Imagen e inframundo
POR SAMUEL STEINBERG
Juan Rulfo sacó fotografías, y no sólo mediante su cámara. Quería iluminar todo un mundo, o más bien un inframundo, en el papel sobre el que inscribía sus visiones. Su escritura cristaliza o congela todo un juego de luz y de sombra sobre el escaso trasfondo del llano: “Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde”. No sabemos dónde están; se trata solamente de la luz de un instante, enmarcado de forma necesaria y también contingente. Cuando comenzamos a formar la imagen del relato ya han caminado horas, once horas de viaje, como sabremos al final “…sin encontrar ni una sombra de árbol”. Y así Rulfo nos lleva directamente al inframundo. Después de tantas horas la única presencia del mundo en este inframundo es inmaterial, una huella que viene con el viento: “Después de tantas horas… se oye el ladrar de los perros,” imagen que se repite en “No oyes ladrar los perros”. El ladrido es consuelo del muerto. Desde el inframundo, se presencia el sonido del mundo, o por lo menos el sonido de un mundo, al que no se puede llegar.
“Nos han dado la tierra” es el título del cuento. Según el significado más convencional que Rulfo le otorga a la palabra “tierra”, se refiere a la parcela de terreno que les ha sido prometido a los viajeros. Sin embargo, también les han dado la tierra como tal, es decir, la posibilidad de un mundo más allá del inframundo que es prometido a ese grupo. Ese mundo es sugerido por el pueblo que encuentran al final del relato. Tienen que bajar para llegar: “Conforme bajamos, la tierra se hace buena”; he aquí la invocación de una colectividad en espera de ver cumplida la cínica promesa que viene de ahí arriba. Los personajes tienen que cruzar el inframundo para llegar al mundo y a la promesa que allí nosotros esperamos. Es un “nosotros” sumamente frágil y amenazado, solamente un resto.
El cuento se ubica en un marco fotográfico pues se trata de un instante enmarcado, casi estático, después del paso de toda acción. Sucede después del encuentro de los viajeros con los oficiales, después del momento de relativa esperanza con que —nos imaginamos— emprendieron su trayectoria, después del asalto en que se les quita su carabina así como sus caballos. En el momento del cuento, la larga caminata que constituye el presente de su narración, ya están cansados: “No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor”. Los protagonistas tienen que aferrarse a la esperanza del viento: esperanza inmaterial, implícita, de escasa presencia y precaria fuerza. “Pero sí, hay algo”, tiene que pensar el narrador, “Hay un pueblo”. ¿Cómo sabemos o por qué creemos que lo hay? Repite el narrador, parcialmente, la primera frase del cuento: “Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza”. Esta repetición casi anafórica —la insistencia en cómo se oye “el ladrar de los perros” o “que ladran los perros”— le impone cierta pasividad a la frase, pasividad que se intensifica mediante la insistencia en el “se” pasivo. Esta inmovilidad, por así decirlo, caracteriza el recuento de los viajeros: alguien habla, un alguien que no tiene nombre, por lo menos a la hora de invocarlo. Finalmente clarifica, a modo de enumerar los viajeros que permanecen, que “Ese alguien es Melitón”.
La lluvia figura su situación: “Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas”. La pesadez de la metáfora confronta la pesadez de la repetición para subrayar la insuficiencia del material que se narra. El narrador describe la experiencia de ver el llano y es un poco como leer sobre ello: “Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano… Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”. No permite imagen posible, no permite destacar o resaltar nada.
El giro que le da el cuento a su propio título es que la tierra que nos han dado es el Llano ardiente mismo, es decir, el terreno titular del libro de Rulfo. Porque aquí quizá tiene más sentido decirle simplemente libro: no es realmente una novela pero tampoco es una colección de cuentos tal cual. Un solo protagonista recorre sus páginas, a veces sin que se le nombre ni aparezca: el Llano. Se le dice en algún momento “este comal acalorado”; la “a” de “acalorado” casi se suma a la “l” de “comal” de modo que se nombra entrelíneas, fantasmalmente, el inframundo con su nombre proprio: Comala. Dijo alguna vez Carlos Monsiváis que El llano en llamas era “un desfile monstruoso”, y lo es: desfile a través del llano, a través de ese comala (calorado) que sirve de medio si no de verdadero protagonista de la obra rulfiana. Es la superficie que bajo distintos nombres y con diversas características (o con ninguna) la constituye como obra. Se podría decir, incluso, que en ese tipo de repetición se refleja la crítica política que arma Rulfo. Como dicen los oficiales sin rostro de “Nos han dado la tierra”: “Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra”. Entre el latifundio y el Gobierno el espacio es llano, poca modificación aparte de la onomástica en donde “Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”. Es decir, no hay imagen visible de la ruptura histórica que promete la Revolución y tampoco hay fotografía posible del llano pues su olímpica repetición reta la pretensión fotográfica de la singularidad. La regla del cuento es igual a la perseverancia del llano: repetir, volver a hacer, seguir hasta el encuentro, siempre perdido, con algo que no sea el llano, con algo que modifique o que derrote su perseverancia: “Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió”. La esperanza de lluvia, incluso, es equivocada y anuncia el encuentro perdido del final, mera repetición de tanto encuentro perdido: “Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba”.
*Fotografía: Juan Rulfo, autor que nos lleva al inframundo/ARCHIVO EL UNIVERSAL.