Introducción a Alfonso Berardinelli
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
La obra del gran crítico italiano Alfonso Berardinelli (Roma, 1943), vasta e influyente, es poco conocida en lengua española, lo cual no es extraño. A los críticos literarios, obligados a cultivar en principio, y a veces a lo largo de toda una vida, sus literaturas nacionales, les cuesta viajar. Inclusive, quienes como Valery Larbaud o Ernst Robert Curtius, se dedicaron, hace ya un siglo, a la literatura mundial, sin despreciar –antes al contrario– a las letras escritas en español en ambas orillas del Atlántico, se editan poco fuera de Francia o Alemania y a menudo deben su sobrevivencia en el mapa, allá, a la gratitud de aquellos a quienes ellos leyeron en otras lenguas. En fin, que de Berardinelli se ha publicado en alguna ciudad española –en Ediciones del Salmón (2015)– una menuda recopilación, El intelectual es un misántropo, con un epílogo del parisino Jean-Marc Mandosio, autor de un panfleto contra Foucault.
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Berardinelli, célebre por haber abandonado su cátedra en la Universidad de Venecia en 1995 al decidir, tras leer un fragmento de Kierkegaard, que era indigno de enseñar literatura moderna a sus bien amados estudiantes, no sólo ha seguido las letras italianas contemporáneas, sino es autor de una teoría de los intelectuales, a su manera weberiana y uno de los pocos críticos que se atreven a poner rayas en el árbol del tiempo. La modernidad terminó hace mucho, dejando tareas incumplidas, como el drama social –motivo de preocupación de un Berardinelli– de los inmigrantes, acogidos en Europa sólo para ser arrojados a su condición de un reeditado, aunque clásico, proletariado. Pero no sólo ésta finalizó, según leo en Non è una questione politica (2017), sino la posmodernidad misma se esfumó tiempo atrás. Estamos en lo que Berardinelli llama la Era de las Mutaciones.
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El intelectual es un misántropo comienza con una autoentrevista donde afirma, como aperitivo, que sólo Sócrates y Cia., los súper filósofos, los über-Philosophen, tienen tiempo para conocerse a sí mismos pues los demás jamás encontramos verdaderos motivos para ello, preocupados de nuestra apariencia y de cómo salir adelante. Berardinelli es un escéptico atormentado por la prisa. Precisamente con el género filosófico empieza su taxonomía de los intelectuales, pues divididos están los filósofos entre los Neoantiguos del linaje heideggeriano para los cuales hemos sido expulsados del canon helénico y deberíamos volver a él, y los Absolutamente Modernos, los neokantianos, analíticos, postpositivistas y sus derivados tecnocráticos, de origen, ya remoto, en Witt-genstein.
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Las clasificaciones del intelectual, ya se sabe, siempre son autodefiniciones y Berardinelli no evade el problema, descartando las de Gramsci, Ortega y Gasset, Benda y Brecht, definiéndose (club de una sola persona donde sólo se admite, en calidad de compañía, a los ancestros) como un intelectual de los que no toman partido –porque lo tomó de manera militante durante los años sesenta y setenta–, descreyendo de declararse indignado un día sí y otro también. Hacerlo, arguye, militariza la mente y la anquilosa para darle la razón, aunque sea de vez en cuando, al adversario. A Berardinelli le dan tirria, por su “conciencia ubicua”, los BHL y los Christopher Hitchens, quienes “vigilan todos los conflictos del planeta, que se desplazan de una punta del mundo a otra volando como espíritus puros y enseñándonos de un día para otro qué sucede ‘de verdad’ y qué debemos pensar y hacer”.
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Prefiere Berardinelli el esquema trinitario para clasificar al intelectual como Metafísico, Técnico y Crítico. Desterrados por la Ilustración y el cientificismo, tras la Enciclopedia, Comte, Marx y Freud, pero primero Nietzsche, con su destrucción metafísica de la metafísica y con las vanguardias del siglo XX, develadoras de lo muy antimodernos que eran los modernos, los metafísicos regresaron. Ese regreso de los brujos, tuvo por gurú, en la derecha, a Heidegger y tras él a Guénon y a Eliade; en la izquierda, metafísicos fueron Foucault y Derrida. Los primeros, desterrado Dios, se consolaron con el Ser y la Tradición, mientras los segundos buscaron, con la ayuda del marxismo apocalíptico, al Nuevo Hombre y dentro de ese subgénero, en Italia, Berardinelli, coloca lo mismo a Agamben que a Calasso.
