La resurrección de Laura

Dic 19 • destacamos, Ficciones, principales • 2747 Views • No hay comentarios en La resurrección de Laura

Una mujer que lleva dos años en estricto confinamiento decide viajar a un misterioso pueblo que forma parte de su proyecto de escritura. Con este relato inédito, Ignacio Solares hace un repaso del presente

 

POR IGNACIO SOLARES

 

Para Pepe Gordon

Es cierto, escribir me calma, será

por eso que hay tanta correspondencia de condenados a muerte. Me veo desde las palabras como si fuera otra.

Julio Cortázar. Liliana llorando

 
El psicoanalista se lo recomendó por teléfono como terapia para el encierro por la pandemia y la mala relación con su marido, con quien apenas se hablaba, como parte del tratamiento para la depresión: dejar correr la mano en la escritura, que nada la contuviera o la atemperara, sueltita, sueltita, como un pájaro al que le abren la jaula. Era el mejor medio para la manifestación del inconsciente y el descubrimiento de nuestros otros “yo”, aseguraba Carl Gustav Jung, maestro de su doctor.

 

–A nuestro cuerpo lo habitan varios “yo –le había dicho en una sesión cuando todavía podía ir a verlo–. De ocho a diez “yo”. Cada uno con su respectiva máscara. Detrás de los gruesos lentes, como peces en una pecera, los ojos miopes del psicoanalista se agitaron.

 

–Fíjese, señora: por lo menos de ocho a diez. ¿Cuántos de sus “yo” conoce usted?

 

Laura también abrió mucho los ojos. Las comisuras de su boca se distendieron en una mueca sarcástica.

 

–Por Dios, doctor, apenas me conozco a mí misma. ¿Cómo voy a saber quién más soy? –tosió un poco, llevándose una mano a la boca; por momentos, la voz se le volvía medio carrasposa (quizá por el cigarro), como si al hablar arrastrara piedrecitas de lo profundo de la garganta.

 

–Quién más la habita…

 

–Bueno, eso, quién más me habita. Qué más da.

 

O sea: no me venga con cuentos, doctor. Yo vine aquí, a una terapia breve, según me aseguró usted mismo durante la primera sesión, por una depresión física producto del infarto al miocardio que padecí hace tres meses y siete días. Algo muy frecuente, por lo demás, a mi edad, en una fumadora compulsiva como yo. Laura respiró profundamente y se preguntó lo que se preguntaba siempre en cada sesión: ¿no hubiera sido preferible un freudiano ortodoxo, aunque se redujera a lo sexual?

 

–Inténtelo. Para Jung fue de gran utilidad, en sus últimos trabajos, el alma de una mujer china que descubrió dentro de él a través de la escritura automática.

 

–Imagínese que yo descubriera un chino dentro de mí.

 

–Por lo menos ya no estaría tan sola, como dice que está.

 

Con lo que pagaba por los mezquinos cincuenta minutos de consulta, el rabillo del ojo del psicoanalista siempre fijo en el reloj.

 

–Y usted, doctor, ¿ya descubrió algunos de sus otros “yo”? –con un tono que creaba estalactitas de hielo a su alrededor―. ¿O no tengo derecho a preguntarlo?

 

El psicoanalista permitió que una sonrisa victoriosa le recorriera la cara.

 

–Yo, señora… dispongo de varios “yo”, descubiertos y cultivados para cada ocasión: para los días de sol, para las noches de tormenta, para los amores frustrados y, fíjese, hasta para cada tipo de paciente que se presenta aquí. Esto además de una surtida colección de máscaras magníficas. Aunque detrás de ellas haya, creo, un agujero negro.

 

–¿O sea?

 

–Dime qué máscara te pones y te diré quién eres. No hace falta más.

