Homenaje a los mexicanos en la era de Trump
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El escritor y académico norteamericano hace un recorrido por la herencia mexicana en Estados Unidos, como su riqueza lingüística y literaria, además de una valoración de cómo el muro fronterizo representará un afrenta a la identidad indígena-hispana
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El muro se construirá separándonos de nuestro propio pasado
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POR PAUL BERMAN
Autor de Terror and Liberalism (W. W. Norton & Company, 2003)
Traducción de Odette León
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Los mexicanos no fueron las primeras personas en estar bajo la sombra de las injurias políticas de Donald Trump (el honor le pertenece a Barack Obama, el blanco de la manía del birther1), y es probable que tampoco estén en la mira del republicano en este preciso momento. Sin embargo, las injurias en su contra podrían, aun así, haber superado todo aquello que genera una actitud política estadounidense ahora mismo. El vilipendio de los mexicanos fue lo que condujo al triunfo decisivo de Trump por encima de muchos de sus rivales en las primarias republicanas de 2016. Escandalizó a todos con sus insultos sobre violadores y criminales. Escandalizó a todos de nuevo con su negativa a disculparse por el escándalo original. Y escandalizó a todos una vez más con su descrédito del juez Gonzalo Curiel en el caso de fraude por parte de la Trump University. Y ese escándalo reiterado suscitó el entusiasmo popular. Masas de estadounidenses no sólo lo vitorearon, corearon, de tal modo que “¡Construye el muro!” se volvió una de las consignas principales de la campaña de Trump, aún por encima de “¡Enciérrala!”2.
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Por supuesto que lo construirá y existe la razón para creer que, una vez que lo haya hecho, su público lo vitoreará y coreará todavía con más fuerza, maravillado de descubrir que al fin hay un líder que cumple sus promesas, maravillado por el muro en sí y del mensaje medroso que su muro enviará a los musulmanes y a un sinnúmero de personas, sin excluir a la mitad de los estadounidenses que no votaron por Donald Trump. En este sentido, el muro se convertirá en un monumento nacional dedicado al fomento de los valores cívicos, a su manera. Será la Antiestatua de la Libertad. Inscribirá el vilipendio de los mexicanos en el paisaje nacional. Y todo esto, el florecimiento del nuevo clima nacional, requiere una respuesta, que debe ser, ante todo, una defensa de los mexicanos, no sólo en términos políticos o económicos limitados, sino culturalmente; además de una defensa que trate sobre la civilización estadounidense.
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Sobre los inmigrantes mexicanos, tan despreciados masivamente, cabe recordar que desde una perspectiva histórica de largo alcance, no deberían ser representados para nada como inmigrantes, no en el sentido clásico y total de la palabra. Un inmigrante clásico es el abuelo de Donald Trump, que llegó de Alemania en la década de 1890 y con ímpetu persiguió el Sueño Americano en una versión que fue de la miseria a la mala fama: un hombre que hizo su fortuna dirigiendo burdeles en el noroeste de Estados Unidos y en el Yukón, la que luego transformó en propiedades inmobiliarias, que su hijo convirtió a su vez en una fortuna más grande a través de la discriminación hacia los negros; y que Donald Trump transformó en una fortuna aún mayor por medio de prácticas empresariales con mecanismos internos que él prefiere ocultar. Pero ésta no es la historia mexicana.
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En el cuadrante suroeste de Estados Unidos no fueron los mexicanos buscadores de fortuna los que invadieron Estados Unidos, sino los estadounidenses buscadores de fortuna quienes invadieron México como consecuencia de los triunfos por parte de su país en la Intervención estadounidense en México, que abarca de 1846 a 1848. Durante los años terribles de la Revolución Mexicana a principios del siglo XX, las oleadas de mexicanos que huyeron hacia el norte a Estados Unidos estaban, de alguna manera, simplemente reunié
ndose con sus primos perdidos tiempo atrás: gente que huyó de la parte del México mutilado que se encontraba en guerra a la zona que había pasado a manos estadounidenses. El español que esas personas hablaban era el lenguaje de antaño en el suroeste de Estados Unidos, tal y como lo era en Florida y en algunos otros lugares. El español es la segunda lengua en Estados Unidos actualmente porque siempre ha sido la segunda lengua, excepto en regiones donde solía ser la lengua principal. Además, la presencia mexicana en Estados Unidos hace alusión a algo aún más profundo.