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Entre los Metafísicos y los Técnicos causa particular enfado clasificar, en El intelectual es un misántropo, a los místicos de la Revolución, necesitados de una técnica para la reingeniería social, pero excitadísimos gracias a los efluvios de la Apocatástasis, restauración del orden divino. Y Técnicos son, para nuestra sorpresa, intelectuales como Joyce, Paul Valéry o Breton, pues la vanguardia, era apocalíptica pero ansiaba la experimentación, para la cual se requiere método. (Subrayo, para el recuerdo del finado Sergio Pitol: el crítico italiano asevera lo escasamente vanguardistas que fueron los clásicos de la modernidad en el siglo XX, como lo afirmaba, también, el novelista mexicano).
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Sin pudor, Berardinelli se autoclasifica entre los Intelectuales Críticos, que “son y se reconocen como individuos a disgusto, llenos de dudas, sin poder, y a menudo con la sensación de estar solos”, ansiosos de soledad, como lo estuvieron Montaigne y Kierkegaard. Reconocer a un intelectual de esa categoría es fácil: dentro de los parámetros ideológicos del siglo XX son aquellos a quienes cuesta situar en la izquierda o en la derecha, como Pascal, Ruskin, Baudelaire, Karl Kraus, Orwell o Simone Weil. En ese club, presidido sin duda alguna por Leopardi, el náufrago romántico rescatado por nuestro siglo, se reconoce quien aclara que el misántropo no sólo es un individuo inclasificable, ajeno hasta a su propia teoría (la de Berardinelli), sino una persona que lejos de odiar al hombre o a la humanidad en abstracto, descree, justamente, del hombre como animal social, creatura del rebaño, obediente de grado o de fuerza.
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Alcestes y Hamlet serían las referencias teologales del intelectual como misántropo. Y a su vez, concluye el taxonomista, hay tres familias de misántropos (la de Kierkegaard, la de Baudelaire y la de Tolstói, es decir, la cristiana, la antimoderna y la filistea –este último calificativo va por mi cuenta). El misántropo, finalmente, no le sirve para gran cosa a la humanidad. Contra lo que creen otros críticos italianos (como Claudia Benedetti que los opone en un opúsculo de 1998), tan misántropo fue Pasolini –cuya alarmada crítica del “neototalitarismo capitalista” de poco sirvió– que el “sonriente, afable y tranquilizador” Italo Calvino, cuyas novelas sólo pudieron ser escritas por quien, nostálgico del futuro, estuvo convencido de que las únicas ciudades habitables son las invisibles.
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La teoría social, afirma Berardinelli, fue hasta el siglo XVIII, a su manera misantrópica, con Hobbes y Rousseau, aunque a uno le pareciera benéfica la coerción y al otro no. El Progreso, la fe que sigue moviendo al planeta, por más reparos antepuestos en la calle y en la academia, acabó de ser sintetizado por Marx, quien incomoda a Berardinelli. Viniendo de la izquierda, presenta en su contra un viejo argumento conservador, lo cual a su vez torna al crítico, como buen misántropo, en inclasificable. “El progresismo científico–revolucionario de Marx”, asegura Berardinelli, “era una versión disfrazada, pedagógicamente corregida a favor de los obreros, del progresismo fisiológico del capital. Regresará si acaso episódicamente y con formas nuevas la vieja ambivalencia de la forma mentis marxista: un violento amor–odio por el capitalismo como única y verdadera forma de modernidad”.
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Autor junto con Piergiorgio Bellochio de una mítica revista a cuatro manos llamada Diario (1985-1993) y de una crítica literaria sembrada de aforismos, Alfonso Berardinelli ha estudiado sobre todo las relaciones oscuras entre la prosa y la poesía (La poesia verso la prosa: controversie sulla lirica moderna, 1993). En sus aforismos, me adelanto, este misántropo enemigo del Progreso se subleva contra toda utopía tecnológica osando ofrecer la posibilidad de un nuevo ser humano. Él mismo se considera un anacronismo y ama, en el hombre, lo que preserva, contra viento y marea, de anacrónico.
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Foto: El crítico literario italiano Alfonso Berardinelli, autor de El intelectual es un misántropo. / Especial
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