“El dolor nos enseña a vivir”

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POR VICENTE ALFONSO

Narrador, articulista, dramaturgo y académico nacido en Ciudad Juárez en 1945, Ignacio Solares es una voz imprescindible en la literatura mexicana. Estudioso apasionado de la Historia y de la espiritualidad en cualquiera de sus formas, es autor de una obra que combina, como él mismo ha señalado, lo históricamente exacto con lo simbólicamente verdadero. Por novelas como La invasión, La noche de Ángeles, y Madero, el otro ha recibido numerosos premios como el José Fuentes Mares en 1996, el Xavier Villaurrutia en 1999 y el Nacional de Ciencias y Artes en 2010.

 

Alumno en su juventud de figuras como Rosario Castellanos, Juan José Arreola y Luis Villoro, Solares ha sabido combinar la literatura con el periodismo cultural, ámbito donde también posee una brillante trayectoria. Baste decir que fue jefe de redacción de la revista Plural cuando Octavio Paz era su director. Que en Revista de Revistas trabajó con Vicente Leñero y Julio Scherer. Que fue coordinador de difusión cultural en la UNAM, donde también dirigió la Revista de la Universidad. Con motivo de la aparición de El juramento (Alfaguara, 2019), su más reciente novela, y de su cumpleaños setenta y cinco, conversamos con él.

 

El juramento cuenta las tribulaciones de Luis, un joven que desea ser sacerdote pero es aquejado por las dudas. ¿Cómo creer en un Dios personal si el universo es impersonal? En el momento más oscuro de su crisis, el muchacho se enamora de una joven enfermera e inician una relación de la que no saldrán ilesos. La aparente sencillez de la anécdota permite a Solares explorar la psicología de sus personajes al tiempo que profundiza en la importancia de la espiritualidad como antídoto para una vida marcada por las exigencias sociales y económicas.

El juramento

 

 

Has comentado que El juramento es la más personal de tus novelas.
Así es en cuanto al ambiente y en cuanto al lugar, aunque la experiencia es del personaje. Yo no he tenido la suerte de vivir una situación como esa. Sobre todo asumo la crítica a la Iglesia. Creo que el celibato entre los sacerdotes católicos y las monjas es criminal. El centro de la novela es un personaje que llega al punto de tener que elegir entre ingresar a la Iglesia y ejercer su sexualidad. No sabemos qué va a pasar. El problema es de mi personaje, no mío, pero yo quiero suponer que va a tener que vivir como un amigo gay que tiene casi 20 años con su pareja homosexual y tienen prohibido tener relaciones. Les han dicho: asume tu sexualidad pero no tengan sexo. Todo eso me parece criminal, absurdo, y te habla de una Iglesia que se quedó en la edad media.

 

 

¿Cómo ha sido para ti, un hombre de letras, vivir una vida espiritual más allá de lo religioso?
En mi columna Minucias publiqué hace poco una frase de la que estoy muy orgulloso porque resume buena parte de mi pensamiento: digo que el gran reto de los católicos es convertirse al cristianismo (ríe). Es como si fueran dos religiones distintas. Creo profundamente en la vida espiritual pero no creo en la Iglesia Católica con sus normas y con sus oposiciones a esa vida espiritual.

 

 

Esa idea es constante en algunos de tus libros. Pienso en El juramento pero también en No hay tal lugar, donde al padre Lucas Caraveo le encargan ubicar una comunidad perdida en la Sierra Tarahumara, dirigida por un sacerdote que ha renegado de su papel. ¿Puedes hablarnos de la conexión entre ambas novelas?
Claro. Entre el padre Caraveo y Luis hay una comunión espiritual. Una hermandad. Ambos buscan algo que está más allá de la llamada pompa de la Iglesia. Hay no pocos jesuitas que están en contra del rumbo que la Iglesia ha tomado. Pienso en el Papa Benedicto XVI yendo a África, al lugar donde más casos de sida ha habido, a decir que usar condón es pecado. Eso lo califico, tal cual, de criminal. Imagínate la cantidad de vidas que costó. Cuando mi amigo Juan Ramón de la Fuente era secretario de Salud, hizo una campaña en Chiapas para reducir el índice poblacional, que allá era muy alto. Yo lo acompañé a las comunidades a ver qué pasaba y descubrimos algo sencillo y a la vez terrible: había una campaña con vehículos especiales para hacer vasectomías, para regalar condones, pero mucha gente no usaba métodos de anticoncepción porque en misa el sacerdote les decía una y otra vez que era pecado y que se iban a condenar. Bueno, esa es la Iglesia Católica. Si le rascas encuentras infinidad de cosas así.

