Huberto, partero de las letras

Ago 25 • Conexiones, destacamos, principales • 4165 Views • No hay comentarios en Huberto, partero de las letras

Esta crónica es una bitácora detallada de la “talacha” editorial del suplemento sábado a mediados de los años 80, contada por uno de sus secretarios de redacción. Es también un retrato de Huberto Batis, un editor volcánico, avasallante, implacable: si un día montaba en cólera con su equipo, al día siguiente podía ser el más irónico y sagaz de los conversadores, un sátiro chocarrero y juguetón que dejó una marca en el periodismo cultural por su pasión por la polémica y por su congruencia casi decimonónica

 

POR GERARDO OCHOA SANDY

1986.
Sin novia, sin trabajo, y sin sueños.

 

Vuelvo a la UNAM, a la que había llegado años antes, a la carrera de filosofía, que abandoné. Me asomo a algunas clases como oyente, para que ayuden a sobrellevar las cosas. Por sus pasillos todavía rondan algunos viejos sabios del exilio español. Desvaído por los excesos de la noche previa, equivoco el salón, encallo en donde no planeaba.

 

Llega en traje gris oscuro, gafas opacas, con el portafolio en la mano, barbado y cejijunto, y se acomoda ante su mesa. Noto en parte cierta monotonía, y en parte algo de curiosidad, por el ritual al que dará inicio. Lee en voz alta algunas notas del día del periódico unomásuno, subraya las lagunas de la cobertura informativa, los tropiezos en la sintaxis, la información que se repite, la desafortunada exposición en la secuencia de los sucesos.

 

Hablaba el subdirector editorial del diario.

 

Luego suelta anécdotas de la vida literaria mexicana, de las cuales fue testigo o participe, sin estridencias y aderezadas de mordacidad casual, y advierto que, más allá de la faceta pintoresca hay, para el buen entendedor, enseñanzas en clave. En una, la moraleja sería ándense con cautela ante los caciques de las letras, en otra una crítica al oportunismo de algún advenedizo cultural, en la de más allá un tácito vayan acostumbrándose a una vida frugal, si de verdad desean meterse en estas cuitas. En clave, pues salvo por excepción ni lo dice ni lo sugiere, pero están ahí. De inmediato noté que esta parte del ritual semanal era un divertimento oral sin redundancias ni ángulos flojos, impecable y redondo. También implicaba, aunque tampoco lo decía: “¿Recuerdan lo que critiqué de las notas periodísticas? Pues así como lo acabo de hacer es como se cuentan las cosas”.

 

Qué desperdicio, puras botellas al mar, habría que grabarlo, pensé.

 

Luego concluí que no, que tenía que ser así: que lo lanzado llegue a la costa justa, y lo tome quien pueda.

 

De golpe da fin a su soliloquio y pregunta: “¿Alguien trae algo?”

 

Es, caigo en la cuenta, un taller literario.

 

Noto el temor que circula entre los estudiantes pero al fin uno alza la mano y le entrega un relato, que despedaza. Una osada le entrega otro, y le va igual. Lo escucho y creo que tiene la razón, no hay algo que amerite atención, sólo que me incomoda la beligerancia de su tácita y a veces explícita rudeza verbal, a uno le dice que busque trabajo, a la otra marido. Ojalá, pienso, le hagan caso.

 

Por dichos así supe después que acabaría ante el tribunal universitario.

 

La curiosidad de enterarme de los chismes de la “república de las letras”, así la denominan sus miembros, tan insulsos y mezquinos como los de cualquier otra, me lleva de vuelta.

 

A la cuarta asistencia, me interroga qué hago ahí, estoy de oyente, consulta si estudio alguna carrera, Filosofía pero la abandoné, ¿por qué?, porque no quiero parecerme a mis maestros.

 

El silencio de los alumnos corrobora que hablé de más y he quedado a solas ante el depredador de falsas vocaciones literarias.

 

Interroga, con algo parecido a la curiosidad:

 

–¿Y cómo son tus maestros?
–Andan encorvados por los pasillos de la Facultad, con caspa en los hombros, enseñándole a alumnos que no les importa lo que les enseñan.
Examina al muchacho insolente, y ahonda:
–¿Pero escribes?
–Cuentos, poesía.
–¿Cuándo traes algo?
–La próxima semana.