 

Con esos lentes de fondo de botella quién va a necesitar una máscara, estuvo a punto de contestarle Laura, pero se contuvo, tragándose la lengua, y se limitó a sentarse más derecha en el sofá de cuero y a sonreír. A pesar del infarto, la palidez y las ojeras tan profundas, conservaba una cierta belleza innata a sus cincuenta y siete años. Los ojos, de un castaño lindamente jaspeado en verde y amarillo, los labios delgados pero intensos, el brillo de los dientes. También había ahí –Laura lo comprobaba todas las mañanas en el espejo–, rodeando su cuello, en las venas palpitantes, en el nacimiento de los grandes senos, una zona donde se adivinaba un como deseo perenne, quizás incluso acrecentado desde su crisis cardiaca.

 

Laura tenía la misma sonrisa congelada cuando se despidió del psicoanalista, tres minutos antes de lo previsto. ¿Por qué nunca le preguntaba de su libido frustrada, la pérdida de todo deseo y de ternura en su marido, cada día más mocho y entregado al trabajo, la dolorosa ambivalencia que le significaba tener un hijo sacerdote, mientras, como contraste, su hija agredía todo lo que sonara, y oliera, a religión? Debió averiguar un poco más sobre el tipo de terapia que le convenía. Bien le mandó decir Estela Franco, a través de una amiga común, que era preferible un frommiano o de perdida un lacaniano o un carusiano, pero de ninguna manera un jungiano, Santo Dios. Pero su marido se lo sacó de la manga cuando ella le dijo que necesitaba ayuda médica, no podía ya con el insomnio y las crisis de angustia, a pesar de la misa diaria. ¿A pesar de la misa diaria?, insistió Pepe, su marido, con una interrogación palpitante y ofensiva en los ojos. Sí, a pesar de la misa diaria y confesiones continuas, no es por ahí, confirmó ella con las aletas de la nariz dilatadas. Por lo pronto, Pepe descartó a los psiquiatras, que a la primera oportunidad aplican electroshocks o vuelven drogadictos a sus pacientes.

 

Pepe estaba sentado en el escritorio del estudio, cerca de una ventana, bañado por la fuerte luz naranja del atardecer coyoacanense. El cuello corto y sanguíneo soportaba la cabeza redonda, de pelo ralo y entrecano. Sus pequeños ojos se levantaron apenas al entrar Laura con sigilo. Poco hecho a melindres de mujeres, como él mismo decía, le molestaba particularmente que lo interrumpieran cuando trabajaba en su casa en la computadora.

–¿Qué pasa? ¿Tuviste tu sesión por teléfono con tu psicoanalista?

 

–Me recetó la escritura.

 

–Pues escribe –y regresó a la computadora.

 

Laura subió al desván a buscar un cuaderno de tapas azules en el que, creía recordar, tomó unas notas, veinticinco años atrás, en un curso sobre iniciación literaria que tomó con la Güerita Turrent. Ahí estaba, tenía que estar, podía jurarlo.

 

La penumbra esfuminaba suavemente el contorno de los objetos.

 

Entre armarios maltrechos, sillas cojas, espejos empañados y fantasmales, encontró una vieja caja de cartón en la que apareció no sólo el cuaderno de tapas azules, sino un olvidado álbum con fotos familiares.

 

Con la ayuda de un polvoriento rayo de luz que se colaba directo y certero por la rendija del postigo, casi como una materia sólida, Laura se puso a hojearlo.

 

Un verdadero osario familiar.

 

Capítulos de frenesíes y sollozos, reducidos a desteñidas cabezas peinadas con una raya en medio, retintos bigotes arriscados o adornos con rizos, tirabuzones, gestos grandilocuentes, perfiles que habían mantenido un gesto de ardor o languidez durante los largos segundos de la pose. Provectos caballeros e imperturbables damas. “Qué crueldad meterme desde mi contundente actualidad a la caricaturesca lejanía de ellos”, pensó Laura.

 

El ojo invisible mostrándose para depositar, en beneficio de la posteridad, una mirada rotunda o tímida; enmarcar toda la posibilidad de amor o de desconsuelo familiar. Un instante perpetuado en sepia contra el muro, evocador para el familiar sobreviviente, quizá como ningún otro, del reencuentro, allá y entonces, con el otro mundo, con aquel mundo.

