lector), por lo que —y no deja de tener gracia la paradoja— piden a gritos que se les pase de largo.
En “Una lagartija sobre la ventana”, Noelia se apersona en una presentación de libros con el solo propósito de beneficiarse de los bocadillos y el vino gratis, y se encuentra con un viejo amor platónico: un exprofesor de la preparatoria transfigurado en mesero. Lo que pintaba para una aventura que avivara la nostalgia termina en un rechazo contundente para la protagonista. Ante este relato no sé si esa segunda historia que, según Piglia, esconde un cuento y se revela de forma gradual queda tan escondida que el lector no es capaz de descifrarla o resueltamente la narración no se propone contar sino lo que está ante los ojos, que resulta a todas luces insuficiente. El mismo efecto o falta de efecto me produce el resto de los cuentos. No hay mucho más qué decir al respecto.
Musiquito del talón, de Alfonso López Corral, se abre con un relato que, a la manera de Las mil y una noches, el Decamerón o los Cuentos de Canterbury, se convierte en el marco del resto de las narraciones: un músico de cantina, suerte de juglar contemporáneo, conocedor de la historia de su natal Navojoa, se queda sin trabajo ante el dominio en su ciudad de los narcos, a quienes no les interesa escuchar viejas historias cantadas, sino corridos dedicados a sus iguales o a ellos mismos. Como los corridos no son su especialidad, el musiquito cambia la música por los cuentos orales sobre una Navojoa asediada por la violencia, donde la muerte y el dinero son igualmente asequibles. Las historias posteriores son las que el narrador cuenta a sus clientes.
Las huellas más visibles de la violencia debida al narcotráfico están presentes en el libro: asesinatos, la prepotencia de los líderes, el derroche de dinero, el miedo de los vecinos, la pérdida de seres queridos. La intención que parece mover el volumen es recrear episodios de este tipo para dar testimonio del aire que se respira en una comunidad controlada por una banda criminal. De ser así, el objetivo ha sido cumplido. Como literatura, los relatos se quedan cortos. De la violencia vemos solo el exterior y no sus causas ni sus implicaciones íntimas. Salimos del libro con más historias del narco en la cabeza, pero sin trazas de entenderlas mejor.
En “El último hombre de pie”, por ejemplo, se nos narra cómo se le escapó a la muerte un personaje de nombre Medina: vaciaba los intestinos cuando un grupo de narcos fue a ejecutarlo junto a sus amigos. El relato no ofrece más que esta anécdota pintoresca, tan jocosa como frívola. En “Casa de pueblo”, la esposa de un narco obliga a un decorador a rehabilitar su nueva adquisición: la casa más antigua de Navojoa, pilar de su historia y con un respetable prontuario de dueños distinguidos. De nuevo no tenemos sino un relato epidérmico: con cierto humor ante la intimidación a la que se somete al decorador, pero tan profundo como un chiste. El mejor cuento es “Héroes entre nosotros”: un hombre viaja de Navojoa a Nogales, Arizona, con una misión que se nos revelará de forma gradual, a la vez que el viajero avanza. El problema es que la revelación, que debería suponer una epifanía, tal como está planteada resulta pueril e inverosímil y echa abajo el relato.
No descarto la posibilidad de que otros lectores más perspicaces o más afines a estas propuestas encuentren en las tres colecciones de relatos comentadas las virtudes que yo no he encontrado. Ahora que si, como yo, no gustan de este trío, les propongo otro que sí convoca mi entusiasmo, también de narradores mexicanos nacidos en los setenta: Guadalupe Nettel (Pétalos y otras historias incómodas, El matrimonio de los peces rojos), Maritza M. Buendía (En el jardín de los cautivos) y Bernardo Esquinca (Demonia).
* Rodolfo J. M., La vida amorosa de las cigarras, México, Conaculta, 2013, 100 pp.
* Liliana V. Blum, No me pases de largo, Literal Publishing/Conaculta, Houston/México, 2013, 158 pp.
* Alfonso López Corral, Musiquito del talón, Conaculta/Tierra Adentro, México 2013, 100 pp.
* Fotografía: La vida amorosa de las cigarras, de Rodolfo J. M./ ESPECIAL.
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