 

El jueves por la noche, abatido de alcohol, en esa edad bendita en que al día siguiente los estragos duran 15 minutos, escucho el concierto para violín de Beethoven, y leo las tribulaciones del Juntacadáveres de Onetti.

 

Puta madre, mañana es viernes, el cuento.

 

Coloco una hoja en blanco en la máquina de escribir, tecleo con júbilo e hilaridad.

 

No recuerdo más.

 

Despierto y encuentro cuatro cuartillas. Leo, veo que algo falta, y escribo una página adicional, la que inicia el relato, y articula el conjunto.

 

Llego a la clase, repite su ceremonial, y pregunta:

 

–¿Tu texto?

 

Le entrego las cuartillas y vuelvo a mi lugar, bien dispuesto a que me haga trizas, pues con mi “pachita” en la bolsa de la chamarra soy invulnerable.

 

Lo lee, como es su costumbre, en voz alta.

 

Y para mi sorpresa dice que esto y aquello, que aquí y allá.

 

–Lo publico en sábado.

 

Es “Cambalache”.

 

Espero el fin de la clase y lo acompaño al estacionamiento.

Me pregunta si tengo algo más. Le doy un vistazo a la mochila, encuentro un poema.
“Allá vela el sol”.

 

Lo lee, y dice:
–Esto lo publico primero, ocupa menos espacio.

 

Es el único poema, y el único cuento, que he publicado desde hace más de 30 años.
El resto se hacina en cuadernos de diario, fólders, archivos electrónicos –pero eso es otro asunto.

 

Llamo a sábado, agradezco la publicación.

 

Miguel Rico, su asistente editorial, me dice:

 

–Qué bueno que llamas. No sabíamos donde encontrarte. Hay un pago para ti.
Dos mil pesos.
Lo que cobro, más o menos, en la actualidad, por colaboración.
Llego al diario, guardo el dinero, entro a su oficina, le agradezco, y le pregunto sin más.
–¿Me puede dar trabajo en la Universidad?
–En la Universidad no puedo, pero ¿sabes hacer periodismo cultural?
Miento:
–Por supuesto.

 

Entre la legendaria pila de diarios amontonados en su escritorio toma una invitación. Es el ciclo de conferencias en homenaje a los diez años de la muerte de José Revueltas. La primera charla es justo esa noche, a las siete.

 

–Vuelvo a las 10. A las diez y media está la nota.

 

Puesto que no era periodista cultural, ignoraba que las secciones culturales cerraban a las tres de la tarde. Los diarios se desembarazaban de lo “menos importante” para dedicarse a lo “esencial” durante el resto de la tarde y noche: política y economía nacionales, ocasionalmente algún asunto internacional.

 

Llama a la sección e instruye que se aparte el espacio: dos cuartillas, 28 líneas de 70 golpes.

 

Es así como por Huberto Batis llego a unomásuno.

 

Luego me mandó a entrevistar escritores, intelectuales y directores de editoriales, para la sección cultural y para sábado, donde me encomendó una serie de conversaciones con escritoras mexicanas. Lo digo con claridad: Huberto Batis me dio el espacio que de otra manera no habría tenido y abrió las puertas que de otro modo hubieran permanecido cerradas. Esa la dimensión de la deuda y de la gratitud.

 

Dado que cobraba por nota publicada, que a veces salían y a veces no, volví a solicitarle auxilio, y me puso de corrector de galeras en el suplemento.

 

Ya vivía la pesadilla de sus arrebatos en la sección cultural, pero lo de sábado era apoteósico. Mi formación era insuficiente para la faena, concedérmela era un acto de generosidad, sólo que no entendía su beligerancia gratuita, aunque en descargo debo decir que agarraba por igual, atestigüé cómo algunos colaboradores llegaban entrada por salida, o le sacaban la vuelta, y lo mismo ocurría con los de su tamaño, con quien se le pusiera enfrente.

