Dos cuentos del noreste mexicano
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Los ritos de iniciación pueden ser los más convencionales, como el conocimiento del deseo sexual, hasta el rescate de un lugar sagrado para patear el balón con la tribu
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POR ISADORA MONTELONGO
El hombre de la casa
Era diciembre cuando papá se fue de casa; viste cómo mamá se contuvo de llorar, mientras te sonreía dulcemente y te decía: te has hecho un hombre a los ocho años. Pero uno que aún tiene videojuegos, pensabas.
A pesar de eso, aún despiertas a las seis de la mañana, con el recuerdo de la última carrera que ganaste con un deportivo rojo, la pelea callejera donde te salió un fuego azul de las manos y el incomparable mundo de fontaneros, monedas y hongos, que probablemente puedas olvidar porque ya eres un hombre, quien ayuda a mamá y a sus hermanos menores a ir y venir de la escuela.
Llegas a casa de la abuela, porque mamá ha ido a trabajar, ella dice que a veces eres una carga; lo pasas mal cuando la escuchas. Pero todo cambia cuando Ika llega a casa, vestida con ese uniforme a cuadros, las calcetas hasta las rodillas, y su cabello negro y corto, te saluda con un beso en la mejilla y aspiras ese aroma tan cándido que piensas en rosados algodones de azúcar y en la velocidad turbo en la que late tu corazón. Acaricia a Mango, su gato negro consentido y te intercala en la conversación. Le agradas, dice, mientras te sonríe con esos labios color fresa y sus hoyuelos divertidos. Sonríes a medias disimulando que brincas de gusto por dentro. Se expanden tus pupilas y compara tus ojos tan grandes con los de Mango. Eres como un gato, te dice, y pasa su pequeña y suave mano aperlada por tu rostro; casi mueres con esa caricia, te ha disparado un rayo rojo que proviene de esas técnicas de luchas orientales. Ves platicarle a Mango sobre química y la limpieza de los pelos de gato. Te sientes un hongo como los de Mario Bros, paralizado y sin conversación. Te pregunta si has acabado tus deberes. Se te ocurre tener problemas con la química y biología, sabes que ama dar cualquier explicación al respecto y día tras día te ayuda con tu tarea. Ella se vuelve tu imposible, seis años de diferencia y es tu prima hermana. Pero ya eres un hombre, y como tal, debes aceptar esas cosas.
Has tolerado las visitas de un compañero de la escuela de tu prima, él se atraviesa peor que una enorme y dura pared de ladrillos como las del reino de Koopa. Ika y tú ya no han hecho los deberes juntos, sus idas al parque para pasear al excéntrico Mango se han reducido, ya no te cuenta de química y biología y ha dejado de intercalar y traducirte las conversaciones con el gato. Por rabiar toda una semana has olvidado el regalo de navidad y de su cumpleaños. Tu rival le ha puesto a la mascota consentida un cascabel que guarda el presente para ella: una pulsera de plata con dijes de soles y corazones. Sientes un aire frío recorrer dentro de ti, un aire como cuando pierdes la carrera de fórmula uno o te aplastan con un enorme mazo de piedra. La niña de los hoyuelos llega de la escuela y ustedes la esperan, quieres felicitarla, estar a su lado cuando la abuela los llame para encender las luces del pinito, encaramelarla con muchos abrazos y besos, sin embargo, al mismo tiempo te apena no tener un obsequio.
La mascota guarda tu regalo, dice el compañero, ella llama al gato para acariciarlo, pero como animal caprichoso, salta apresurado y sube a un nogal en el patio. ¡Mango, Mango!, grita la chica, y el pretendiente sólo hace por aventarle palos y piedras. Se molesta, y por dentro el aire frío que sentías, se vuelve una poderosa arma para saltar al tronco y subir por las ramas. No te vayas a caer, te grita. Subes y el minino avanza ramas arriba, no te has dado cuenta que escalas y escalas, tienes furia de que tu prima se fije en ti, tienes fe de alcanzar al animal, miras hacia abajo. Tu abuela está regañando a los chicos por no entrar a casa, encender las luces del pinito y partir el pastel de cumpleaños: si tu abuela te ve, es capaz de darte una paliza, y decir mientras te pega ¡Cómo es posible que siendo el hombrecito de la casa, expongas tus huesos y el ejemplo para tus hermanos!, ¿crees que tu mamá puede pagar el hospital? Entra a casa y tú te deslizas por las ramas con grandes alas y muchas vidas como las del fontanero Bros para alcanzar a Mango, lo agarras de una pata y por instinto de lanzar siempre bombas negras en tus videojuegos, lo lanzas. Miras cómo Ika infla sus mejillas y desaparecen sus divertidos hoyuelos.
Bajas rápido del árbol, sin el miedo de quebrarte los huesos o morir. El semblante molesto de ella te ha fulminado el corazón.
Entra furiosa a la casa, termina de soplar las velas sobre el pastel, y toma al pobre y lastimado Mango en sus brazos, se sienta a la mesa y ve comer a los demás bajo las luces de navidad, ignorándote como a un fantasma en el koopa castillo; desde entonces no la has visto, y tu rival ya no ha ido a visitarla. Y sabes que esas cosas pueden pasarle a cualquier hombre.
El balón con la firma del Chicharito
Mamá me dejó salir a la calle, después de rogarle por varios minutos frente a mis amigos de la cuadra. Ellos también le suplicaron por mi permiso, le dijeron que ya no había peligro, que las balaceras ya no se habían escuchado en Riberas del río y que Guadalupe ya estaba protegido con militares.