No hay tal lugar

 

 

El juramento es una novela rica en simbolismos. Por ejemplo, la mujer de la que se enamora Luis se llama Alma, y para convertirse en sacerdote tendría que renunciar a ella…
Le diste al clavo totalmente. Eres el primero que atrapa esa intención oculta en la novela. Entrar a la Iglesia significa perder el alma. Lo terrible es que me puedo imaginar varios escenarios, pero todos implican que los protagonistas sean una especie de mártires gracias a las imposiciones de la Iglesia, que no permite que seamos libres.

 

 

¿Cuánto tiempo te llevó escribir la novela?
No mucho, unos seis meses. El centro de la novela está en la disyuntiva de Luis, quien no sabe si creer o no que Cristo fue Dios. De la solución que dé a ese dilema depende su futuro. Además tenía muy claro que quería recrear, sobre todo, la labor que han hecho los jesuitas en la Sierra Tarahumara. Ellos son los únicos que realmente han hecho algo por los tarahumaras. A mí me tocó estudiar con jesuitas desde primaria hasta preparatoria. Son buenísimos como educadores. Fueron muchos años en que fui a la sierra, conviví con los tarahumaras, a quienes les llevábamos alimentos y medicinas. En algún momento hasta doctor me volví: vi a una mujer que se estaba desangrando y prácticamente le cosí una herida en la pierna.

 

 

Vuelvo a Alma, la joven enfermera de quien se enamora Luis. Es un personaje muy bien logrado. Me llama la atención que ella nunca duda de su fe pero a pesar de las condenas de la Iglesia, ejerce su sexualidad sin culpas.
Es el personaje que más me gusta de la novela. Ella también vive la contradicción entre lo católico y lo espiritual. Mi literatura nunca es recta: es zizagueante, hay búsquedas, exploración en torno a las dudas y el intento de encontrar el sentido a la práctica de la fe con el prójimo. Creo que el cristianismo, que no el catolicismo, está centrado en la ayuda al prójimo. Recuerdo a San Demetrio, aquel personaje de Camus que tiene una cita con Dios a cierta hora y en el camino se detiene a ayudar a un campesino que tiene atorada su carreta y llega tarde a la cita. Dios ya no está. En realidad Dios estaba en la acción de ayudar. No concibo otra manera cristiana más explícita y más viva que el contacto con el prójimo. Pienso en la Teología de la Liberación, que para mí representa la última señal que da la Iglesia de que podía haber otro camino. Le daba a las cosas otra luz, pues estaba muy cerca de mis ideas en cuanto al prójimo y a la sociedad. Siempre he tenido una tendencia muy clara por el socialismo y en ese momento se cruzaban mi fe en la Iglesia (en ese tiempo) y mi fe en una posible revolución social.

 

 

¿Cuándo empiezan para ti las búsquedas?
Desde muy joven, cuando estudiaba en Chihuahua, en el Instituto Regional. Fui un caso muy especial porque vivía en la casa de un tío alemán. Mis papás se vinieron a vivir a México y yo me quedé allí. Vivía en un sótano muy dostoievskiano, donde me la pasaba leyendo. Le tenía mucho miedo a las relaciones sexuales, a la masturbación. Es una de las huellas de mi adolescencia, por eso mi primera novela, Puerta del cielo, es sobre un joven a quien cada vez que se masturba se le aparece la virgen y le pregunta por qué peca contra su inocencia. Esa novela no he querido reeditarla. Ya te imaginarás lo que fue para mí la primera ocasión en que me acerqué con unos amigos a un burdel. Nunca en mi vida pude acercarme a uno de nuevo. Me da compasión, terror y un brutal rechazo a que se utilice de esa manera a las mujeres, a los seres humanos. Todas estas experiencias se fueron colando en El juramento, desde ver las estrellas en la Tarahumara, que para mí son una cosa absolutamente única y una prueba de que el misterio está allí.
Creo mucho en el otro mundo. No puedo negar las búsquedas que tuve una vez que me alejé de la Iglesia. Por un lado, como te comentaba, me acerqué a la Teología de la Liberación, por otro me acerqué a la magia. Por más firme y seguro que sea el piso en donde nos asentamos, estamos rodeados de demonios que en cualquier momento pueden causar una hecatombe. Hay que tener plena consciencia de que sí hay otro mundo, y está en este.