 

Procuré que no me afectara. No fue fácil. No tenía ni la piel dura ni resbalosa. Sigo sin tenerlas, a Dios gracias, pero mi juego de cintura mejoró, aprendí a esquivar los trallazos con facilidad. El que Huberto fuera el Frazer que me entrenó, hizo que el suplicio se volviera una bendición.

 

Un miércoles entro a su oficina para comentarle que las planas del suplemento no están listas, que la diseñadora desapareció, y le pregunto qué hacemos. Me dice que, como de costumbre, llego a informarle de lo que ya sabe, cuestiona que si acaso no se me ha ocurrido cómo solucionarlo, me manda al diablo. Le había pedido a la diseñadora que desplegara dos textos, uno arriba y otro abajo, en la portada con pase a los interiores, uno de Sandro Cohen y otro de José Vicente Anaya, sobre no recuerdo qué poetas, creo que los beatniks, y no pudo o no quiso o ambas, se acaloró la charla, llovieron los insultos, y se fue.

 

Bajo a los talleres y le pido apoyo al jefe de sección, quien designa a un miembro de su equipo, David Martínez, y subimos a sábado a darle, nos la amanecemos. A las seis de la mañana me voy a dar un regaderazo. Vuelvo dos horas después, la emergencia pasó, le pido a David que regrese por la tarde para que encaremos juntos el vendaval. Llega Huberto, le cuento la faena de diseñador, le da un vistazo a las galeras, y por primera vez, aunque todavía no acabamos, no mienta madres, se va en paz. Vuelve más tarde y despedaza las cosas, garantía de que pasamos la prueba. Le suelta a la correctora que el diseñador se la amaneció, y la correctora le responde: “Gerardo no ha dormido, sólo se fue a dar un baño”. Nada fuera de lo normal. Mi primera faena en un diario fue de guardia en la sección internacional de El Día, aún menor de edad, de nueve de la noche a las cuatro de la mañana, repleta de refugiados latinoamericanos, a la que llegué gracias a Pedro Miguel. Además no es fácil que duerma por las noches. Y además a quién le importa dormir. Lo difícil no es no dormir, sino despertar. Sea como sea, creo que fue la única vez que percibí aprecio en la mirada del monolítico Huberto. Un mes después me nombra secretario de redacción.

 

Me largué del diario en 1988, luego de que Carlos Salinas consumó su golpe a don Manuel Becerra Acosta y en su lugar impuso a Luis Gutiérrez, un reportero que creó el sindicato del diario, luego como gerente lo disolvió, traía una pistola en el cinto debajo del saco, y como subdirector se prestó a la vileza. Me dediqué a recopilar firmas y sellos de “recibido”, la de Huberto al final. En la renuncia dejé claro mi aprecio a su apoyo.

 

Está enterrada en algún cajón. En esa etapa, Huberto era volcánico, avasallante, implacable. Las cuartillas y las planas de sábado volaban por los aires cuando algo le disgustaba, lo mismo que pasaba a veces con algunas de mis notas para la sección cultural. Entre sus exabruptos soltaba la frase justa, que servía de guía de navegación, de largo horizonte. Podía ser insoportable pero jamás tenía la intención de hacer daño, ni por explosión ni por cálculo. Un Maestro chapado a la antigua, fiel al apotegma de Manuel Payno: la letra con sangre entra.

 

Llegó tarde a la dirección de sábado. Lo que hacía y decía obstaculizaron su trayecto. Al menos desde cinco años antes pudo dirigir lo que hubiera sido el suplemento cultural más importante de la lengua española, pero no adulaba ni hacia relaciones públicas literarias. No obstante fue sábado, bajo su tutela, la publicación cultural más trascendente del México de esa época. La vida no es justa, pero el sábado de Huberto encontrará, más temprano que tarde, quien lo revise y escriba desde una merecida valoración, sin generalizaciones, sino número a número, página a página, lo que se encuentra ahí.

 

Debido a su talante, su calibre y su pasta, así como por la estirpe de iconoclastas a la que pertenece –García Ponce, Gurrola, Melo– Huberto Batis se ubica en una latitud distinta a la de los estridentistas, ese fuego vivaz aunque fatuo; a la de los Contemporáneos, varios de los cuales escribieron su obra más relevante desde puestos públicos, y la de Octavio Paz, dedicado a la construcción de su obra y de su estatua, que lamen súbditos. Huberto encolerizaba tan pronto percibía en alguien un asomo de lambisconería.