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Los primeros colonizadores ingleses en Norteamérica eran personas despiadadas que propiciaron la desintegración y huida de las tribus indígenas y, algunas veces, su exterminación. Los colonos ingleses se opusieron, por motivos raciales, a mezclarse, lo que significó que cuando Estados Unidos comenzó a cobrar forma como una sociedad política y como una cultura, la cifra de estadounidenses que sintió alguna conexión con los indígenas y con el pasado indígena era relativamente baja. Los escritores que fundaron la literatura estadounidense a principios y mediados del siglo XIX expresaron inquietud ante tal hecho, por estimar que una civilización idónea precisa del sentido de antigüedad, e hicieron todo lo que pudieron hacer para compensar esa carencia. Representar un retrato de Estados Unidos con un fondo indígena ancestral fue el proyecto literario de James Fenimore Cooper, Francis Parkman, Whittier, Longfellow y, en ciertas ocasiones, de Thoreau. El proyecto sólo perdió fuerza después de un tiempo. Los escritores de generaciones posteriores parecían menos interesados en éste, quizás porque descubrieron que, con el eclipse de las tribus, era cada vez más difícil abordar el tema. Los cineastas en el siglo XX revivieron el viejo proyecto literario por algún tiempo, sin embargo, también ellos se cansaron de los temas indígenas después de algunas décadas.
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No obstante, la historia de México ha recorrido un camino diferente y desde el principio así lo fue. Es posible que en México las civilizaciones indígenas eran demasiado grandes y sofisticadas
para ser totalmente masacradas o expulsadas por los primeros conquistadores y colonos españoles. O quizá la imaginación española resultó ser más flexible y generosa, en ciertas cuestiones, que la imaginación inglesa. En México, en todo caso, los colonizadores se mezclaron, lo que significó que, a la larga, surgiera una nueva raza. Los estadounidenses del siglo XIX por costumbre desdeñaron a los mexicanos como mestizos (y, con seguridad, el desprecio persiste sin duda hoy en día entre las muchedumbres que salmodian). Sin embargo, los mexicanos perciben las cuestiones raciales desde una perspectiva opuesta. José Vasconcelos fue el teórico cultural de la Revolución Mexicana, quien se refirió a la población de México como la “raza cósmica”, la cual, lejos de ser inferior, poseía fuertes rasgos culturales —una raza cósmica que se inspiraba de todos los lugares del mundo, y que podía mirar en retrospectiva hacia el pasado español y la historia del cristianismo y hacia las verdades místicas de Plotino; y que podía mirar en retrospectiva hacia el pasado indígena de los aztecas y de los mayas y de otras naciones indígenas—. La raza cósmica, en pocas palabras, era gente con un sentido de civilización profundo e inusualmente complejo y cosmopolita, que en su antigüedad augusta era superior a la cultura antihistórica, racialmente restringida de los anglosajones del norte.
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La genialidad de la literatura mexicana está en deuda con estas ideas desde su origen. Sor Juana Inés de la Cruz, la fundadora de la literatura mexicana –un genio en sí– llegó incluso a escribir poesía en el idioma de los aztecas. Y su adopción del legado indígena fue emulada por Ramón López Velarde unos doscientos años más tarde, y por Octavio Paz, y así sucesivamente hasta, por ejemplo, la escritora contemporánea Carmen Boullosa, en cuya novela de hace uno o dos años, Texas, el lector hallará a los mexicanos enojados de las insurrecciones armadas lanzadas en la década de 1850 contra los gringos texanos rapaces, en medio de apaches y otros individuos transfronterizos. Un libro de la era trumpiana. Es cierto que los mexicanos mismos algunas veces se sienten un poco apenados de su propia fascinación con el pasado distante. Se preocupan del rasgo indígena en su literatura, de D. H. Lawrence y de los romanticismos turísticos del barbarismo mexicano desde la perspectiva extranjera. Estas preocupaciones son razonables y, con todo, los mexicanos, con sus más de tres siglos de reflexión literaria sobre la identidad dual indígena-hispana, poseen una enorme riqueza cultural y lo saben.