 

Ahí estaba, por ejemplo, la tía Ernestina de adolescente, con un vestido ampón y un desmayado ademán de las manos, quien fue abandonada por el novio al pie del altar y, en represalia, se encerró en su recámara y no volvió a salir de ella durante sus largos setenta y tres años de vida.

 

El abuelo, jovencísimo, con perilla y bigote muy negros, mostrando orgulloso su título de ingeniero. Laura sólo lo recordaba en sus últimos años, reducido a una silla de ruedas, con la barbilla clavada en el pecho y un hilo de baba que le salía permanentemente de la boca.

 

Su madre, de niña, al lado de sus padres y hermanos, en el jardín de la casa de Coyoacán que heredó Laura, frente a la gran cruz de piedra, bajo los fresnos perennes, ya con los labios duros y rencorosos que no la abandonaron hasta el día de su muerte: de pronto, ya muerta, se le volvieron dulcísimos, como si hubiera reservado esa suave sonrisa sólo para el final, para el mero final, para cuando ya sólo podían verla a través de la ventanita del ataúd. ¿A dónde se había ido aquel amansado rencor de sus labios?

 

Y, sin embargo, al mirarlos bien –era una pena que no tuviera una lupa a la mano–, de alguna manera, le parecían todos tan vivos, hoy tan cerca de ella.

 

¿Dónde leyó aquello de: “Para egoístas, nadie le gana a los muertos. No hay más que ellos en el mundo. Todos los otros no cuentan. Todo lo perdonan a los vivos, salvo el hecho de estar vivos”?
Laura aspiró profundamente el aroma antiguo y mohoso de las páginas del álbum. Qué gozoso ese sentimiento oscuro, de íntima profanación, que acompañaba el lento, cadencioso desfilar de aquella ronda de personajes fantasmagóricos.

 

Ese güerito era el primo Adrián, quien siempre soñaba que volaba, decía, y como era sonámbulo una noche se lanzó al vacío por una ventana.

 

“Eres polvo de aquellos lodos, Laura, sólo eso”, pensó al arribar a las últimas páginas, en donde había fotos más recientes, su madre ya anciana al lado de sus nietos, ella misma poco antes de su boda. Qué bien le quedaba aquel peinado. ¿Por qué no tendría más cuidado con su arreglo, como lo tenía entonces? Recordó que en aquella época la vida transcurría ante sus ojos apacible y falaz –sobre todo eso: falaz–, como una sucesión de cromos de colores pastel proyectados en una linterna mágica, aunque ya secretamente minada en su base por el soterrado enemigo que, tarde o temprano, debía cimbrarla: la culpa, la maldita culpa por una existencia tan menguada, calamitosa e inútil. Algo que estalló dentro de ella al mismo tiempo y con la misma fuerza que su corazón enfermo.

 

El rayo de luz entraba ahora muy oblicuo y luego de tocar los objetos polvorientos del desván, los iba penetrando sin violencia.

 

Descubrió también unas fotos de su hijo Rodrigo durante su primera comunión. Quién iba a decirle entonces que terminaría de sacerdote. Era cierto, además de la influencia familiar –en especial del padre–, el niño siempre tuvo una fe manifiesta y por eso rezaba e iba a misa con un fervor envidiable, que asombraba no sólo a sus compañeros sino en especial a los profesores jesuitas, quienes empezaron por iniciarlo como monaguillo.

 

Laura compartía su emoción, cómo no iba a compartirla si hasta los ojos se le llenaban de lágrimas al verlo levantar el borde de la casulla del sacerdote al tocar la campanilla, mientras contemplaba desde su insignificancia de adolescente arrodillado las manos privilegiadas que elevaban la hostia y la sostenían en lo alto unos segundos, formando lo que parecía la cima de una montaña inalcanzable, el punto en donde todo se resuelve sin conflicto y sin dolor, y resplandece eternamente.

 

Luego, qué estremecedor verlo tendido en el suelo del presbiterio de la Catedral el día de su ordenación, envuelto en aquel olor a incienso y a flores que se deshojan, mientras un coro de niños entonaba el salmo Dixit Dominus, y el arzobispo, imponente, permanecía en su trono, coronado por la mitra y con sus guantes blancos bordados de cruces sobre las rodillas. Algo en verdad magnífico.