 

El cuidado editorial que Huberto le dedicaba a sábado era el de un orfebre meticuloso e incansable. Luego de, como parte de mi faena, haber leído las galeras completas dos o tres veces, frustraba observarlo levantar la camisa de las planas, y apenas inclinaba la cabeza sobre los textos, detectaba las erratas. La gran liebre que se le escapó en esa etapa fue justo en la edición en la que apareció por primera vez como director: el texto principal apareció sin el crédito del autor. Una más, gloriosa, una colaboración de Archibaldo Burns, que apareció con varios párrafos traslapados, y de lo cual se sabía responsable, pues le había insistido que quería leerlo una vez más y me dijo “déjalo así”. No le había visto a Huberto un semblante de culpabilidad como en esas dos ocasiones.

 

El sábado de Huberto Batis se distinguió de inmediato del de Benítez. Apostó por el relevo generacional, la inclusión de autores al margen de los circuitos literarios de poder, y lo avivó con su pasión por el siglo XIX mexicano, la irreverencia ante el status quo, y su erotomanía.

 

Me gustaba a medias “El desolladero”. No creo que haya habido en los suplementos culturales de México una sección así, que a veces incluía una que otra contienda injuriosa de fuste, aunque también aprovechada por autores de medio pelo en busca de notoriedad, y además pronto se replegaron muchos escritores de “prestigio”, que no querían verse expuestos. “La silla eléctrica” de Confabulario primera época y “Crimen y Castigo” de la sección cultural de El Universal son descendientes dignos y directos de aquella lúdica fechoría. Menos mal que no prosperó su idea por bautizarla “Despellejadero”, como se le ocurrió en una ocasión.

 

No había habido tampoco, en las letras españolas, un “Diván”, que me hacía gracia, básicamente por la actitud de las “modelos”.

 

También le daba a veces, como a varios editores, por endosar sus broncas con tal y cual. Yo escurría el bulto como podía, como luego lo hice durante seis años en Proceso, y a veces lo lograba, y a veces no. No llegó, eso sí, a los excesos de Vicente Leñero, quien manejaba una doble agenda para beneficio propio, que Huberto jamás tuvo. Eran, en su caso, básicamente, pleitos personales, desencuentros no deseados, cosas de la vida de a diario, arrebatos de su carácter.

 

Vuelvo al narrador oral.

 

Sucedía que, con la misma frecuencia con la que montaba en cólera, igualmente estaba de buen humor. A cuento de lo que fuera, no ante sus alumnos sino ante sus pares, era erudito y anecdótico, irónico y sagaz, y se hundía en digresiones sin fin, a las que le encontraba un remate feliz, para volver al tema inicial. Le daba, en particular, énfasis a los caracteres y las conductas de los protagonistas de sus relatos, un retratista de costumbres, un Ibargüengoitia que le ponía nombre y apellido a las cosas. El arrebato le sucedía en cualquier circunstancia, pero sobre todo después de las 11 de la noche, cuando la nave del diario tomaba rumbo y la faena editorial poco a poco decrecía. La especie podía extenderse hasta la una de la mañana.

 

Es un lugar común referirse a que lo leía todo, y que lo hacía con severidad y pulcritud, lo que refrendo, aunque no haga falta.

 

Le importaba mucho la historia de México, y su columna semanal en unomásuno, poco apreciada entonces y olvidada en la actualidad, dedicada a los asuntos del siglo XIX mexicano, sólo podía llegarnos del gran rescatista de El Renacimiento: una contraseña cotidiana, escrita con insólita serenidad, para entender, a manera de parangón, los hechos de la actualidad, y que está a la espera de compilación y edición.

 

La otra, la del diálogo entre dos compadres, suele también olvidarse, como muchas otras de sus colaboraciones periodística en distintos suplementos, en los balances. En ella elaboraba diálogos en torno a las coyunturas nacionales de la semana, en parte a manera de glosa, en parte a manera de análisis y crítica, o de especulación con tintes de ficción profética, a veces suelto, a veces a tientas, distante por igual de las interpretaciones catastrofistas y los retruécanos ideológicos. Se nota que no la conocen los columnistas de la actualidad.

