Hlynur Pálmason y la dilución agónica

Dic 2 • destacamos, Miradas, Pantallas • 2615 Views • No hay comentarios en Hlynur Pálmason y la dilución agónica

 

Ambientada en la Islandia del siglo XIX, Godland es el recorrido de un sacerdote que busca construir la primera iglesia; una misión donde la fe se tambalea

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Godland (Vanskabte Land/Volada land, Dinamarca-Islandia-Suecia-Francia, 2022), desarmante film 3 del autor total danés de 39 años Hlynur Pálmason (Hermanos invernales 12, Un blanco, blanco día 19), el joven pastor evangélico decimonónico danés Lucas (Elliott Crosset Hove sobreagitado) es enviado en pleno verano sin noches a construir antes del invierno la primera iglesia en el sur de la inclemente Islandia y él elige hacer la travesía por tierra desde el norte para ir tomando fotografías sobre la marcha, con el auxilio de un traductor (Hilmar Gudjonsson) y el recio guía de patriarcal barba blanca en parte inabordable Ragnar (Ingvar Eggert Sigurdsson), para consumar la hazaña de una travesía por llanuras, montes escarpados, ríos caudalosos y horizontes en fuga, aunque entrando en crisis físico-moral a lo largo del trayecto y desplomarse en agonía, pero logrando resucitar en el sótano del ecuánime granjero bien adaptado Carl (Jacob Lohmann), siendo bien atendido por la precoz hija puberta pianista Ida (Ida Mekkin Hlynsdóttir) y la tristona hija mayor Anna (Vic Carmen Sonne) que le enseñará a cabalgar al autorreprimido Lucas, cautivándolo e inspirándole una suerte de amor prohibido, que crece avasallante a medida que la iglesia misional se edifica bajo la bronca sabiduría resentida del añorante de perdón Ragnar, pero el joven va a sucumbir ante su propia severidad y el ímpetu de sus feligreses cual fuerzas de la naturaleza, al grado de que, con el primer ladrido exterior y un llanto de bebé en plena inauguración de la nueva parroquia, el sacerdote huye a caballo, pero el xenófobo padre familiarista Carl lo alcanza y apuñala con su venia, concluyendo así su trágica dilución agónica.
La dilución agónica se basa explícitamente en un conjunto de siete fotofijas arcaicas tomadas por un sacerdote que se conservan del primer viaje misionero danés a la rústica Islandia inconquistable y las noveliza para hacer un arrebatado homenaje a la fotografía primitiva y por ende al pre-cine, a los imposibles bultos que se transportan a lomo de caballo de patas cortas o navegan en los ríos infranqueables como esa irrecuperada Cruz envuelta que al fin se lleva la corriente, a los bártulos que se cargan en la espalda difícilmente erguida a las pintorescas figuras irremplazables que posando inamovibles ante el cajón camaral durante insoportables minutos, a un mundo que se nombra y a la vez se esfuma dejando sólo rígidas o atónitas imágenes hieráticas de su extinción, luego de inspirar una casi épica mística/antimística, revisando la Historia del aparato foto-cinematográfico y sus significaciones filosóficas “no para remontarse a ‘los orígenes como historiador, sino para encontrar los vínculos del pre-cine con la ciencia, los primeros descubrimientos del uso de la imagen determinada por el desarrollo de la investigación y la tecnología”, donde “el peligro de muerte funciona como un gesto que puede preservar mediante el registro mecánico, pero también devastar, aniquilar” (Adriana Bellamy en El cine como ensayo), a través de sacras epifanías análogas a los delirios fotográficos de la denodada camarógrafa paisajística Maria von Hausswolff retomando el hálito plasticista de los insuperables cineastas pioneros escandinavos, y resonando en la espacialidad extendida de los acordes de la música de Alex Zhang Hungtal atmosféricamente sostenidos y desesperadamente prolongados.

 

La dilución agónica coloca a la superexpresiva relación dialéctica visual vértigo/stasis en el puesto de mando, para convertirla en su programa estético de acción, a ráfagas de cámara y parones estático-extáticos, muy bien valorados por la calibradísima edición de Julius Krebs Damsbo durante 143 minutos de intensidad inflamada, desde la rauda entrada del héroe a un templo apenas posible de seguir por un travelling lateral y su inmóvil diálogo con un superior, pasando por las cadenas de visiones de la inmensidad del llano o la planicie helada sin término, el pesadillesco relato oral que hace el guía Ragnar sobre el odio a las anguilas maléficas mientras en la movilidad de múltiples planos el sacerdote se desnuda para abrazar una cascada y se hace afeitar la barba por su traductor para devenir otra persona con los pies en lo real, los fabulosos pannings de eternos 360 grados en el desplome moribundo del clérigo cristiano o en la ultramontana boda rural, las desgarradas confesiones a cámara del tosco multipecador Ragnar cual letanía maldita (“Tengo miedo de Dios, reza por mí/ yo maté a tu caballo, reza por mi”) antes de ser embestido por un furioso Lucas vuelto súbito salvaje al azotar la cabeza del otro contra una roca fluvial hasta desangrarse a morir, o el cruento paso del tiempo y las estaciones leído sobre el cadáver de un caballo tendido en el monte, pudriéndose, esqueletizándose poco a poco, hasta tornarse motín de huesos y roja huella fosilizada.

 

La dilución agónica está dominada por un aliento fordiano donde el sufrido Lucas se homologa con el Henry Fonda de Pasión de los fuertes (46), pero en erizada y oculta descomposición, a semejanza del protagonista corruptible del fundador interiorista espiritual Diario de un cura de campo de Bernanos/Bresson (50), dictaminando que solamente lo abismal puede rendir cuenta de las insondables simas existenciales y cósmicos del alma cuyas dimensiones sólo pueden vislumbrarse como ecos o puntas de iceberg, mientras el lamentable Lucas va perdiendo su confianza primaria y se hunde en los valores de la naturaleza, la lengua extranjera, la arrolladora cultura rústica, la carne y del hombre para sí mismo, la violencia, el crimen y el irreversible extravío de la fe.

 

Y la dilución agónica rechaza de forma radical todo vuelo lírico o elemental en la desaparición repentina del joven religioso descreído, simplemente cayendo, esfumándose, apenas dejando en la inmensidad su sotana deshecha, pero enviado por la pequeña lacrimeante Ida de voluptuosa vuelta a la Naturaleza.

 

 

 

FOTO: La cinta estuvo nominada al Premio del Cine Europeo y al Festival de Cannes en 2022. /Especial

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