El legado del ogro
Huberto Batis fue una rara avis en un medio proclive a la marrullería y al tráfico de favores. No dudó al exhibir las imposturas de las artes, la corrupción en la academia y la futilidad de numerosos ególatras
POR ENRIQUE SERNA
La partida de Huberto Batis, tras una larga enfermedad que lo tuvo en cama varios años, ha enlutado al mundillo cultural, pero principalmente a los miles de lectores que durante décadas leyeron con avidez sus revistas y suplementos. Quienes escriban la historia de la vida cultural mexicana en el último tercio del siglo XX no podrán soslayar su talento para animar debates, romper tabús, combatir la solemnidad y fomentar la independencia de la crítica. Desde la selección de sus materiales, el editor de una publicación cultural expresa gustos y fobias. Batis le dio tribunas a quienes creemos que la creación o la reflexión deberían tener la misma vivacidad de una fiesta o de una orgía. Desde luego, algunos se entregaban al libertinaje con más rigor que otros, de modo que esa vitrina resultaba un arma de doble filo, pues lo mismo podía destruir que apuntalar una reputación. Al mismo tiempo, el sábado denunció las aberraciones del mecenazgo público, los estragos de la mediocridad y la impostura en las artes y la academia durante los años más decadentes del antiguo régimen. El crítico de cine Gustavo García, por ejemplo, fue durante muchos años el azote del cine paraestatal. Esas críticas le restaron páginas de publicidad al sábado, pero su editor no permitía que nadie se inhibiera por razones económicas.
En un medio proclive a la componenda marrullera y al tráfico de favores, Batis fue una rara avis a quien le tenían sin cuidado las relaciones públicas, la búsqueda del prestigio, las coronas de hojalata que los detentadores sexenales o vitalicios del poder cultural otorgan a sus cortesanos. Ogro y a la vez ángel de la guarda, Huberto conjugaba la maledicencia con la beneficencia: lastimó de palabra a mucha gente a quien sin embargo brindó excelentes oportunidades. No hablaba mal de los demás a sus espaldas: los confrontaba de una manera tan ríspida que un buen número de escritores jamás volvieron a dirigirle la palabra. El trato cotidiano con ególatras aquejados por el virus de la vanidad insatisfecha quizá lo había predispuesto a sacar el látigo. Gran conversador, acostumbrado a mantener en vilo a sus auditorios, ya fuera en la cátedra o en las reuniones privadas, se burlaba de sí mismo con un sentido del humor formidable. Quienes lo escuchamos perorar sin descanso conocimos la intrahistoria de la literatura contemporánea con pelos y señales. Una parte de esos relatos, la menos comprometedora, nutrió sus dos libros de memorias: Lo que Cuadernos del Viento nos dejó y Por sus comas lo conoceréis, ambos publicados por el Conaculta. En los últimos años dictó las deliciosas Memorias de un editor que fueron apareciendo en este suplemento. Se dejó en el tintero, sin embargo, una buena cantidad de historias cuyos depositarios no deberían dejar sepultadas en el olvido.
La erotomanía de Huberto, uno de los mayores atractivos visuales del sábado, quizá fue una consecuencia de su formación religiosa. En la adolescencia, Batis entró a un seminario jesuita de Guadalajara, que abandonó a los 16 años, traicionado por el apetito carnal. Esa experiencia lo marcó para siempre, porque nada estimula tanto la libido como la conciencia del pecado. Nostálgico de los súcubos que le causaron poluciones nocturnas en las febriles noches del seminario, en la madurez se volvió un pornógrafo de tiempo completo. En sus ratos de ocio recortaba obsesivamente fotos de mujeres que se tapaban la entrepierna con las manos y en el sábado retrataba a todas las chicas guapas que llegaban a dejarle textos. La última vez que lo vi, ya muy enfermo y con una sonda gástrica, le pidió a mi novia Gabriela Lira que se alzara la falda para tomarle unas fotos. No toleraba, sin embargo, que se hablara mal de los jesuitas en su presencia, como pude constatarlo en varias ocasiones. Nunca lo vi darse golpes de pecho y sin embargo creo que los rescoldos de su educación religiosa nunca se apagaron.
Gracias a los cuidados de Patricia González, la mujer de su vida, con quien estuvo casado más de treinta años, Batis estuvo rodeado de amor en sus años de quebranto físico. Esta modesta ofrenda va dedicada a ella y a los hijos que Batis engendró antes de conocerla: Gabriela, Ana Irene, Mercedes, Huberto, Santiago, Sofía y Juan. Huberto llegó a reunir una espléndida biblioteca con más de cuarenta mil volúmenes y en sus últimos años de vida luchó en vano porque alguna institución cultural se la comprara. Los costos de traslado le impidieron vendérsela a algunas universidades yanquis. Entre sus libros hay valiosas joyas bibliográficas del siglo XIX, que enriquecerían el acervo de cualquier biblioteca mexicana. Ojalá que los funcionarios de la nueva administración aprovechen esta oferta, pues la mejor manera de homenajearlo sería poner ese legado en manos del público.
FOTO: Huberto Batis en la biblioteca de su casa en la calle Matamoros, en el centro de Tlalpan, en la Ciudad de México. / Norma Patiño / Archivo personal Huberto Batis