 

Remato el comentario: lo suyo era la conversación, a través de ambas columnas, con dos siglos y arrojaba puentes colgantes entre uno y otro, acerca de lo cual sólo los iniciados caían en cuenta.

 

Leí también algunos de sus relatos en Cuadernos del Viento, y entendí que el gran editor convivía con el ignorado escritor, o con el escritor que no perseveró en la ficción. Huberto lo confesaría después: le hizo caso a Antonio Alatorre, quien descalificó sus textos de juventud.

 

No sólo por su interés en el periodo sino por su actitud, Huberto es un decimonónico. Lo visualizo en un alegato ante la tribuna, ocupado en la redacción de libelos satíricos e incendiarios, batiéndose a duelo con algún conservador, y escribiéndole poemas impúdicos a alguna dama de sociedad, mientras perfecciona su latín. En cuestiones de congruencia entre lo que se dice y se hace y se piensa, es también un moralista hard core, a la manera de Ignacio Ramirez. El libertinaje que enarbola es el de un sátiro chocarrero y juguetón.

 

Durante el tiempo que trabajé en unomásuno no cedió en su esfuerzo para que me contrataran en el diario. Una tarde don Manuel entró a su oficina –me cuentan– y con su voz estentórea exclama: “¿quién escribió esto?” Era una síntesis, en una cuartilla, de las exequias de Jorge Luis Borges, firmadas, lacónicamente, “agencias”. Le comenta: “fue Gerardo, pero yo leí el texto y lo aprobé”, protegiéndome del desaguisado, y don Manuel suelta: “esto es justo lo que hay que hacer con los cables, no nada más marcar las altas y bajas y la puntuación”.

 

Lo logró, finalmente, encomendándome la cobertura de un homenaje a Fernando Benítez.

 

No faltó tampoco la ocasión en que a la vez que me despedazaba frente a otros y me elogiara a mis espaldas. Estoy en el FCE, en mi rondín en pos de novedades editoriales, y Angélica de Icaza me informa que Carlos Fuentes ganó el Premio Cervantes, me facilita sus teléfonos, en México y el exterior. Le dejo recados aquí y allá, y a las cinco de la tarde Huberto avisa: “a ver cómo le haces. Manuel en la junta indicó que llevas entrada en primera”. A las ocho de la noche, cuando daba por muerto el asunto, llega la llamada. Le muestro el texto, lo lee y comenta: “¿nada más, solo esto?” Salgo de su oficina. A éste, qué poca madre, nada le parece, si tengo la exclusiva. Pero vuelvo pues olvidé consultarle alguna tontería acerca de sábado. Aún no cruzo el umbral cuando escucho que le comenta a Eduardo García Aguilar, su coeditor: “es una gran entrevista”.
Huberto Batis es el partero de las letras mexicanas de la segunda mitad del siglo XX. Le publicó sus primeros textos a muchos de los más importantes escritores de México en la actualidad. Esa es una faena dedicada, generosa y proteica en la historia de nuestra literatura, de una altísima responsabilidad literaria y moral.

 

En esos dos años le aprendí muchas cosas.

 

Sobre todo a no temerle a los santones y a mandarlos a la chingada si hacia falta, y ha hecho falta con frecuencia.

 

Nunca lo traté fuera de horas de oficina.

 

Sólo en una ocasión, pero el contexto era tenso, me mantenía alerta del embate.

 

Seguí mi rumbo. Llegué a Proceso y luego a la gestión cultural en México y, durante un periodo de doce años, en la diplomacia cultural.

 

Desde que salí del diario, recuerdo al sabio y cabrón de Huberto cada vez que la ocasión lo amerita, imagino el comentario lapidario y directo al blanco que me diría, y a veces le hago caso, y a veces no, pero siempre lo escucho con atención.
Huberto: muchas gracias.

 

 

FOTO:  “No había habido tampoco, en las letras españolas, un ‘Diván’, que me hacía gracia, básicamente por la actitud de las “modelos”. / Archivo personal Huberto Batis

 

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