El humor en tiempos de ira

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Una de las características de los gobiernos autoritarios es la falta de humor y la incapacidad de sus líderes para reírse de sí mismos, una tendencia que erosiona la democracia y las libertades

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POR JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Poeta y periodista. Autor de Las malas lenguas: barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas (Océano, 2018)

Lo primero que distingue a un poder autoritario es su falta de humor. Lo propio de este tipo de poder es el insulto, el dicterio, la invectiva, la injuria; aun si el déspota ríe o sonríe, como recurso histriónico (siempre es un actor), al lanzar sus denuestos. En tal caso, dicha gestualidad teatral tiene un solo propósito: exigir implícitamente que esa risa o sonrisa se replique en sus servidores, subordinados, seguidores y simpatizantes incondicionales.

 

El déspota se toma siempre muy en serio: es grave, adusto, hosco, ceñudo, agrio, seco, increpador. Su severidad tiene que ver con delirios de grandeza, con megalomanía, pues se siente llamado a las hazañas y proezas que le conferirán un lugar en la inmortalidad. Queda claro que los autócratas son incapaces de reírse de sí mismos, y es que el buen humor, a diferencia de la ironía intelectual, comienza cuando la persona no tiene reparo en reírse de sí misma. El buen humor alcanza siempre, como destinatario, también a quien lo practica.

 

El déspota es un ególatra, un narcisista, invariablemente un egotista y, como tal, aunque se trate de una vocal tan sólo, es abismal la diferencia que hay entre los adjetivos “autocrítico” y “autocrático”: con el primero está reñido, sin remedio; con el segundo está encarnado hasta el tuétano. El autócrata es capaz de afirmar y repetir, como Tartufo: “Yo no miento, yo nunca digo mentiras”, concibiéndose como el hombre más sincero y virtuoso del mundo. Pero, ante tal afirmación, se convierte al instante en el más grande mentiroso, pues por muy virtuoso que alguien sea, no hay nadie en este mundo, salvo el carente de conciencia, que no haya dicho alguna vez una mentira. Lo que realmente está diciendo el autócrata es que él es perfecto, como Dios; es decir, una divinidad.

 

El solemne no soporta el buen humor; de hecho, lo odia. En cuanto al poder, la solemnidad política, que convierte en religión una ideología (llámese marxismo, socialismo, comunismo, populismo, redentorismo, etcétera), encuentra en el humor una forma de agresión a su creencia. Si bien la solemnidad de la política autoritaria (que no duda ni un instante en que el “bien” debe imponerse) rabia con la crítica y con la oposición intelectuales, con lo que más rabia, y bufa, es con la caricatura que lo ridiculiza.

 

Los iluminados, los redentoristas, hallan en el humor la crítica más extrema; mayor aún que la más lúcida crítica intelectual; por ello lo aborrecen y, sin duda, es a lo que más temen. Ser ridiculizados es peor que ser contradichos. Muy serios, con caras de gravedad, de moralistas fanáticos, los iluminados, los redentoristas, sienten horror de ser ridiculizados porque saben que la risa y la carcajada son las respuestas naturales e inmediatas a sus fatuos aires de grandeza y divinidad, a su loco afán de posteridad.

 

El poder político es, por antonomasia, deshumorado. Y, como hemos advertido, el político déspota utiliza el desprecio, el dicterio, el insulto, la invectiva, la injuria, pero no el humor. Los inconformes, los insumisos, los disidentes, los desafectos al poder o las víctimas son, desde Hitler hasta Castro, pasando por Stalin, Mao, Kim Il Sung y Pol Pot, “parásitos”, “bacterias”, “piojos”, “gusanos”, “envenenadores”, “enfermos morales”, “indeseables”, “insectos”, “mercenarios”, “bandidos”, “escorias” y otros epítetos que, repetidos hasta la náusea, buscan restarles no sólo dignidad, sino también humanidad.