 

–Ya es de Dios –le dijo su marido a Laura en algún momento, lo que acabó de desatar su llanto.

 

Luego, sus lágrimas se amargaron cuando leyó una carta de Rodrigo a un amigo que vivía en el extranjero y que el correo regresó. Laura no resistió la curiosidad de abrirla. Nunca debió hacerlo.
Más que dolerle por ella, se preocupó por él. ¿De veras ya era de Dios?

 

Guardó el álbum en el fondo de la caja –que durmiera otros muchos años su inquieto sueño– y abrió el cuaderno de tapas azules, con las notas de las clases sobre iniciación a la literatura, que tomó con Germán Dehesa, Luis Rius, Jorge Ibargüengoitia y Ricardo Garibay, entre otros.

 

 

*

No entiendo exactamente qué es la escritura automática. Lo que sí sé es que prefiero la tercera persona a la primera. Me veo con más distancia, la imaginación se me da más fácil y empiezo a relativizar mi odioso “yo”. Haré la prueba.

 

Laura ofreció a su marido tomar todas las precauciones para viajar, inventaría un médico naturista en Morelia, cuestión de un par de días. El asintió sin levantar los ojos de la computadora. Después de los dos años encerrados por la pandemia necesitaba salir.

 

Esperó en la propia estación a recuperarse de la emoción de la llegada en el taxi. El corazón se le aceleraba al saberse por fin libre. Respiraba con dificultad y sentía crecer el calor como si subiera desde la tierra misma. Puso el grueso abrigo en una banca de al lado.

 

–¿A dónde va, señora? –le preguntaron al acercarse a la ventanilla.

 

–A Ojo de Agua.

 

–Uhh, ahí casi no va nadie. Sólo un autobús de segunda que sale a la una, dentro de dos horas.

 

–Deme un asiento de adelante.

 

–Compró un sándwich y una botellita de agua mineral y, casi sin darse cuenta, una cajetilla de cigarrillos. Aspiró una gran bocanada –¿cuántos meses llevaba sin fumar?– y la expulsó lentamente, viendo elevarse las volutas de humo en el aire limpio y dorado del ardiente mediodía. Fue entonces cuando la invadió la sensación de que estaba soñando, de que no podía ser ella la que estuviera ahí.

 

El autobús trepaba el camino agreste gimiendo por sus ejes, inclinado sobre los precipicios, cada curva parecía costarle indecibles sufrimientos a su armazón desajustada. Era el vehículo más viejo y destartalado que pudo imaginar, con el techo escarapelado pintado de azul añil, los asientos chirriantes y duros y las ventanillas empañadas, que subía y subía agarrándose con las ruedas traseras como con las uñas, a veces afincándose en las piedras como un animal (mejor dicho, un insecto) asustado, entre las vertientes casi verticales de una barranca. El chofer –con unos ojos inexpresivos, huidizos, narices y labios amoratados por la intemperie, pelos indomesticables– se lamentaba en cada brinco:

 

–Puta madre, pinche camino, pinche autobús, pinche pueblo rascuache.

 

Al cabo de una subida de cien vueltas y revueltas, cuando creían haber llegado a lo alto de la montaña, descubrían otra más alta, y luego otra más alta, más abrupta, que anteponía sus alturas ostentosas sobre las alturas anteriores.

 

Los pasajeros –una docena cuando más– parecían en esos momentos seres fantasmagóricos, prendidos al asiento delantero con manos engarruñadas, más pálidos aún en cada curva. Por momentos, los intermitentes bancos de niebla, a uno y otro lado del increíble camino, le sugerían a Laura la posibilidad de que, bajo su evanescente consistencia, hubiera un puro vacío, nada de nada. Sensación a la que contribuía el viento desolado, que se colaba por los resquicios de las ventanillas, con un bramido inacabable.