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A donde vayan, ellos llevan su riqueza. Paz observa en alguno de sus escritos que, al traer su comida nacional a Estados Unidos, los más humildes de los inmigrantes mexicanos le restituyeron sus raíces a Estados Unidos, lo cual es innegable. La cocina mexicana es, después de todo, en principio, una creación precolombina, lo que significa que cada pequeña taquería rinde homenaje al pasado americano, mientras que de las hamburguesas estadounidenses no se puede decir que homenajean a Alemania. No estoy calificado para hablar sobre el catolicismo mexicano (salvo para observar que, en su versión mexicana, el catolicismo comprende de una manera sincrética el pasado indígena; y la arquitectura religiosa de México en algunas ocasiones es espléndida precisamente por la mezcla barroca de elementos españoles y aztecas, lo que no se puede admirar en la arquitectura religiosa en Estados Unidos. Asimismo, el catolicismo barroco de Sor Juana y el catolicismo de la “raza cósmica” de Vasconcelos son encantadoramente platónicos). Sin embargo, sí observo que, en asuntos relacionados con la alta cultura, la civilización de México, con sus raíces católicas, adopta un matiz diferente que la civilización estadounidense, con sus raíces protestantes. Una postura estadounidense sobresaliente hacia México tiende a suponer, a lo mejor sin expresarlo, que la cultura estadounidense tiene que ser superior en general, tomando en cuenta el dinamismo que Estados Unidos ha demostrado tener.
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Sin embargo, cabe recordar que, entre los latinoamericanos, la creencia habitual apunta algunas veces hacia el otro lado, convencidos de que si existe una carencia de profundidad cultural y cualidades del alma nacional, seguramente debe ser la de Estados Unidos. José Enrique Rodó, el escritor uruguayo, expuso este argumento en su clásico ensayo Ariel, de 1900, que todos los mexicanos con una buena educación solían leer y quizás siguen leyendo, pero que, como una prueba de la tesis de Rodó, apenas si lo conocen los estadounidenses mejor educados. El argumento se traduce en un enfoque católico (y Tocquevilleano) contra el protestantismo y el utilitarismo. Es un argumento que concede a la filosofía y al amor místico de la belleza un lugar más noble del que le reconoce la perspectiva empresarial estadounidense. Culpa a Estados Unidos en consecuencia y se estremece con el mal gusto. Aquí hay un antigringuismo que los gringos mismos son demasiado gringos para entender. El argumento tiene la intención de que sus lectores vean en la cultura de México una doble ventaja: ser más americana que la cultura de Estados Unidos (porque la cultura de México tiene un mayor arraigo en el pasado indígena); y ser más europea, y en especial más francesa, que la cultura estadounidense (porque la cultura de México, con su dependencia en la tradición latina, se amolda de una manera más cercana a las costumbres e instintos franceses).
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Así que el muro se construirá, o quizás ya se construyó, hablando desde un punto de vista espiritual; y nos aislará, al menos de una forma simbólica, de las ventajas mexicanas. Reforzará nuestra insularidad estadounidense. Profundizará nuestra amnesia estadounidense. Nos hará más fríos, en lugar de más cordiales. Hará que nuestras mejillas sean más blancas, nuestra comida más insípida, nuestras erres más planas, nuestros colores más pálidos, nuestra literatura menos filosófica, nuestra filosofía menos literaria, nuestro dominio de lenguas más pobre, nuestras empatías humanas más constreñidas. Y eso me preocupa.
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¿Estas preocupaciones parecen una exageración? En su defensa, señalo que nada de lo que he dicho es ni siquiera remotamente original. Se pueden ver pedazos y partes de mi apreciación de la contribución mexicana a la cultura estadounidense en la literatura temprana de Estados Unidos: en la poesía de Longfellow, y en las historias de William Henry Prescott, y en los ensayos de Whitman. “El elemento español en nuestra nacionalidad” es el nombre de uno de esos ensayos del libro November Boughs. Por “elemento español” Whitman se refiere tanto al elemento mexicano como al idioma español. Era un celebrante y en ese ensayo celebra. “Oh, Libertad”, exclama en uno de sus poemas. Y, al hacerlo, nunca estuvo tan perfectamente sintonizado con nuestro tiempo —este momento terrible cuando la libertad, palabra escrita en español, es precisamente el elemento de la nacionalidad estadounidense que necesitamos revivir con desesperación—. Oh, Libertad: el contraproyecto imprescindible para esos cálculos empresariales tan desalmados: “Estados Unidos primero”.
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Publicado originalmente en www.tabletmag.com
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Notas:
1. Persona que afirma o cree de una manera falsa que Barack Obama no nació en Estados Unidos y que por lo tanto no debería ser presidente conforme a la ley.
2. En referencia a su promesa de encarcelar a Hillary Clinton.
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FOTO: Manifestación en la Ciudad de México semanas antes de las elecciones de 2016 en EU./AP
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