Hombres en su siglo (otra vez)
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Cuando un ensayista decide probar fortuna por primera vez y ejercer la admiración, quienes lo hicimos hace décadas no podemos sino sentirnos aludidos y responder al llamado de quien desea, con fervor o inocencia, compartir sus lecturas. No otro propósito encuentro en el editor, ensayista y bibliotecario Guillermo Santos (Oaxaca, 1989), autor de El siglo solitario donde presenta cinco semblanzas, las de Thomas Bernhard, Imre Kertész, W.G. Sebald, Simone Weil y Ernst Jünger. El listado es canónico, no ofrece sorpresas editoriales (que suelen ser baladíes) ni descubrimientos fulgurantes, y por ello es mayor el riesgo enfrentado por Santos: el trabajo de lectura de los clásicos y más aún si son nuestros contemporáneos —al nacer el autor de El siglo solitario se estaba muriendo Bernhard, vivían Kertész, Sebald y, desde luego, el centenario Jünger— es ciertamente ingrato para quien padece de la superstición de la originalidad. No parece ser el caso de Santos.
De Bernhard (1931-1989), dice Santos con verdad y apoyándose en una frase de Stefan Zweig sobre Michel de Montaigne, que “hay autores que sólo despliegan toda su verdad en un momento determinado” y otros, en cambio, nos alimentan toda la vida. Así, sobre Bernhard, leemos en El siglo solitario (Rinoceronte blanco, 2021) que es adictivo aunque debe olvidarse por épocas, y, a la vez, uno lo quisiera, con Santos, “de una vez para siempre”. En mi caso, Bernhard está demasiado asociado a mi juventud. Ello me permite retomar lo suyo como si fuera Montaigne precisamente, o cualquier otra obra sapiencial y de inmediato quedar transfigurado por la respiración de las frases larguísimas traducidas genialmente por Miguel Sáenz. Pero como lo agarro, lo suelto por largas temporadas, indiferente a la trama, a los personajes, a lo que es, después de todo, una vasta e instructiva comedia sobre el hartazgo (que no puedo compartir) de ser europeo, cierto tipo de europeo, aquel crecido inmediatamente después de 1945. Eso en cuanto al autor de Corrección (1975), la que más admiro de sus novelas, incluso por encima del ciclo autobiográfico, nada malo como “Bernhard para principiantes” porque todos lo hemos sido.
Si para Bernhard, apunta Santos, “el hombre es la suma de todas sus palabras: cada una de ellas lo compone como si se tratase de un átomo”, Kertész (Budapest, 1929–2016) ilustra otro drama, el del traductor al húngaro de los modernos quien se ve fatalmente invadido, primero, por aquellos que traduce y, después, por el ser y no por la nada, como otro de los sobrevivientes del Holocausto, impedidos de pensarlo “históricamente”. La incredulidad inaudita de estar en Auschwitz o en Buchenwald se resuelve, nos recuerda Santos, si se piensa que todas aquellas víctimas registradas por Kertész, “están condenadas a vivir el infierno por la misma razón: por el mero hecho de estar en el mundo”. De todos los invitados a El siglo solitario, Kertész es el que menos conozco. Agradezco el acicate.
W.G. Sebald (1944-2001) no sólo es el más joven de los autores electivos para Santos. Me da la impresión de que es el más joven y punto. Es decir, fue el narrador alemán a quien tocó cerrar el siglo XX, muerto en un accidente automovilístico cuando estaba en boca de todos por Vértigo (1990), por Los anillos de Saturno (1995), por Austerlitz (2001)… Después de él —hablo por mí, como casi siempre— tal parece que disminuí mis lecturas de ficción sobre la Segunda Guerra Mundial, como si Sebald hubiera tenido —digo, es un decir— la última palabra. Arañaba nuestro siglo por su duda entre “el insólito intercambio entre el mundo real y el de la literatura” (y entre la letra y la imagen, volviendo muy prestigioso el que los autores acompañen de fotografías sus novelas), y subrayaba una enormidad incómoda, más allá de la culpa alemana, sobre la manera de contar aquel siglo XX al cual, me parece, no le queda el adjetivo de “solitario” utilizado por Santos. El poblado infierno causado por los bombardeos aliados de las ciudades alemanas —discutir si fueron militarmente necesarios o no en nada ayuda abordar el problema— implica, por ejemplo, pensar en otra historia de la democracia occidental porque para Sebald la literatura vale, sobre todo, por su capacidad de restitución. Fue cansino y repetitivo Sebald, como debía serlo el último en hablar. Lo imagino –no sé qué piense el autor de El siglo solitario– como el hablante postrero de una lengua condenada a extinguirse con su vida.
“Una apostilla sobre Simone Weil” es sólo eso, una apostilla. No es reproche. Ella (París, 1909-Londres, 1943) y Hannah Arendt son las dos grandes filósofas políticas de la centuria pasada, por encima de sus colegas varones; comentarlas es una obligación moral y una pesadilla retórica. Nunca se acaba de entenderlas, de sacarles provecho, de quedar una y otra vez en estado de irritación por sus trances, inteligencias y obcecaciones: tan escandalosa es la tesis de Arendt sobre la banalidad del Mal tratándose de los genocidas del nacional—socialismo, como escandaloso fue que Weil se haya dejado morir de hambre —por anorexia, por capricho o por misticismo— ocupando la cama de un soldado herido o de una víctima del Blitz. Como ocurre con Nietzsche, para utilizar el supremo ejemplo, a Weil solo se le puede comentar o apostillar. Deja a casi cualquier exégeta en modesto (y agradecido) escoliasta. Ella, dice Santos, intentó “filtrar luz a través de una minúscula grieta y alumbrar una caverna entera”.
Si Weil dedicó algunas de sus páginas más certeras a la anatomía y a la denuncia que de ella se desprendía de un Imperio romano rediseñado por Hitler, si la autora póstuma de La levedad y la gracia (1947) vio al mismo tiempo lo más pequeño y lo más vasto, de Jünger puede decirse algo semejante, pues, para Santos, la suya cabe, como obra, más en una “historia de la observación” que en la fastuosa y sangrienta opereta de la humanidad. Tampoco estoy muy de acuerdo con Santos, por cierto, en que los libros jungerianos “contrasten” con su uniforme de guerra. Son obra de soldado, pero de un tipo de hombre de guerra que no puede ser último de una estirpe —así se concebía el propio Jünger— porque el autor de Tempestades de acero (1920) fue endiabladamente único.
Ajenas a la originalidad por intuición, las páginas de Santos son para leerse en un simposio a la antigua. Leer en compañía a Bernhard, Kertész, Sebald, Weil y Jünger, como en El siglo solitario, es hacerlo con el prójimo (muy) semejante. Me asumo parte de ese vecindario, para no decir Pórtico, y comento aliviado sus obsesiones: han sido, también, las mías y en parte gracias a él, a ensayistas de su linaje, lo seguirán siendo.
Si busca usted releer y no leer, El siglo solitario, de Guillermo Santos, es el librito cuya aparición va a agradecer. Las suyas son las páginas de un ensayista literario ajeno a la banalidad militante, a la queja identitaria, al resentimiento genérico, a la metafísica de las telarañas que han convertido al ensayo en un botiquín en el baño. Desdeña el instantáneo autorretrato “inteligente”. Son una apuesta por la urgencia sempiterna de la literatura.
FOTO: Annah Arendten en el Primer Congreso de Críticos Culturales, 1958. Crédito de imagen: Museo de la Ciudad de Munich, Colección Archivo Barbara Niggl Radloff
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