 

A sus espaldas, muy abajo, habían quedado las nubes, que daban sombra a los valles. Ya sin nubes, el cielo era como un cristal transparente, detrás del cual había otro cristal, y luego otro más.
¿Cuánto más iban a tener que subir?, se preguntaba Laura cuando un frenazo brutal los detuvo en medio de un pequeño puente de piedra tendido sobre un torrente de tan hondo lecho que no se veían sus aguas, si bien resultaban atronadores los borbollones de su caída.

 

–Pinche puente –decía el chofer al cruzarlo.

 

Laura no podía evitar identificarse con el autobús mismo en que viajaba. La intensa luz del atardecer le devolvía su cara en el vidrio de la ventanilla. “Entretanto, soy esta mujer pequeña y ajada, enferma, incambiable, casada con el único hombre que seduje o que me sedujo a mí, incapaz no ya de ser otra realmente, en la realidad real, sino de la misma voluntad de ser otra en la realidad real. La mujercita que disgusta en la medida en que impone la lástima, mujercita confundida en la legión de mujercitas a las que fue prometido el Reino de los Cielos”.

 

De pronto, después de una curva especialmente cerrada, apareció Ojo del Agua, enclavado sobre una pequeña meseta redonda, rodeada de torrentes. Era en verdad un pueblo pequeño, unos cuantos tejados enracimados alrededor de la plaza con la pequeña iglesia, en la que desembocaban, rematando vericuetos polvosos, tortuosos callejones sin asfaltar.

 

Cuando bajó del autobús, el pueblo le pareció aún más melancólico y abandonado. Preguntó por un hotel y le dijeron que un hotel, lo que se dice un hotel, no había, pero sí una pensión en la plaza, con un restorán afuera. Seguro lo iba a encontrar porque, además, era el único restorán que había en la plaza –y en realidad en el pueblo mismo– frente a la iglesia.

 

Sin más equipaje que una pequeña maleta de mano –y con el abrigo bien abrochado– fue rumbo a la plaza. Bajo los párpados hinchados, sus ojos escrutaban azorados a su alrededor. Entre plantas y árboles frondosos, calles desoladas, estrechas y sucias, sin nombre y sin gente, casas pintadas de colores pastel con las tejas rotas, como caras sucias, ventanas diminutas y serpenteantes enredaderas, alguna reja abierta a una sospecha de patios traseros con gatos adormecidos y niños vestidos en harapos arrastrándose entre las plantas. Una miscelánea con anuncios de cerveza. Una cabra de ojos enormes sujeta a una estaca.

 

El viento helado, muy húmedo, le quemaba las mejillas y le agitaba el pelo, como la caricia de una mano distraída.

 

A su paso, curiosamente, las pocas puertas abiertas se cerraban y se cegaban las ventanas.

 

Había un silencio pesado, casi visible, sólo interrumpido por las intermitentes ráfagas de viento en los grandes árboles, que gemían como arboladuras de navíos.

 

El cemento en los edificios de la placita central ponía un feo parche al conjunto restante, ruinoso, del adobe. La pensión tenía balcones con macetas y unas mesitas sobre la calle. El cuarto estaría listo en unos momentos, podía esperar en el restorán. Pidió una cerveza y la bebió muy despacio, dentro de una riquísima dilación. La espuma blanca burbujeaba, se inflaba y rompía en diminutos cráteres. Con sus ojos fríamente sonrientes, miraba el quiosco en el centro de la plaza, los viejos sentados al amparo de los árboles en las bancas de hierro forjado, la arquería y la portería tapiada de la iglesia, con almenas en el remate, una pareja que comía tacos en una mesa cercana, los hombres con sombrero de paja que pasaban en bicicleta o a pie, de rostros oscuros, con camisas blancas, pantalones de dril, zapatos polvosos o huaraches; mujeres con vestidos ampones y multicolores o enrebozadas y descalzas, perros famélicos.

 

Todo como quieto. Como de alguna manera congelado en su propio movimiento.

