Inés de Castro: reinar después de morir
ALMA MIRANDA
En el ámbito mexicano, la historia de Inés de Castro es hoy patrimonio de un selecto grupo constituido por especialistas en la literatura española del Siglo de Oro y estudiantes de letras portuguesas. Sin embargo, a partir del siglo XVII, en Europa, el personaje de Inés de Castro fue muy popular y protagonizó numerosas obras artísticas. Era un punto de referencia del choque de dos fuerzas poderosísimas e inconciliables: el poder y el amor. El origen de esta fama vivió dos momentos fundamentales: la construcción literaria del personaje en el Portugal del siglo XVI y la difusión fuera de la península ibérica, mediante las tragedias españolas del XVII. Pero la historia comenzó fuera de la literatura, en Coímbra, en el siglo XIV.
La historia
Durante su reinado, Alfonso IV de Portugal convino las nupcias de su heredero, Pedro, con doña Blanca, prima del rey Alfonso XI de Castilla. Sin embargo, según el eufemismo de Rui de Pina, cronista portugués del XVI, una “quiebra” en el “natural entendimiento” de la novia orilló a Pedro a pedir la anulación del matrimonio. El azar llevó entonces a que Constanza Manuel, hija del famoso autor Don Juan Manuel, se casara por poderes con Pedro. Cuando finalmente llegó a Portugal, en su séquito iba una dama gallega quien, aunque hija de un noble, había sido concebida de manera ilegítima: era Inés de Castro. Así, al mismo tiempo que Pedro conocía a su esposa, también miraba por primera vez a la mujer que se volvería su concubina y con la que tendría tres hijos.
¿Era Inés hermosa, astuta, virtuosa o manipuladora? ¿Era el príncipe un amante apasionado, impetuoso o cortés? No lo sabemos. Hay demasiados huecos en esta historia porque la crónica de Fernão Lopes sobre el reinado de Alfonso IV se perdió. Sabemos sí, que Inés fue degollada en enero de 1355 por órdenes del monarca. Sus consejeros Pero Coelho, Álvaro Gonçalves y Diogo Lopes Pacheco habían recomendado la muerte de Inés, haciéndole ver al monarca el peligro en que se encontraba don Fernando, el único hijo legítimo de Pedro y Constanza, muerta tras el parto. Don Fernando era muy menor y estaba rodeado de los familiares de Inés, que aumentaban cada día su presencia en la corte portuguesa. La muerte de Inés tuvo lugar mientras don Pedro se hallaba lejos de Coímbra, donde ella vivía.
Pedro I asumió la Corona en 1357, pero poco más de dos años después anunció que se había casado en secreto con Castro tras quedar viudo de Constanza; solicitó que ese matrimonio fuera legalmente reconocido, aunque quienes podían avalar el dicho tuvieron serias dudas porque ni don Pedro ni los supuestos testigos recordaban la fecha de la boda. Después el rey le pidió a su sobrino Pedro I de Castilla que le entregara a los tres consejeros de su padre, que se habían refugiado en España para protegerse de la venganza. Su sobrino accedió, pidiéndole a cambio a dos castellanos refugiados en Portugal. Lopes Pacheco fue alertado y logró huir, pero cuando los otros dos llegaron a Portugal, el monarca mandó que les arrancaran el corazón como castigo. Por último, hizo trasladar con solemnidad los restos de Inés a unos túmulos que mandó construir en el monasterio de Alcobaza.
Al final de su crónica sobre Pedro I, Fernão Lopes comenta que semejante amor como el que Pedro por Inés raramente lo había encontrado y que esos amores eran más parecidos a los “compuestos”, es decir, literarios, que a los reales. Por eso le parece que esta historia sería parecida a las de Ariadna y Teseo o Dido y Eneas, en una clara alusión a Ovidio.
