Hotel de ánimas

Mar 13 • destacamos, Ficciones, principales • 4140 Views • No hay comentarios en Hotel de ánimas

POR LUIS JORGE BOONE 

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Esta mañana, al pasar frente al mostrador de recepción, sentí de nuevo los pequeños ojos de rata del dueño siguiendo con desdén cada uno de mis pasos, agradeciendo en silencio que no le dirija la palabra. El tipo, camisa arrugada y barba de tres días, pasa todo el día manipulándose la mugre de las uñas con una navaja de resorte y, si no fuera porque es imposible, podría jurar que no compró el hotel, sino que se lo arrebató de las manos moribundas al dueño real mientras éste agonizaba.
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—Buenas —dijo, superando su propia comodidad—. No subí a revisar lo del agua. Andamos ocupados —y era obvio que mentía, y era obvio que no le interesaba sonar verosímil—. Pero en las demás habitaciones sí hay agua corriente, ¿ve?, ¿por qué no se viene a la planta baja?
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Le digo que gracias, pero me agrada la vista.

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Alza las manos y los hombros al mismo tiempo: “usted sabrá.” Lo último que imaginé fue que tomara los recados que dejan para clientes, por eso me sorprende cuando me dice:
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—Por cierto, su mujer lo anda buscando. Le llamó hace rato.
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Y pienso en qué podrá significar si apenas han pasado dos días.
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Entro a mi habitación y encuentro esa vista algo patética de la ciudad: el sucio recorte de un mar de techos que se extiende hacia el poniente de la ciudad. Los tinacos me recuerdan el agua corriente que antes tenía a diario. Las antenas parabólicas, los programas de televisión que me interesaban y tuve que dejar a medias. El reloj de un edificio más allá, en una calle que quizá es importante, me recuerda la forma extraña que tiene el tiempo de transcurrir cuando no hay gran cosa que hacer, salvo esperar que la vida dé sus vueltas, que caigan los dados, que el agua estancada finalmente fluya. Los restos de vidas anónimas que se acumulan arriba de las casas.

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No sé si debería ser yo el que marcara. El amor se hace viejo, como la amistad y la alegría; pero el temor, la reticencia, la duda, son emociones que se mantienen intactas en los callejones del corazón, te cimbran como la primera vez que las experimentaste. Cualquier matrimonio se hace viejo después de treinta años. Más de la mitad de la vida, en nuestro caso. Nos casamos jóvenes, no tuvimos hijos, cada quien se aficionó a lo que pudo, se aferró a lo que tuvo a la mano, y nos hicimos mayores muy al parejo; también un poco a gritos y sombrerazos, que es la única forma de vivir, pero con cierta armonía. Nada del otro mundo. La misma gata que dormita en todas las casas, pero revolcada, peinada y vuelta a despeinar. La confusión se asentó y se hizo limo, que alimentó los años. Las costumbres se volvieron rituales. Las catástrofes se convirtieron en anécdotas.
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No recuerdo cuál fue la primera vez que discutimos. En mi versión personal de la historia, nuestra ruta crítica alcanzó un punto determinante la primera vez que salí de casa jurando que nunca regresaría. De eso hace casi treinta años. Esa iniciación como esposo en fuga duró tres semanas. Vine al hotel, a este mismo, que no era ni de cerca la ruina que es ahora. Se trataba de un lugar limpio, cómodo, con cierta personalidad, camas espaciosas y un pequeño restaurante donde servían un café que por sí solo hacía valer la pena la trifulca. Ya no existe ese local del fondo donde jóvenes meseras de gran sonrisa se acercaban y sin preguntarte rellenaban tu taza con más de ese oloroso café, y la mañana con una calidez que te hacía maldecir la vida hogareña que por bruto y sin saber nada del tema había escogido. Los olores que de ahí emergían hablaban de acumulación y moho: El desarrapado dueño actual convirtió el lugar en bodega.

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Fue la primera vez que me fijé en la decadencia del hotel, y también fue la primera que encontré a una persona tan desagradable e inútil detrás del mostrador de la recepción. Cuando entré, tuve que preguntar si ahí todavía rentaban habitaciones por día, porque la descuidada pintura de la fachada y las cortinas cayéndose de polvo me hicieron suponer que el negocio había cambiado de giro y cobraba a sus clientes por hora, o por suicidio. Estuve a punto de salir corriendo, pensé en volver a casa pero me di cuenta de que no podía. El dueño me miró con indiferencia y me pasó una llave, al tiempo que reclamaba el pago anticipado de la noche.

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—¿Tendrá disponible la habitación del cuarto piso? —en su rostro, la indiferencia dio paso a la molestia—. La última, la única del último piso —insistí, y luego dudé en voz alta—: ¿Todavía existe el cuarto piso?
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Cambió la llave por otra y me advirtió que el agua podía no llegar a veces. Un problema con la presión, o más probablemente con la tubería.

