Todo Batis es terrible

Ago 25 • Conexiones • 4648 Views • No hay comentarios en Todo Batis es terrible

Erotómano irredimible, Huberto Batis rendía un culto vehemente a la belleza femenina, además tener un espíritu provocador y visionario que siempre priorizó la libertad total, aun cuando muchos confundieron su pasión por la creación como una licencia hacia el libertinaje

 

 

POR ROGELIO VILLARREAL

Sí, sabía ser iracundo, insoportable, un verdadero patán, como lo han (d)escrito algunos escritores —por así llamarlos— en sus presurosas pullas y anécdotas en las redes sociales. Espíritus inmerecibles, ah, ellos sí, que no le perdonan, ni con su muerte, esa franqueza y su mordiente humor tan insólitos en la amafiada y mal llamada república de las letras. El pusilánime, está visto, no soporta la menor crítica, y la crítica que hacía Huberto Batis de reseñas y toda clase de textos era cruenta y despiadada con aquellos novatos bisoños que aspiraban a la tenue fama literaria. Poco antes de morir su tocayo Umberto declaró con una ruda naturalidad algo que podía haber suscrito el fallecido tapatío: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”.

 

Era como un padre, al que se temía y adoraba, pero que nos enseñaba a defendernos y a sobrevivir. Con sus vástagos favoritos y a los que quería un poco menos. Un patriarca que tuvo cientos de hijos y a los que dio la oportunidad de desplegar sus alas en las páginas de uno de los mejores y más completos tabloides culturales que ha conocido este país. En el sábado no hubo tema que no se tratara, por más liviano o sesudo que fuera, siempre entre fotografías e ilustraciones de mujeres inquietantes, muchas de ellas retratadas por él mismo, como la malograda modelo Mónica Linarte y la inasible Denisse, creada por la plumilla virtuosa de ese amanuense sadiano que responde al mote de Eko.

 

Erotómano irredimible, Batis rendía un culto vehemente a la belleza femenina, y no había semana en la que el suplemento no se sucumbiera ante las sensuales formas de actrices, divas y escritoras —antes de que lo sacrifiquen por tal osadía heteropatriarcal debe decirse que fomentaba como pocos en su época la publicación de textos de mujeres en el voluptuoso semanario, además de que parte importante del trabajo de corrección y edición era hecho por mujeres.

 

A diferencia de mi padre, Batis no escondía sus revistas sicalípticas de la vista de púberes salaces. Presumía sus viejas y amarillentas revistas Vea, que en 1952 fue acusada por la Iglesia católica y por Martín Luis Guzmán, director de la revista Tiempo, en el marco de una “Campaña Nacional para la Moralización del Ambiente”, de ser “difusoras de la criminalidad, la degeneración moral y el vicio”, junto con otras publicaciones como Ja-Já, Chamaco, Alarma!, Chiquita, Policía, Nota Roja, Crimen y hasta el inocente Pepín. Sólo por publicar mujeres exuberantes con prendas escasas que competían en belleza y exotismo con la Bibi Gaytán de cartón que Batis tenía en su despacho y que presumía a todos los visitantes como si fuera su amante.

 

Huberto Batis sustituyó a Fernando Benítez en la dirección del sábado en 1984. ¿Cómo lo conocí? No sé, no me acuerdo. Quizá me lo presentó Gustavo García, crítico de cine del suplemento que desde 2013 esperaba a Batis en algún lupanar del paraíso, o del sibarita Andrés de Luna, otro erotista consumado. Acaso mis examigos Naief Yehya y Guillermo Fadanelli, ¿o yo se los presenté a ellos? El caso es que le llevamos unos ejemplares de La Regla Rota, la revista que hacíamos Mongo y yo. Él estaba sentado en el vestíbulo del unomásuno con Fernando Benítez, el fundador en 1949 de México en la Cultura, suplemento del Novedades y una figura legendaria. Benítez tomó nuestra revista y dijo despectivamente, sin mirarnos: “Parece una revista hecha por principiantes”. Desde luego, éramos unos novatos. Pero a Batis le gustó ese desorden tipográfico, ese diseño grotesco con imágenes y contenidos agresivos impresos en papel revolución. Un día me atreví a proponerle textos para el sábado, que yo leía con devoción el fin de semana y que apilaba desde hacía años en una recámara de mi primer departamento en la colonia Roma, hasta que tuve que deshacerme de cientos de pesados y entrañables ejemplares. (En un esfuerzo admirable, Catalina Miranda publicó sus Memorias de una editora de sábado de unomásuno a finales del siglo XX, en la editorial Ariadna, a fines de 2015, pero ¿habrá alguien que se proponga la proeza de digitalizar todo aquel acervo de creación, libertinaje y sabiduría?)

 

Un extensa crónica de José Joaquín Blanco sobre Carlos Monsiváis me animó a escribir otra sobre algunas actitudes incoherentes y contradictorias de ese personaje al que yo había casi idolatrado en mi primera juventud. Batis lo leyó con una sonrisa y yo, aliviado, sonreí también. Batis podía ser un energúmeno pero también un hombre extraordinariamente generoso. Provocador, visionario, tenía una estima aún más grande por la libertad total, y en los años que publiqué en sábado siempre me sentí bajo su égida, como si fuera un semidiós que miraba, complaciente y cómplice, cómo daba rienda suelta a mis diatribas primerizas.

 

No todos gozaban de su benevolencia. Una vez fui a su guarida a entregarle mi colaboración —a máquina, nada de fax— y llegó un jovenzuelo a proponerle una reseña. Batis se ajustó los lentes, tomó las cuartillas y después de unos segundos se las devolvió. “Éste es un traidor”, le dijo. Se trataba de una reseña sobre un libro de Luis González de Alba. “Se fue a La Jornada”, siguió Batis, “llévatela”. El asustado muchacho tomó las hojas y se retiró, humillado, sin entender qué había pasado. “¿Está muy mal el texto?”, me atreví a preguntarle. “Sí”, me contestó, “no sabe poner las comas”. Quise creer eso y no que se trataba de una mezquina venganza contra Luis, que muchos años después sería uno de mis grandes amigos.

 

Era un placer regocijante reunirnos con él y con la risueña Patricia González, su mujer —a quien conocí muchos años antes como condiscípula en la preparatoria 6— y escucharle mil y una anécdotas de la vida literaria de las últimas décadas. Viñetas que hilaba con gracia una tras otra.

 

Fue un editor malicioso que disfrutaba su oficio y que leía con fruición a sus colaboradores, sobre todo cuando nos destazábamos. El sábado fue su obra maestra. Hombres de su estirpe quedan ya muy pocos.

 

Qué solos nos quedamos los vivos.

 

FOTO:Huberto Batis presume un ejemplar de su colección de la revista Vea, que en 1952 fue acusada de ser difusora de la criminalidad, la degeneración moral y el vicio./ Archivo personal Huberto Batis.

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