Roomies: Gershenzón e Ivánov

Jun 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 2443 Views • No hay comentarios en Roomies: Gershenzón e Ivánov

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
En la cuarta de forros de esta Correspondencia desde dos rincones de una habitación (Jus, México y Barcelona, 2018), los editores ofrecen una síntesis mejor de la que yo pudiera intentar:

 

“Las doce cartas que forman este brevísimo volumen se escribieron en el verano de 1920. Los corresponsales eran dos de los intelectuales más importantes de la Rusia presoviética. Debilitados por las privaciones de la guerra civil, fueron admitidos, por separado, en el Sanatorio para los Trabajadores de la Ciencia y las Artes, donde se les asignó el mismo cuarto. Durante los primeros días se entregaron a largas conversaciones, pero pronto descubrieron que éstas los apartaban de su obra, por lo cual decidieron continuar por escrito. El resultado fue esta correspondencia, que contiene un profundo examen del presente y el futuro de la cultura occidental.”

 

Ante la Revolución rusa y el futuro de Occidente, Gershenzón e Ivánov, firman este peculiar intercambio epistolar que “desde su primera publicación en 1921 se ha significado como uno de los mejores ejemplos de un debate de ideas. No es exagerado afirmar que su estatus en la historia cultural de Occidente ha llegado a ser legendario. No se publicaba en español desde 1933” cuando apareció en la Revista de Occidente pues no sólo Ortega y Gasset sino un selecto grupo de admiradores (sobre todo de Viacheslav Ivánov, quien murió en Roma en los primeros años de la segunda postguerra), entre los que se contaban el alemán E.R. Curtius, el italiano Papini, los franceses Du Bos, Marcel, Maritain y Buber, el filósofo judío de origen vienés, hicieron célebre este opúsculo hoy reeditado, al cual la revista italiana Il Convegno le dedicó un número especial en 1933-1934. Finalmente, a la muerte de Ivánov, Oxford también le rindió homenaje, encargándose Berlin y Bowra de publicar su postrer libro de poemas.

 

En este debate, ¿quién es Settembrini y quién es Naphta?, partiendo de la base de que ellos, en La montaña mágica, establecieron el antagonismo intelectual inevitable a la hora de pensar el siglo XX. A primera vista, el historiador judío Mijaíl Osipovich Gershenzón (1869-1925), valedor de Rousseau y amigo de los anarquistas, parecería encarnar al “progresista” y occidentalizante Settembrini, de Thomas Mann, mientras que el filósofo, poeta y crítico literario Ivánov (1866-1949), cuya posteridad ha sido más feliz que la de su roomie, convirtiéndose en una seña entre iniciados, encarnaría la desolación religiosa del eslavófilo ante la secularización occidental. Los valores de Occidente, advierte Gershenzón, se habían convertido en una auténtica carga, mientras para Ivánov, sólo la libertad de espíritu restauraría la unidad primigenia entre Dios y los hombres.

 

Pero las cosas no son tan sencillas. Acceder a la obra de Gershenzón fuera de Rusia es aún muy difícil, mientras que el nietzcheanismo cristiano (por llamarlo de alguna manera) de Ivánov puede leerse en inglés, italiano y francés, y ya tiene sus Selected Essays (2003) y una biografía de Robert Bird (The Russian Prospero: The Creative Universe of Viatcheslav Ivanov, 2006). De esta forma, al menos yo, conozco mucho más a Ivánov, uno de los grandes exégetas de Dostoievski (Dostoïevski. Tragédie, Mythe, Religion, 2000), que a Gershenzón, quien si durante el zarismo se vio privado, por ser judío, de los privilegios académicos que merecía, su inicial buena voluntad ante los bolcheviques se truncó casi de inmediato. Murió, para su fortuna, poco después.