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—El edifico es viejo —sonrió, irónico, y preferí que hubiera seguido guardando el secreto de su amarillosa dentadura—. Hacen falta muchas reparaciones —aclaró, al tiempo que extendió su periódico sobre el mostrador.
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Me dirigí al elevador, pensando en que esa sonrisa significaba que prefería que el lugar se cayera a pedazos antes de levantar un dedo para detener los estragos del tiempo. La entrada al elevador estaba cancelada con una sola hoja de triplay cortada al tamaño. Sobre la madera alguien había escrito “fuéra de cervitsio.” Di vuelta para subir por la escalera. El dueño se había enfrascado en su lectura, ayudándose con el dedo índice para no perderse.

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Al siguiente día, cuando me vio dudar ante el primer escalón de los cien que tendría que subir, dijo que me podía cambiar de habitación, pero de nuevo le dije que no. Respiré profundamente y emprendí la escalada, tratando de no perder el aliento.

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El teléfono en la habitación era distinto al primero que usé para llamar a casa la primera vez. Éste no era de disco, sino de botones, pero parecía haber envejecido igual que todo lo demás, perdiendo brillo y ganando opacidad para no desentonar con su acabado entorno. Sería una sorpresa si al marcar no me comunicaba con alguna voz de mi pasado remoto.

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En algún momento, alguien había sacado las televisiones de los cuartos. Mi única distracción era levantar un descuidado inventario de lo que contenían las azoteas del barrio. Lavadoras oxidadas, sillones desfondados, tambos carcomidos por el sol, montones endurecidos de grava y arena para futuras construcciones que nadie recordaba haber proyectado, pilas de tablones podridos, triciclos sin llantas, ropa tirada por el viento. Recuentos de vidas que, a decir por sus residuos, hacía mucho habían dejado de formar una historia.

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La primera vez que regresé a casa encontré mis corbatas y mi traje favorito colgando de las ramas de la jacaranda del patio trasero. Luego de pasarlos por la tijera, ella los tiró como serpentinas desde la ventana de la recámara.
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Luego fueron las hojas arrancadas de mis libros tapizando el estudio. Parecía que los clásicos habían caído en cascada para empantanarse ante el escritorio.

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Más delante, en lugar de mi colección de monedas encontré el recibo de su donación a un museo.

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Después, mi camioneta, una Dodge del 69 que quedó irreconocible, jaspeada de pintura por fuera y de lodo por dentro. Me sentí intrigado por la banda de malvivientes que debió contratar para acometer tan salvaje encargo, pero nunca pregunté nada.

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Y así.

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Si algo he aprendido es que las discusiones no se ganan, como no se puede ganar haber caído en una alcantarilla; le sucede al que está distraído, al que no se da cuenta de que avanza por territorio enemigo. Nuestras peleas eran maratónicas, superlativas, apocalípticas. Ninguno de los dos se detenía a pensar en que, al otro lado de los gritos y los manoteos, seguiríamos casados. Nos lastimábamos, nos provocábamos, hacíamos hasta lo imposible para que del otro no quedara piedra sobre piedra.

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Llegó el día que empezamos a cansarnos de tanto ir y venir. Yo me cansé, y decidí dejarlo todo: mi casa, mi vida, a ella. Vagué un poco por aquí y por allá, arrastrando una maleta que contenía los restos de mí mismo. Así fue como di con este hotel. Ese año fui a dar a la habitación del cuarto piso en dos ocasiones, porque era la que estaba libre. La coincidencia me pareció proverbial. Al año siguiente, sólo una, y desde entonces procuré pedir siempre la misma. Lo nimio se vuelve costumbre con una facilidad asombrosa. Si no estaba disponible, me instalaba hasta que me avisaban que la del cuarto piso acababa de desocuparse.

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Sin darme cuenta, redondeamos la primera década juntos y todas las intensidades entre nosotros fueron encontrando sus límites. Pero, al mismo tiempo, fuimos encontrando formas alternativas de recargar nuestras armas, de recuperar el movimiento, de revivir a los muertos. En el amor se puede, no me digan que no lo sabían.

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Así pasó una vida. Hacía muchísimo tiempo de nuestra última pelea. Tenía casi diez años que no regresaba al hotel, ya no había necesidad.

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Hasta que el jueves pasado, mi mujer me reclamó un asunto cerrado hacía mucho, de veras no era nada trascendente, una observación que había hecho yo sobre su familia durante una temporada en que tuvimos que encargarnos de sus padres, porque ninguno de sus dos hermanos, ambos más jóvenes que ella y mucho menos solventes que nosotros, podían ayudarlos en nada, según ellos. Pagamos hospitales, asistentes, mantuvimos la casa, le hicimos frente a las deudas. Dije, en algún momento, enojado por el abuso de sus hermanos, que eran dos sinvergüenzas buenos para nada, y eso fue todo, me olvidé del tema. Ahora, a la vuelta de las décadas, ella me recordaba que nunca me había dicho nada por temor que yo tomara represalias contra sus padres, pero que quería a sus hermanos, que ambos habían tenido mala suerte, que no era culpa de ellos, que tenía yo un alma negra, y que no se merecía que la tratara así, y que hasta ahí llegábamos.