El salto a la literatura
A pesar de la fina observación de Lopes, no fue sino hasta el siglo XVI cuando poetas, dramaturgos y cronistas portugueses revitalizaron la figura de Inés de Castro: Rui de Pina, Cristóvão Rodrigues Acenheiro, Garcia de Resende, António Ferreira y, un poco más tarde, Luís de Camões. Estos autores le brindan al personaje de Inés belleza física, delicadeza, virtuosismo, vulnerabilidad. Los autores fraguan como momento cúspide de la historia una invención: una entrevista entre el rey Alfonso IV e Inés, pero es prácticamente imposible saber si el pasaje emigró de la crónica a la poesía o viceversa. Rodrigues Acenheiro no sólo refiere la entrevista en estilo indirecto, sino que le da a Inés una voz y unas palabras cuyo sentido no va a desaparecer jamás:
“Ella con mucha piedad, con dos nietos pequeñitos, transfigurada de muerte, se puso de rodillas delante y dijo: —Señor, ¿por qué me quieres matar sin motivo? Vuestro hijo es príncipe, a quien yo no podía ni puedo desobedecer; tened piedad de mí, que soy mujer; no me mates sin causa. Y si no tenéis piedad de mí, tenedla de vuestros nietos, sangre vuestra”.
Hoy en día, cuando la monarquía ocupa más espacios en la prensa rosa, lo que plantea la historia de Inés puede resultar incomprensible. Pero en el pasaje citado queda muy clara la relación que en esa época se establecía entre las personas y las funciones que, idealmente, debían ejercer. Inés era vasalla: debía obedecer; era mujer: se le debía proteger. El rey debía impartir justicia y protección. El momento es significativo porque estaban al mismo tiempo el personaje más poderoso y el más vulnerable. Los autores del XVI le dan más peso a la reflexión en torno al poder que a la exploración sobre el amor. La pasión del príncipe es una debilidad y detonante de un conflicto. Es motivo de censura.
Por eso las tragedias tenían una finalidad didáctica y estuvieron pensadas para un público muy específico: la corte y sus allegados. Con el ejemplo negativo, se enseñaba cómo los nobles podían suscitar graves conflictos si cedían a sus pasiones. El príncipe era el causante de un desastre pues ponía al rey en una disyuntiva: perdonar o no a una inocente. En Portugal hubo dos versiones: Tragedia muy sentida e elegante de dona Inés de Castro (1587) y Castro (1598), de António Ferreira, versión perfeccionada de la anterior. De la mano de la primera versión portuguesa Inés de Castro llegó a la lengua española, pues el fraile Jerónimo Bermúdez tradujo la pieza. Tituló a su versión Nise lastimosa y de paso escribió una tragedia complementaria, Nise laureada, en la que dramatizaba la venganza de don Pedro. Bermúdez nunca afirmó que la primera tragedia era una traducción, lo cual originó que durante los siglos XIX y XX los estudiosos llenaran páginas y páginas con filosas polémicas sobre la autoría original.
Los autores que trataron la muerte de Castro optaron por presentar un rey piadoso que se conmueve con las lágrimas: “Tengo miedo de dejar nombre de injusto”.
Los subalternos de los reyes representan la razón y expresan lo que se espera que hagan los hombres de la nobleza. El secretario repite continuamente al príncipe: “Un príncipe antes/ ha de ser espíritu insigne/ dechado de justicia y de templanza”. Los consejeros del rey saben ser hombres de Estado, como Pacheco, que le declara al monarca vacilante: “Sobre nosotros descarga ese peso,/ yo asumo mi parte, o asumo todo”.
El fraile gallego es también el responsable de que se tome como verdadero un supuesto besamanos y coronación post mortem, que no tienen ningún fundamento en las crónicas medievales. Hasta que no haya un testimonio fiable de la época, más bien se trata de una exageración del traslado solemne de los restos de Castro a su túmulo.
Los Lusíadas de Luís de Camões aportó el epíteto con el que aún se le llama a Castro en Portugal: linda Inés. Camões explica la muerte de Castro como resultado de las falsas y feroces razones del pueblo, que finalmente persuade al monarca de que Inés debe morir. Ésta, “como paciente y mansa oveja”, se ofrece en sacrificio.
