Ioana Uricaru y la femignominia migratoria

Ago 10 • destacamos, Miradas, Pantallas • 3094 Views • No hay comentarios en Ioana Uricaru y la femignominia migratoria

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La migración es y será el tema preponderante de las artes en años venideros; esta cinta retrata la vida una mujer migrante que encontrará en su nuevo hogar y país, la violencia natural de una cultura ajena que la rechaza

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POR JORGE AYALA BLANCO 

En Limonada (Lemonade, Rumania-Canadá-Alemania-Suecia, 2018), socavador debut de la bioquímica rumana en Cluj nacida y en la Universidad del Sur de California cinematográficamente formada de 47 años Ioana Uricaru (cortos Escala 10 y El testigo 12, y un segmento de Historias de la edad de oro 09), con guión suyo y de Tatiana Ionascu, la apacible enfermera treintona rumana ahora inmigrante a medias y exmadre soltera Mara (Malina Manovici tan admirablemente sobria como en Graduación de Mungiu 16) tiene al parecer todo muy bien montado para ganar la green card que le permita residir en EU, ya que no ha necesitado emplearse de sirvienta como su solidaria amiga paisana todoaceptante Aniko (Ruxandra Maniu pícnica) y, a punto de vencérsele la visa, se ha casado con el buenaonda paciente jardinero accidentado Daniel (Dylan Smith barbón) a quien aún le hace diálisis por las noches antes de satisfacerlo eróticamente a pesar de problemas de erección, y su brillante hijito de ocho años recién llegado al país Dragos (Milan Hurduc) se ve dispuesto a adaptarse a la nueva situación, pero de repente todo se le viene abajo a la cada vez más infeliz mujer, a causa de los continuos abusos del poder que va a padecer en el proceso del permiso de residencia, ya entrevistos en las arbitrarias vacunas que le inyectan a la brava durante la revisión médica obligatoria, pues es acusada de abandono de infante por encargar su hijo a la carrera, es obligada a masturbar en un auto al chantajista agente migratorio Moji (Steve Bacic) que la ha cachado en una mentira legal, recibe la pésima noticia de que su marido no percibirá la cuantiosa indemnización por accidente con la que pensaban hacerse de un depto y, aunque recoge el dinero de la venta de su casa rumana y el pequeño Dragos consigue ingresar en la escuela especial de la profesora Muriel (Lisa Browyn Moore), es golpeada brutalmente por el obtusomachista marido furioso al enterarse de lo sucedido y debe refugiarse con su vástago en casa de la amiga, antes de recurrir a los perversos oficios del abogángster serbio simulando ser bosnio (Goran Radakovic) para tenderle una celada al agente migratorio que la ha citado en un motel con el objeto de gozar de sus servicios sexuales forzosos, pero la mujer no conseguirá grabar la escena al querer contar con pruebas a su favor y deberá recurrir a una medida desesperada para lograr permanecer a pesar de su condición ilustradora de la femignominia migratoria.

La femignominia migratoria denuncia de manera enconada, muy intensa y vivencial, desde la perspectiva de los desdichados inmigrantes en el territorio ajeno, el abuso del poder estadounidense, enfocándolo como una condición-idea que todo lo corrompe, corrompe la posibilidad de mantener una postura digna, corrompe los afectos y la continuidad de las relaciones (incluso con la patria y la madre distante), corrompe los sentimientos y la sensualidad, corrompe los arcanos femeninos y el deseo esencial, corrompe el silencio y la crueldad que engendra y lo engendra, corrompe el fantasmagórico sueño de la libertad personal siempre en un horizonte tan inalcanzable como ese depto con piscina integrada que encanta a Mara y a su hijo de pronto conscientes y conformes con su sitio en la sociedad y lo real enajenantes aunque inmediatos, corrompe la esperanza y su pasión latente/virulenta en contra de sí misma, corrompe en fin hasta la prisión invisible donde “se pudren las manzanas antes del desastre”: Gloria Gervitz en su poemario ad hoc Migraciones).

La femignominia migratoria se autoimpone la dolorosa penitencia de permanecer impávida mientras las implacables vejaciones materiales y morales ocurren ante la mayor de las soledades inermes y miserables de esa extranjera desmoronada y poco a poco carente de sentido hasta para sí misma, porque así lo han decidido los planos fijos a menudo secuenciales (de a plano sintético por acción) en donde las atrocidades deben ocurrir por elipsis, sea por corte o sea en el espacio en off contiguo (en el auto de la alevosía degradante, en el ámbito cerrado, en la semioscuridad), pero siempre desde el punto de vista de la víctima que las sufre, con antiglamurosa fotografía de Friede Clausz, tajante edición sin florituras de Mircea Olteanu y falsamente apacible música de Oliver Alary sembrada sotto voce de bilingües canciones mercantiles, exacto el estilo del desarmante realismo cotidiano a la rumana actual cuyo condolido cultivador máximo Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días 07, la citada Graduación) ha producido la cinta, corroborando que viaja y arraiga bien su sordo carácter desasosegante y paradójicamente reflexivo/antirreflexivo anterior a la rebelión triunfal y al lamento.

La femignominia migratoria plantea así y se aferra a las pulsiones contradictorias del querer quedarse en un próspero país casi concentracionario al que se admira y odia infinitamente a la vez, pero con esa sensación de infinito que nace de la experiencia viva, de impulsos y sacudimientos limitados, aunque ahora desde “una perspectiva ilimitada de renovación”, en virtud de que “su camino es diferente, obedece a la angustia y ésta le ordena que se pierda, sin que esta pérdida sea compensada por ningún valor positivo”, diría el temprano Maurice Blanchot de Falsos pasos, acaso tan falsos como los que traza el derrotero existencial de esa deleznada y desamparada Mara amparando a su hijo.

Y la femignominia migratoria no puede entonces culminar en el patetismo del drama o el melodrama, sino en un fenómeno de ruptura, acorde con la experiencia de la violencia vacía de la heroína, convertida en traidora ética y moral de sus propios afectos e imposibilidades, aprovechando los golpes cosechados en su matrimonio y demandando para ganar tres años de residencia por maltrato doméstico y convirtiéndose en esa sirvienta cuya imagen repudiaba pero hoy abraza en un espacio en off que conecta con la indignidad y la magnificencia degradada.

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