 

Curioso que vivir en su más alta acepción pudiera volverse esa simple estancia, aquí y ahora (el Reino prometido), contemplar un mundo estático por el simple placer de contemplarlo, pensó, dando otro trago a la cerveza.

 

Pidió unos cigarrillos –se había terminado la otra cajetilla en apenas medio día–, miró la primera voluta de humo que se enroscaba en la luz, de la bolsa sacó la cartera y vio el montón de billetes que debía cuidar, no mostrar a los meseros, las pequeñas fotos de su esposo y de sus hijos atrás de la mica. Una ligera culpa le anduvo por el estómago, algo que en realidad era un hueco, una inquietud.

 

Daba ansiosas chupadas al cigarrillo, una tras otra, y luego lo dejaba olvidado entre los labios, sabiendo que terminaría por quemárselos y que tendría que arrancarlo y aplastarlo como lo había hecho con esa realidad que tenía atrás de ella, en la que había perdido todas las razones para llenar el presente con algo más que sueños (escritos). Fumaba con los codos apoyados en la mesa para que nadie pudiera verle temblar la mano.

 

–¿Se le ofrece algo a la señora? ¿Va a cenar?

 

Ella lo miró con un ojo entre un mechón que se le había desprendido de los pasadores. Estaba de pie ante ella. Era un muchacho flaco y huesudo pero fortachón, con unos ojitos hondos y vivos, una piel cetrina y unas quijadas duras. Tenía una manera de hablar almibarada, genuflexa, que sin embargo desmentían sus ojitos, muy seguros de sí mismos. Vestía una camisa floreada con los primeros botones abiertos, pantalones de pana y unas botas de cuero gastado.

 

–No lo sé, tal vez. Si me presta la carta.

 

El muchacho se la extendió y ella la miró distraída.

 

–¿Qué me recomienda?

 

–Tenemos un mole delicioso.

 

–¿Un mole? Se imagina cómo me caería. Vengo de un lugar donde llevaba días de casi no comer. Además, me siento un poco mal del estómago, la verdad.

 

–Qué pena, señora –con una actitud abiertamente persuasiva, acercándose un par de pasos más. Sus ojos eran aún más pequeños y hundidos vistos de cerca, como atornillados en el fondo del cráneo, y mantenía una sonrisita vidriosa y medio burlona que, por lo visto, no lo abandonaba nunca.

 

–Es quizás este aire frío y tan húmedo el que me pone así.

 

–¿Me permite invitarla a pasar al interior? Tengo un reservado precioso, recién remodelado, en donde podrá sentirse más tranquila e independiente. Primero necesita relajarse. Permítame ayudarla, permítame.

 

–¿Es usted el dueño de aquí? ―preguntó Laura un instante antes de ponerse de pie. El muchacho se estiró orgulloso.

 

–Mi padre y yo. Hoy cumplimos cinco años de que compramos el negocio.

 

–¿Y qué tal?

 

–No tan mal, aunque después de la pandemia se fue mucha gente y ya no viene tanta de los alrededores como antes.

 

Cruzaron el interior del restorán, al lado de una bulliciosa cocina de azulejos envuelta en nubes de humo, y subieron una escalera de madera crujiente. El muchacho la tomaba del brazo y a ella le gustó que lo hiciera.

 

La puerta del reservado estaba abierta y entraba el sol de la tarde como un incendio voraz, todos los rincones ardían con esa luz fría, abría llagas amarillas en las paredes y resaltaba las malas copias de bodegones y paisajes. En la única mesa con un mantel de cuadros de colores vivos y flecos blancos había lugar para unas seis personas y un vaso con unas flores cabizbajas.
–Aquí va a estar más tranquila.

 

Él chasqueó los dedos y en un instante apareció el mesero que la había atendido en la parte de abajo. ¿Se le antojaba a la señora un tequila antes para acompañar su cerveza? Ah, y un arroz blanco con pollo como no lo había tomado antes, claro, sin mole.

 

El tequila la reanimó. A medida que el ardiente calorcito le bajaba por el pecho y le hacía cosquillas en el estómago, bajo sus pies el suelo se le ablandaba un poco.