 

Sin humor ninguno, Hitler escribe en Mi lucha: “El judío es y será siempre el parásito típico, un bicho que, como un microbio nocivo, se propaga cada vez más”. Otro déspota, deshumorado total, Fidel Castro, en uno de sus tantos discursos teatrales, afirma que “para aplastar a los gusanos bastará la masa en la calle”, y explica: “los gusanos se han removido, los gusanos se han agitado; los gusanos no pueden vivir sino de la pudrición”. En nada de esto hay humor; lo que hay es odio, ira, resentimiento, ideología colérica, maniqueísmo y una estrategia muy clara de polarizar y, peor aún, de amedrentar al señalar al “enemigo del pueblo” que es, invariablemente, el que no está con el poder, el opositor, el disidente. (Para quienes no lo sepan, “disidir” es “separarse de la común doctrina, creencia o conducta”.)

 

Gregorio Marañón afirma que “el humorismo verdadero es muy difícil de definir, porque es apenas imposible de separar de las distintas variedades del buen humor. Éste, el buen humor, es la aptitud de expresar en forma incontinente y ruidosa los aspectos notoriamente cómicos de la vida. El humorismo es el arte de extraer el poso cómico que hay en la vida seria; y de expresarlo con dignidad. El buen humor puede hacernos llorar de risa; el humorismo hace sonreír a la tristeza”.

 

La dificultad para definir el humorismo, a la que se refiere Marañón, tiene que ver, sobre todo, con el resentimiento, pues si el buen humor es inofensivo y causa alegría, el mal humor (que lleva aparejado el resentimiento) sólo se expresa ofensivamente, como venganza ante un presunto agravio. La sátira (siempre moral y, con frecuencia, moralina) es, a veces, una de estas formas del mal humor del moralista resentido, que cambia la risa por la arenga.

 

Jonathan Swift escribió que “la sátira es una especie de espejo donde los que se miran descubren por lo general la cara de todos, excepto la de ellos mismos”. Y los primeros en no mirarse en ella, cabe añadir, son los autores de la sátira. A decir de Marshall McLuhan y Wilfred Watson (Del clisé al arquetipo), “la cólera social y la sensibilidad agudizan la percepción del hombre chistoso de modo que sus ‘chistes’ son cuchilladas o sondeos en la matriz cultural que lo importuna”. Y, sin embargo, la sátira, como bien lo explicó Augusto Monterroso, puede tener valores estéticos, pero es inútil pedagógicamente (desde Horacio y Juvenal hasta Mateo Alemán y Fernández de Lizardi), además de que “corregir las malas costumbres de la gente es una tarea demasiado fácil que hay que dejar a las autoridades”.

 

La sátira puede ser humorística, pero casi nunca es buena comedia: es elaboración intelectual a veces malhumorada: más cerca de la moralina que de los chistes de carpa. Puede ser irreverencia, pero no arte repentista, pues está demasiado pensada como para liberarse en el gracejo de la feliz improvisación. Quienes satirizan se sienten “superiores”, porque se saben “mejores” que los satirizados. Lo mismo pasa con el cartonista (caricaturista o monero) que con el monologuista o “estartupero”. Toman distancia y se burlan del otro, de los otros; dan clases de civismo, probidad y buen vivir, aunque no den pruebas de esto en sus propias existencias. Tiene razón Claudio Isaac, en el prólogo del libro de su padre Alberto Isaac, que éste intituló Homo stupidus (1999): “Homo stupidus no son los demás; somos todos”. Pero muchos caricaturistas, hoy, ni siquiera tienen la dignidad de aceptar este principio universal.

 

En el México de hoy, el humor en tiempos de cólera y el mal humor en tiempos de ira y polarización exigen actores, cartonistas y moneros militantes: afines al poder. De este modo ha comenzado a producirse una involución en la crítica social del humor gráfico y de la comedia: los mismos que antes celebraban, gozaban, aplaudían y reían con la burla a los poderes y al poderoso político en turno, hoy se ofenden (y mucho), se enrabian y encorajinan si esas mismas formas del humor se dirigen al poder del que ya son parte o con el cual simpatizan, militan y moralizan, y hasta suplican al Santo Gobierno que no permita más esas burlas: que censure a los autores mordaces y que cancele los medios donde se osó ridiculizar al Señor Presidente y a su Buen Gobierno; y ello a pesar de que nunca, en la época moderna, en nuestro país, desde Díaz Ordaz, habíamos tenido un presidente que fuese más beligerante, tonante, burlesco, malhumorado, ofensivo, apodador, insultante, agresivo, injurioso contra los ciudadanos (¡sus gobernados!) que no le son afines ni mucho menos simpáticos.