Taco, Chimo, El Tony y Pepé la convencieron y, después de abrazarme frente a ellos, me dejó salir al parque que está frente a casa, advirtiéndome:
—Nada más no se vayan a ir muy lejos, quédense donde yo los pueda mirar, ¿entendido?
—¡Sí!, —le grité y me puse los tachones para ir a jugar futbol.
Salí a toda prisa detrás de los muchachos, contento, como antes de que hubiera guerra de narcos y balaceras.
Chimo nos dijo que su hermano mayor había comprado un balón en el estadio Azteca y que se lo había firmado El Chicharito. Yo, por supuesto, como los demás, no le creí nada. Y es que el Chimo era muy presumido, envidioso y en la escuela siempre nos mentía hasta que lo ignorábamos.
—Si nos ganan al Tony y a mí, les presto el balón con la firma del Chicharito para que se tomen fotos y las suban al facebook.
—¿Y si no?
—Si no ganan, pos´ pichan las hamburguesas.
—¡Sobres!, —dije yo, mirando al Taco para que él y yo jugáramos.
Me moría por jugar. Tantos días encerrado, que olvidé todas las precauciones que mamá mencionó. Además, chance y era cierto que el Chimo nos decía la verdad y tenía un balón con la firma del Chicharito.
Pepé la hizo de árbitro, señaló las bancas anaranjadas del parque que están al lado de la leyenda escrita en cemento con el nombre de la colonia, como las dos porterías. Luego tomó una piedra donde puso la línea media de la cancha. El parque estaba solo, no como hace dos años donde la hierba de los alrededores ni siquiera crecía por tanto que la pisábamos por jugar futbol. Ni siquiera la lluvia sobre los juegos, las banquetas, las bancas y el césped, nos hacía alejarnos de nuestras tardes de juegos después de la escuela. Sólo las balas, las pistolas que escupían fuego, los militares rodeando la zona y las granadas que explotaron unas semanas antes nos habían hecho meternos todas las tardes dentro de casa, viendo la tele, checando el celular, haciendo tareas en silencio.
Extrañaba el parque, a los amigos, las tardes de una cascarita, el cielo pintado de azul, el aire raspando las mejillas al correr, los gritos de gol. Pero mi cuadra era un campo de guerra, donde no podíamos jugar como casi en todo Monterrey.
—Órale, ¿águila o sol? —preguntó Pepé al sacar una moneda de diez pesos.
—Sol —dije cuando gané y se alumbró la tarde como uno de esos días donde no existía el sonido de alguna bala que lo tocara todo.
Mamá miraba a todos lados del parque desde la ventana de la cocina. Tenía la cara mortificada llena de surcos en la frente. Yo pateaba el balón hacia la portería naranja con energía contenida. Mis pies volaban con fuerza como dientes de león en el aire, Chimo se interponía agitando su pie derecho entre el arco que hacían mis piernas. El aire arrancaba el polvo del suelo y las piedritas de la cancha se hacían temerosas hacia un lado. Pepé vio una falta de Chimo y no la marcó. Chimo me quitó el balón y Taco, atento en la portería, se lanzó tras un terrible toque del balón.
Taco tomó el balón con las manos desnudas y me lo lanzó, corrí con todas mis fuerzas dejando a Chimo a media cancha, me concentré en el centro del estómago de la pelota y la lancé con el dorso del pie directamente al espacio entre la banca naranja y el monumento de la plaza. El Tony se retorció tratando de bloquear mi tiro, hizo un movimiento estrepitoso con el cuerpo en el aire. El balón le rozó la mano con fuerza y Taco y yo gritamos: “Goooool”
Después de varios intentos, Chimo y El Tony no nos pudieron meter ningún gol. Chimo rabioso fue a su casa y trajo el mentado balón con la firma de Chicharito.
Taco, El Tony, Pepé y yo, nos acercamos al balón. La tarde nos calentó la cabeza, el aire libre que hace semanas no sentíamos tan fresco chorreándonos la cara, nos enloqueció. Primero el Taco se quiso tomar una foto con el balón, el Tony se lo arrebató y yo no perdí oportunidad de hacer lo mismo. El Chimo quiso controlar la situación y el balón fue a dar en medio de la hierba que había crecido tanto las últimas semanas, donde los militares habían reventado una camioneta, donde unos zetas se defendieron con cuernos de chivo y dos granadas tronaron parte del monumento con el nombre de la colonia.
Chimo corrió tras el balón y yo tras de él, lo rebasé y pateé el balón cuando me tomó por detrás de la camiseta. La fuerza de mi pie mandó al balón rumbo a la otra orilla, donde la yerba estalló. Sentí alfileres ardientes atravesar mi pierna, destrozándola hasta el hueso. Caí al suelo pensando que ya no me levantaría más. Mamá salió tras el estallido de una granada que los militares no rastrearon y dejaron tirada en la hierba. Chimo salió herido de la espalda, como si un gato gigante se la hubiera hecho tiras de espagueti. El balón se deshizo como todas las posibilidades de salir a correr tras él.
Mamá me prometió que cuando me recupere con mi prótesis, posiblemente pueda volver a jugar futbol.
Yo sólo lloré cuando me lo dijo.
FOTO: Un grupo de jóvenes juegan un partido de futbol en una zona antes controlada por el narcotráfico en Monterrey, Nuevo León./ Daniel Becerril Pérez