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Ocurrió mientras mirábamos una serie policiaca en la televisión. Algo sobre un saqueador de tumbas. La trama era emocionante, estaba muy entrado en la suerte que correría el ladrón. La última escena que recuerdo consistía en el villano que encañonaba a sus perseguidores; no supe qué más pasó. La miré sorprendido. Primero porque no sabía de qué me hablaba, luego, cuando mi mente traspasó la niebla del tiempo y la referencia me quedó clara, porque no entendí a qué venía todo aquello. No había motivo para pelear. Fui desconsiderado, le dije, pero pasó hace tanto. Ella se levantó del sillón, y yo quise seguirla para preguntarle por qué se había acordado de eso, por qué en ese momento, pero entonces regresó con la maleta, la puso en el suelo y se fue a la cocina. Al principio no entendí. La encontré preparándose un té. Dijo que si deseaba irme lo entendía. Que no me preocupara, mis cosas estarían seguras, esas cosas pasaban, pero no eran el fin del mundo. Había que poner distancia, pensar las cosas, recapacitar, estar solos y reflexionar.

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Seguí sin entender, pero me dio igual. Tomé la maleta vacía y salí con ella rumbo al hotel. Cuando estuve en la calle, las doce cuadras que debía caminar me parecieron eternas y detuve un taxi. Luego me encontré con que todo cambia, todo se acaba, menos las costumbres. La fachada deslucida, el estacionamiento vacío, el letrero en el que no todas las letras encendían porque no todas continuaban ahí.
Apenas pasaron dos días y ya me llamó. Levanto el teléfono. El tono de marcar no viene del pasado, sino del futuro.
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Dirá que me perdona, que puedo volver, que sabe que cambiaré, que seré un hombre nuevo.

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Casi no tendré que decir nada. Sólo me corresponderá murmurar que sí, sí.

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Marco. Debo ser yo quien lo haga.

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El amor habrá vencido de nuevo. El pecador habrá lavado sus pecados. ¿Cómo podría alguien no olvidarse que está en el paraíso si no baja aunque sea un rato, de vez en cuando, a la soledad del purgatorio?

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Entraré en la casa, de nuevo mía, de nuevo nuestra, y le contaré del deterioro del hotel, de lo duras que son ahora los colchones, de la falta de televisión, del polvo y las telarañas. Pero no me creerá, convencida de que me he tomado unas reconfortantes vacaciones y de que le miento para no delatarme. No le diré que no volvería nunca a ese lugar, sospecho que será una discusión que perderé antes de empezarla.
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Suena el timbre en la quietud de la casa.

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Procuraré entenderlo. Si para permanecer en la compañía de las personas es necesario hacer a un lado de vez en cuando el sentido común, para amar a alguna de esas personas el requisito indispensable es matar a traición a ese mismo sentido común y deshacerse del cadáver en un pantano.

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De nuevo el timbre.
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Me recibirá y mientras bebemos en la cocina una taza de café, sabré que la paz gratuita es falsa paz. Hay que morir para renacer, y varias veces, porque las vidas demasiado largas al final son aburridas. No importa que la vida sea la misma, siempre y cuando se disfrace de vida nueva. “¡Estamos vivos, estamos vivos!”, es una gran celebración, aunque nunca hayamos estado en peligro de muerte. Por tercera vez, el timbre. Las planicies del hastío se vuelven circulares si no las quiebra un accidente, si no amenaza su tedio aunque sea una batalla pequeñita. Me ofrecerá más café y le diré que no, porque entonces no podré dormir esa noche.

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Alguien contesta. Espero un segundo antes de decir mi parte.
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Subiré la escalera y acomodaré la maleta vacía debajo de la cama. Para qué arrinconarla hasta el fondo del clóset. Quiero ahorrarle, la próxima vez que ella necesite hacerle una muesca al marfil del tiempo, el trabajo de sacarla.

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Luis Jorge Boone. Además de narrador es poeta y ensayista. Ha publicado los volúmenes de cuento La noche caníbal, Largas filas de gente rara y Cavernas, además de la novela Las afueras. Fue becario del Programa de Jóvenes Creadores del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha recibido doce premios nacionales, entre ellos el de Cuento Inés Arredondo 2005, de Poesía Joven Elías Nandino 2007 y de Literatura Gilberto Owen 2013. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

 

 

*FOTO:  En cada nuevo proyecto narrativo, Luis Jorge Boone intenta utilizar distintas herramientas y crear atmósferas diferentes/ Germán Espinosa/EL UNIVERSAL. 

 

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