 

Esta involución de la crítica social en México está conduciendo a una involución de la democracia y de las libertades, y la explicación es lógica: los opositores de ayer, son hoy gobierno, e incluso aquellos que no lo son, de todos modos se sienten parte del gobierno al que suplican mano dura contra la crítica, incluida la del chacoteo en internet, y la del humor hilarante que tiene como blanco (antipático) a este gobierno de sus simpatías. Los que ayer se rieron y hasta lloraron de risa con las caricaturas que se hacían de Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña, hoy lloran, pero no de risa, sino de rabia, porque ciertos “irrespetuosos” se han burlado del Señor Presidente. Son los mismos que imploran al gobierno que se castigue ya a quienes le están faltando el respeto a la sacrosanta “investidura presidencial”, que desde el primer día se erigió en embestidura contra toda crítica al gobierno.

 

¿Qué fue lo que ocurrió para que se produjera esta involución? Algo muy sencillo. En México se podía hacer chunga y caricatura desde la izquierda. Pero a nadie se le había ocurrido que ese ejercicio se pudiese hacer contra la misma izquierda. De hecho, los comediantes y los cartonistas irreverentes contra el poder hoy están moralizando desde el poder mismo; y, de hecho, a lo largo de su historia, y en todo el mundo, la izquierda se prohíbe, terminantemente, reírse de sí misma y, especialmente, de las ridiculeces del Amado Místico Líder Omnímodo emanado de esa izquierda. Releamos La broma y El libro de la risa y el olvido, de Kundera. ¿Qué ofrece el poder bueno?: “Idilio y para todos”. Pero quienes no estén de acuerdo pueden elegir las “incomodidades” y los señalamientos, pues “uno nunca sabe cuándo va a empezar a gritar el Estado que tal o cual palabra atenta contra su seguridad”.

 

Sabemos que la caricatura amplifica y deforma al caricaturizado y, con ello, al cargar la tinta en sus defectos y yerros, en su torpeza, ignorancia, presuntuosidad, ampulosidad y demás peculiaridades, consigue la risa o la carcajada, pero como los faltos de buen humor son incapaces de reírse de sí mismos o de lo que idolatran, la risa o la carcajada se les congela, les contractura la quijada y los deja rígidos. Desde la izquierda mexicana es muy lógico y fácil reírse de quien inventó a Jorge Luis Borgues y del que conjugó “volvido”, pero les resulta imposible hacer la caricatura (y amplificar el yerro) de quien no es muy bueno en geografía ni en historia (ni mucho menos en otras materias) y supone que Nueva Zelanda está en Europa y que México se fundó hace más de diez mil años.

 

Queda claro que los humoristas gráficos de la izquierda cartonera no eran críticos del poder, sino únicamente del gobierno… al que no pertenecían por supuesto; en consecuencia, hoy no pueden ser críticos del poder al que pertenecen gustosos y alborozados. En el prólogo de A ustedes les consta (Antología de la crónica en México), Carlos Monsiváis, desde la izquierda, se refiere a la relación Estado/libertad de expresión y señala una característica del poder presidencial priista desde Ávila Camacho: la personalización de la crítica al gobierno como si fueran ataques individuales al presidente: “Critican mi gobierno, luego me están ofendiendo”. Pero Monsiváis mismo no sospechó que esta divisa del poder priista le caería ¡como anillo al dedo! (exclamaría el clásico) al presidencialismo, dizque “de izquierda”, 80 años después.

 

FOTO: Muñecas rusas conocidas como matrioshkas con los retratos de los líderes comunistas Mao Tse-Tung, Jiang Zemin y Stalin, todos muy sonrientes./ Greg Baker/ AP

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