Ignorancias y saberes en la XVII Bienal de Fotografía
POR JOSÉ ANTONIO RODRÍGUEZ
No falla. La Bienal Nacional de Fotografía sigue siendo lo mismo de siempre: una reunión de productos ínfimos y una cita para las obras de excelencia. Los primeros suelen tender una cortina de humo sobre las segundas que con todo son las que permanecen. Hace años se hablaba, desde los discursos oficiales emanados del propio Centro de la Imagen, que ésta era un termómetro de por dónde andaba la fotografía mexicana. Y en ese discurso se evitaba poner en evidencia al jurado y exhibir, digamos, sus ignorancias (Hermann Bellinghausen como jurado en la VI-94 Bienal; Aristeo Jiménez en la VII-95), sus obsesiones (la babeante Carmen Arvizu con minipenes por todos los orificios de su rostro en la VI-94; la acumulación de mocos de Mauricio Sánchez, que eran eso, puras deyecciones en la XI-04), las selecciones sólo para el círculos de cuates y/o sus ex amores (Adolfo Patiño en la VI-94) incluso sus preferencias sexuales (el premio a Pedro Slim en la VIII-97), su mal gusto (elegir a Luis Arturo Aguirre en la XV-14) y sus saberes (que se dan, contra todo).
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Toda bienal, hasta ahora, ha sido un ejemplo de las oscilaciones del gusto, de ese puñado de personajes que es el jurado. Los espectadores, entonces, se deslizan ante vacuidades y eficacias. Y ya frente a ello ni para qué preguntarse quién se inclinó en sus selecciones para qué lado. Todo el jurado aquí es responsable de lo que los públicos ven, sólo ellos. Como siempre.
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Tampoco hay que meter todo en el mismo saco. Después de que Alejandro Castellanos lo dejó en ruinas y después de que mandó por el caño la educación de la fotografía (en la segunda mitad de los noventa, hasta su llegada, no había un espacio similar para la reflexión de la cultura fotográfica), continúa adelante. Vigente y necesario como institución. A pesar de su frágil presupuesto sigue haciendo lo que le corresponde, entre otras cosas la bienal, que no es poco, incluso para mover al aletargado avispero de lo fotográfico. Que bien que le hace falta. Entonces, vayamos por partes.
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Primero los vacíos, la nadería. He ahí esas anaranjadas imágenes de Gladys Serrano, sobre gobernador de Sinaloa Mario López Valdez, el tal “Malova”, tomadas de las redes sociales, su manera kitsch de vestir, sus ostentaciones: más que algún sentido crítico estas imágenes se dejan ver como una veneración de rodillas al gober. Brenda Moreno, y sus caballitos con “memorial”, uff!; Karla González Lutteroth y “Vicente”, su padre que, en video, involuntariamente mueve las piernas y nada más; esos fueras de foco y luces atropelladas de Isolina Peralta en la serie “Punto ciego” (literal): una anciana en su transcurrir por cualquier lado, o en el absurdo que es lo mismo; Rodrigo Alcocer de Garay en su serie “Sungazing”, feísimos y vacuos paisajes salidos de You Tube, pero eso sí, bien conceptualizados: una cosa que según él “reflexiona sobre la materialidad, la suspensión/ extensión, las imágenes a escala, los dispositivos y las tipologías (¡!??)”, etcétera; Rosy González y “El poder de lo indisoluble”, esa regordeta mujer perdiendo el tiempo con frases de WhatsApp metalizadas; Sofía Ayarzagoitia en “Temo ser la dinner”, la negritud varonil con pescadito, sandías y huesos de pollo: “En este universo íntimo el proyecto explora las fronteras de la memoria, la ficción…”, híjole (Premio de adquisición, pero para la ceguera); la genitalia femenina recobrada con Katie Swietlik, sin más. Entonces, si el jurado llegó a la desmesura con el premio de adquisición, qué tal Bruno Ruíz y esa mención honorífica de “Días rojos”: una dizque videoinstalación que es una torre de pedacería de periódicos con tomas en video híper chafas, la mayor grosería aquí presentada. Y ya ni para qué mencionar a Diego Berruecos y sus gasolinazos. Y, bueno, no son todos, pero por ahí es que se deambula en la nada.
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Hay también los que se esforzaron, digamos Mauricio Palos y “La familia Hernández de Guerrero y Queens”: el trabajo migrante y la violencia; Omar Vega Macotela y las sutilezas de sus heliografías, la violencia palpable en cuadros extraídos de internet; Miguel Rodríguez Sepúlveda con imágenes de la serie “Beyond Belief”, la destrucción de billetes, que también son valores; y la otrora eficaz Adela Goldbard en “Paraalegorías” exhibiendo las fisuras (el papel-cartón) de sus efigies para exhibir la violencia, una pieza, en videoinstalación, muy endeble siempre a punto de caerse.
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Pero he ahí las excelencias. “La pirámide y sus sombra” (mención Honorífica), de Víctor Sulser, una pieza en collage, aunque pobremente presentada en repisa, como sutil ironía al poder y a un pasado que sólo sirve para auto vanagloriarse a partir de “las estructuras míticas del país”; Pavka Segura y su “Sobre la memoria y los vestigios”, frágiles identidades, la fugacidad vuelta testimonio, añejas imágenes en donde la luz no deja de emanar; o la desolación urbana y lo indigente de “Lo que nos queda” de Nahatan Navarro; Adriana Calatayud, coherente con su trayectoria en “En torno a la piel”, fragmentos inquietantes de la piel de rigidez cadavérica; Azahara Gómez con “En la playa”, ese hotel alguna vez cuartel federal en Ciudad Juárez, con habitaciones tan abandonadas como la propia ciudad; la elegancia en paráfrasis provenientes de Anna Atkins de Pancho Westendarp; el video de Jorge Scobell, la asepsia como vacío espiritual, pura desolación industrial; el gris paisaje en llamas, de la serie “Quema”, de Juan Carlos Coppel; la “Enciclopedia de la mujer”, la exquisitez de lo corporal y la madurez de Bela Limenes; el sombrío documento de la violencia en “Guerrero” de Yael Martínez; y, una pieza mayor, la de Bruno Bressani: “25 mil” del proyecto “Fractura MX”, sobre las 25 mil personas desaparecidas en el país, lo rural, la noche y lo crepuscular, vueltos metáfora de nuestras vidas, para que emerja en llamas la palabra “Desaparecidos”, un grito en la oscuridad.
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La bienales –con ruptura, como ahora se anuncia audazmente, o sin ruptura– siguen siendo sólo del jurado.
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FOTO: “25 mil”, fotografía de Bruno Bressani.
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