 

 

¿Cuáles serían los demonios de los que habría que cuidarse hoy?
¡Son legión! (responde, evocando el pasaje bíblico donde Cristo exorciza a un hombre de Gadara). Vivimos en una sociedad de consumo en donde el primer demonio es ese. Una sociedad que vive para el capricho de la tecnología y todo lo que significan esos aparatos electrónicos: televisión, internet. Los jóvenes de ahora viven atrapados por ese mundo. Creo que uno de los peligros más graves es hacernos los sordos. Eso digo en otra de mis Minucias: que tenemos miedo de escuchar a los muertos; es la razón por la que nos hacemos los sordos. Qué peligroso escucharlos y reconocer que hay otra dimensión. No todo es pantallas, teléfonos, hornos de microondas.

 

 

Hablando de escuchar: es durante una convalecencia donde San Ignacio tuvo la revelación de Dios, y lo mismo le pasa a Luis en El juramento.
Sí, el dolor es una manera de acercarnos. El dolor nos enseña a vivir, nos da mucho de la dimensión oculta y misteriosa de lo que nos rodea.

 

 

Y sin embargo, hacemos todo lo posible por eliminarlo, como dice el padre Ketelsen en otra de tus novelas.
Claro. Lo que pasa es que si nos dedicamos todo el tiempo a ese mundo, corremos el riesgo de desatender este. Llevamos los ojos clavados en el suelo, no queremos mirar hacia lo alto, porque por allí empiezan las estrellas de la Tarahumara. Preferimos sacar el sustento diario y tratar de progresar sobre todo en lo social y en lo económico. Son las metas básicas de la vida actual. Muy poca gente se preocupa por lo otro porque es un obstáculo para la vida práctica.

 

 

¿Qué le dirías a los jóvenes que, como Luis, tienen que decidir a qué proyectos y qué ideas dedicarán su vida? Conste que no hablo sólo de vocaciones sacerdotales.
Por lo pronto que se quiten los audífonos y escuchen el otro mundo, que nos está mandando señales a cada momento. (Hace una larga pausa). Que contraigan el virus de la lectura. Que se asomen a la otredad con todos los riesgos que implica. Y menciono los riesgos porque a veces hay que tomar lecciones de abismo para soportarlo. Que rescaten la importancia de servir a los demás. En muchos autores clásicos está esa preocupación, que por desgracia hoy encuentro en pocos autores jóvenes. El mundo de la literatura está pasando por un período oscuro, cosa que es lógica porque nos aterran y nos preocupan situaciones como el narcotráfico, y quizá se ha abusado de la novela para atender el problema, pero era inevitable. La literatura refleja buena parte de la realidad, te da otra dimensión de los problemas y te revela cosas que no vas a encontrar en ningún periódico. Hay que acercarse a los clásicos por dos razones: una, por la belleza del lenguaje y dos porque para algunos autores lo espiritual fue fundamental. Víctor Hugo puede estar ahorita pasado de moda, y sin embargo es un autor enorme. Los Miserables está entre los libros que más me han influido.

 

 

Háblanos de otro autor que influyó en tu vida, aunque de manera más cotidiana: Vicente Leñero.
Leñero no es sólo uno de los mejores escritores mexicanos del siglo XX, además fue un Maestro, y sé que estoy usando un término muy peligroso, pero a la vez muy real. Es curioso que coincidimos en el catolicismo. Bueno, ya por allí empezamos a emparentarnos. Trabajé con Leñero en la revista Claudia, en Revista de Revistas, en Excélsior, y luego en Proceso intermitentemente. Un día me regaló un libro con la advertencia de que sería fundamental para mí: El revés de la trama, de Graham Greene. Lo he leído tres veces. Las pláticas con Leñero estaban llenas de coincidencias, pero también de diferencias a veces abismales. Se decía asombrado por lo que llamaba mi radicalismo en contra de la Iglesia. ¿Sabes que me llamaba mucho la atención de él? Que leía a los jóvenes. Yo no he logrado ponerlo en práctica del todo, pero me parece fundamental. La verdad es que estoy un poco harto de la novela del narcotráfico, pero he descubierto autores que me son muy importantes.

 

 

¿Podrías mencionar algunos?
Martín Solares, por ejemplo. Su novela Catorce Colmillos me gustó mucho porque le da otra dimensión a su literatura. Geney Beltrán me parece extraordinario. Adiós, Tomasa es un gran libro. Nadia Villafuerte también es buenísima. En la generación inmediatamente anterior, Rosa Beltrán y Sara Sefchovich me parecen dos autoras muy importantes.

 

FOTO: Ignacio Solares cumplió 75 años de edad este 15 de enero./ Juan Boites/ EL UNIVERSAL

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