 

Echémosle un ojo, tomadas las anteriores precauciones, a esta Correspondencia desde dos rincones de una habitación, traducida por Y. D. Pesina. El 17 de junio de 1920, le toca mover la primera pieza a Ivánov, conocido como “el magnífico” por la grandeza simbolista de su poesía y famoso por sus tertulias de los miércoles en San Petersburgo. Ivánov hace alarde de humildad cristiana y Gershenzón le responde proponiendo la tabula rasa: “que maravilloso sería sumergirme en el Leteo para que del alma se limpiase, sin dejar rastro, cualquier recuerdo de todas las religiones y los sistemas filosóficos, de todo saber, arte y poesía, y volver a la orilla desnudo, como el primer hombre, ligero y jubiloso”. Ese adanismo disgusta a Ivánov, quien le advierte, en su segunda carta, que no se puede renunciar al “simbolismo de la palabra [que] es tan claro para mí como el beso de amor buscado, porque de la abundancia del corazón habla la boca”, como dijera el apóstol Mateo. Ivánov, en todo caso, prefiere, con todo y el fardo del humanismo, “naufragar en Dios” antes que la desnudez anhelada por su compañero de habitación, quien le responde dudando que la poesía sea suficiente para “alisar en su mente los duros pliegos seculares”.

 

Gershenzón se respalda en la tradición moderna. “Mi mente”, le escribe a Ivánov, “como la de Rousseau, engendra el bienestar: la libertad absoluta, el espíritu libre de cualquier carga, la despreocupación paradisíaca. Sé demasiado y esta carga me pesa” pero no tanto como para renunciar, a su vez, a Kant y a Schopenhauer. Autocrítico, bien sabe que el fin de la Bella Época, la Gran Guerra y la Revolución rusa había disipado la “quimera secular” y “el hombre regresa a la sensación de la existencia real como un convaleciente que se recupera tras una larga enfermedad, poseído” por la angustia de una pesadilla y se pregunta si el “acervo cultural” puede soportarse sobre las espaldas. El progresista está más angustiado que Ivánov pues no tiene a Dios y éste le responde que la fe no es parte de la cultura, ni de la naturaleza, ni del amor. Rousseau fue un soñador porque renunció, según Ivánov, a la verdadera religión y sin religión todo estaría, en efecto, en decadencia. Eso le dice a Gershenzón un poeta que se batió por desligar al simbolismo ruso del decadentismo.

 

Ivánov, aunque discípulo de Vladimir Soloviov (1853-1900), no fue, debo aclararlo, el típico eslavófilo ortodoxo. En Roma, por ecumenismo, se convirtió a la Iglesia católica y gracias a (y contra de) Nietzsche encontró en Dionisio la fuente común de toda la espiritualidad cristiana, siendo Ivánov un creyente moderno, quien como crítico literario, gracias al formalismo, fue precursor de varias de las posteriores paradojas estructuralistas. Ello no pudo saberlo, en aquel sanatorio, Gershenzón, quien le contestó que la fe, es más pesada que cualquier otra forma de cultura, y él, ilustrado en la centuria que se sería recordada por sus campos de concentración y exterminio, deseaba “la libertad de conciencia y de búsqueda”, queriendo “la frescura originaria del espíritu para ir donde me plazca”, por esos senderos que a Ivánov de poco le servía recorrer otra vez. “Usted es otro doctor Fausto”, le espeta, enojado, Ivánov, irritado por el “utopismo anárquico y el nihilismo cultural” de su compañero, aún ilusionado por el ambiente de revolución que soplaba. Gershenzón, orgulloso de sentirse forastero como buen judío (pero “todos los rusos somos fugitivos”, le replica Ivánov) y siempre de buen humor, lo condena a cargar con “Egipto entero”, es decir, con todos los altares y los ídolos, con la servidumbre de siglos de cultura. Nietzsche, según Ivánov, fue un gritón. Hay que condenarlo a que murmure. Gershenzón, desde luego, prefiere a Tolstói, a quien Ivánov condenó por no superar los límites de la moral y al cual le antepuso su Dostoievski.

 

Es hora de dejar solos a nuestro par de roomies: “Y después de cenar”, le escribe Gershenzón a Ivánov, “cada uno se tumbará, en su cama, usted con una hoja de papel, yo con un librito encuadernado en piel; usted recitará para mí su traducción del Purgatorio, fruto del trabajo matutino, yo iré comprobando y discutiendo.”

 

Soy crítico literario, es deci,r un ser que no piensa con cabeza propia; por mi mente danzan y gritan los prejuicios venturosamente sembrados, durante cada cosecha, por otros críticos. Me he alimentado tanto como he podido de Viacheslav Ivánov. Ojalá pueda hacerlo, algún día, también de los libros de Gershenzón.

 

FOTO: Vyacheslav Ivánov./Especial

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