De España a la fama europea
Durante el XVII hubo dos tragedias sobre el tema en España y ambas fueron determinantes para la fama europea que alcanzó Inés de Castro: la Tragedia de doña Inés de Castro, reina de Portugal, de Mexía de la Cerda, autor conocido prácticamente sólo por esta obra, y Reinar después de morir, de Luis Vélez de Guevara, la gran tragedia ibérica en torno a Inés de Castro. La primera es importante porque representa el ingreso de la historia de Inés al formato de teatro que había introducido con éxito total Lope de Vega. Mientras las tragedias del XVI estaban pensadas para ese público escaso al que se pretendía impartir una lección moral —tenían cinco actos, pocos personajes, lenguaje solemne y acciones casi ausentes—, Lope y su escuela escribían para las masas impacientes por entretenerse. El público del corral, como se llamaban los teatros de la época, podía lanzar no sólo comentarios a los actores sino objetos al escenario si la acción era aburrida. Este público veía obras configuradas en tres actos, con una mayor gama de personajes y escuchaba una variedad de tonos y tipos de habla, de tal modo que en una misma escena podían coexistir los parlamentos elevados y de altos vuelos poéticos con expresiones rústicas, jocosas e incluso groseras.
En este contexto, la tragedia de Mexía de la Cerda resulta una propuesta barroquísima que apunta a la crítica de la vida en la corte e idealiza la vida del campo. Inés muere por la perversión cortesana encarnada en el personaje de don Rodrigo: un hipócrita e intrigante que, al verse rechazado por Castro, jura venganza; Don Pedro es un amante inconsistente, como vasallo del rey es desobediente, es un mal hijo y un mal padre; el rey es manipulable e Inés no cuaja como protagonista porque muere al término del segundo acto para aparecer como fantasma en el tercero. Así como en esta época existían las ensaladas poéticas, la obra de Mexía se nos figura una ensalada dramática, porque además intervienen tres pastores con los que se da la crítica política, o bien el humor basado en la ridiculización. La tragedia incluye, además de la muerte de Inés, la de don Rodrigo a manos de un hijo de Castro, en el escenario. Mexía lo que hace es fundir las Nises de Jerónimo Bermúdez y añadir personajes, escenas y acciones para provocar asombro en el espectador. El final incluye los detalles macabros del besamanos al cadáver y su coronación.
Pero con Vélez de Guevara la historia de Inés conoció la gloria y trascendió a otras lenguas y géneros literarios. Esto se debió al genio dramático y a la belleza del verso. Vélez logró equilibrar la razón de estado con la razón de amor. Consigue que el público vea y oiga el sufrimiento no sólo de Inés sino de todos los personajes: del rey por tener que decidir la muerte de Castro; de los amantes, porque esta vez Vélez hace que el público sea testigo del amor profundo que se profesan como esposos, pues se casaron en secreto. Inés emerge con una poderosa delicadeza. Sin resultar soberbia, se defiende con dignidad ante los intentos de humillación, pero también conmueve con sus súplicas. El rey, a pesar del profundo afecto que Inés le inspira, acata la voluntad de su pueblo y la condena a muerte. Una idealización de la monarquía, sin duda.
Cuando Inés de Castro traspasó las fronteras geográficas, genéricas y lingüísticas volvió a sufrir transformaciones, algunas de ellas difíciles de relacionar con los testimonios ibéricos, como la Agnes de Castro de la inglesa Catharine Trotter, cuya Inés rechaza a don Pedro y parece enamorada de Constanza, por lo cual esta obra se estudia mucho desde las teorías queer.
A fines del XVIII la historia de Vélez se ha consolidado tanto que soporta burlas, como lo testimonian tres versiones de un sainete paródico. Inesilla la del Pinto, sainete de Ramón de la Cruz, ya es una versión con ecos de estas versiones paródicas con invenciones y modificaciones. En lengua española, habrá que esperar a Corona de amor y muerte (1955), de Alejandro Casona, para volver a tener una versión de alto aliento. Entre Casona y Vélez de Guevara hubo nuevas tragedias, entre las que destaca La Reine morte, de Henry de Montherlant (1942). Pero a partir de las obras españolas, sobre Inés hay más poemas, cantatas, danzas, reelaboraciones de las tragedias o de los poemas del XVI y XVII, traducciones, glosas, novelas, dramas musicales, óperas, en inglés, italiano, francés, alemán, checo, español y portugués. Además de películas, lecturas radiofónicas dramatizadas (Alemania) e incluso un pasodoble de Pepe del Valle que cantó Carmen Morell (1947). Tal fue la fama de Inés de Castro, quien sin duda, reinó después de morir.
*Fotografía: Túmulo de Inés de Castro y el rey Pedro I en el monasterio de Alcabaza. / ESPECIAL
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