 

Durante el postre –ate con queso– el muchacho reapareció e insistió en las dificultades económicas que habían pasado para comprar un negocio que estuvo en quiebra. No se imaginaba ella lo deprimido, pero de veras deprimido, que había estado el pueblo a últimas fechas. Pidió dinero prestado por todos lados, hasta a su suegro, fíjese nomás.

 

“Sólo eso me faltaba: un pueblo deprimido”, pensó Laura.

 

–Lo voy a recomendar a mis amigos en la Ciudad de México, se lo prometo. El arroz estaba delicioso. ¿Podríamos ir ahora al cuarto, estará ya listo?

 

Él abrió su mejor sonrisa, volviendo sus ojos casi inexistentes, apenas dos leves cicatrices con puntitos luminosos. La volvió a tomar del brazo, apretándola, y ella sintió ternura por el gesto rústico, en el fondo tímido, le pareció.

 

Las ventanas estaban cerradas, el cuarto permanecía en la penumbra, y se distinguían confusamente la mecedora de mimbre, la mesita de madera con una silla, una hornacina ruinosa en la que, a los pies de una Virgen de yeso con el Niño en brazos, había una veladora apagada, la palangana de loza con flores en relieve encima de una cómoda, la cama con una colcha de flecos.

 

–Es el mejor cuarto que tenemos. Algunos otros los estamos remodelando –dijo al tiempo que abría las ventanas.

 

–¿O si desea usted alguna cosa en especial? –agregó.

 

–No, para nada. Ahora lo único que necesito es descansar.

 

–A sus órdenes señora.

 

Dentro de su desconcierto, hizo un simulacro de reverencia y salió.

 

Laura pensó que ahora lo entendía todo y, de súbito, una sonrisa incontenible amaneció en sus labios.

 

¿Por qué la realidad es tan despiadada con los sueños?

 

De la maleta de mano sacó la piyama y la puso sobre la cama. La bolsa la dejó sobre la mesita de madera, el estuche del maquillaje lo llevó al baño, se lavó los dientes, se sirvió un vaso de agua, sacó el cuaderno de la maletita, fue a sentarse a la mesita de madera, encendió un nuevo cigarrillo, miró un momento por la ventana hacia lo alto (una luna muy roja, recién nacida, trepaba desprendiéndose de unas ramas lejanas). Pensó en lo tranquilo y limpio que estaba todo allá arriba, en ese cielo profundo del atardecer, y el contraste con la insoportable tensión de aquí abajo.
Se puso a escribir. (Qué diferente escribir “allá”)

 

¿Por qué no esperar que alguna vez la telaraña de la escritura se ajuste, hilo por hilo, a la de la vida?

 

 

*

No entiendo por qué de pronto volví a la primera persona. Se me dio sola.

 

Amanecía cuando llamaron a mi puerta como para tirarla. Pensé que estaba temblando o que podía haberle pasado algo a la niña que estaba con una vecina de cuarto, pero todos hablaban de una mujer muy rara que venía desde no sé dónde. Entraron y describieron mi cara, que me estaba poniendo mal, que tenía mareos y palpitaciones, que estaba muy pálida. La verdad es que, apenas lo mencionaron, me empecé a sentir mal y no me podía mover. Tenía un dolor agudo en el pecho.

 

El dueño del hotel salió a dar aviso. Al rato llegaron los vecinos y un policía, luego otro policía, un médico, llamaron a los teléfonos que traía yo en la cartera y al mediodía aparecieron mis parientes. (Otra vez veo, me veo de lejos, y me voy a la tercera persona). Llegó un hijo que era sacerdote, y que le puso un aceite que olía a cera, a humo de cera, en los párpados, en los labios, en las manos, en las plantas de los pies, haciendo la señal de la cruz una y otra vez, con la estola en los hombros cayéndole a ambos lados del cuerpo, bendijo el cuarto y rezó largo rato a los pies de la cama, junto con el marido de ella y la hija.

 

Comprendí que muerta “allá”, podía seguir viviendo “aquí”.

 

FOTO: Especial/Prexels

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