Jack Kerouac: encarnando la literatura universal
En el centenario del escritor estadounidense Jack Kerouac (12 de marzo de 1922), exponente de la generación beat, este artículo descifra su constelación literaria, entre quienes figuran Dostoievski, Joyce y Proust. Su novela En el camino es descrita como un performance por ser escrita casi de forma ininterrumpida a lo largo de tres semanas
POR JOSÉ HOMERO
But I ain’t going down that long and lonesome road —all by myself.
On the Road Again,
Floyd Jones
La literatura es también una comedia de malentendidos. Autores que urden una obra con la noción de un lector ideal, que transcurre su vida sin vislumbrar encarnaciones de ese modelo; y autores que alcanzan notoriedad entre un público tan ajeno que ni entiende ni percibe los valores de su obra y en cambio los pervierten. Jack Kerouac constituye un ejemplo trágico de ambos casos. Primero padeció la ordalía editorial: rechazaban sus manuscritos o condicionaban su publicación al sometimiento de esa suerte de traje y corbata burocráticos que es la corrección preceptiva que mella todo ímpetu original, toda insolencia de estilo y uniforma puntuación y sintaxis. Y cuando, tras casi una década de frustración, una editorial aceptó sus condiciones, En el camino sólo mereció incomprensión. Primero del estrato intelectual, que alarmado de que un palurdo entrara a sus recintos centenarios reaccionó con un rotundo portazo; y enseguida, de quienes tomaron la carretera adoptando el libro como evangelio que conminaba a la aventura y el exceso. Ni unos ni otros comprendieron ni los impulsos ni los propósitos de este escritor memorioso que tempranamente descubrió que viviría para escribir y escribiría su vida.
En una entrevista con The Paris Review, Kerouac confesó el descubrimiento de su voz mediante la lectura de una carta de Neal Cassady —la legendaria “carta sobre Joan Anderson”—, pero asimismo indicó “la advertencia de Goethe, es decir la profecía de Goethe que el futuro de la literatura occidental sería de naturaleza confesional; también Dostoievski profetizó lo mismo”. La mistificación de feligreses y detractores ha impedido que Jack Kerouac sea ubicado correctamente en la galería literaria; y discernir y asentar sus correspondencias dentro de dicho corpus. Contra el prejuicio imperante, en modo alguno fue el salvaje o naif de la leyenda. Gran lector educado en sus clásicos con una visión coherente de la historia literaria, sus metas son elevadas y sus temas profundos. Renegado de la universidad, como tantos autodidactas completó su aprendizaje en las bibliotecas públicas mientras que su iniciación vanguardista la debe a mentores y amigos —la formación del gusto y de la poética de la generación beat ameritaría un ensayo en sí, baste asentar que Lucien Carr y William Burroughs asentaron los cauces—. Estas afluencias convergerían en un proyecto y una poética que si bien no registró formalmente, se refleja en cada empresa suya. La imaginación de Kerouac era ambiciosa; su ambición, cósmica, y universal en sus afluentes.
El pacto fáustico
La mención a Goethe no es casual. Tras abandonar las aulas, de regreso en su Lowell natal, leyó el Fausto. Tempranamente asumió la perspectiva global e idealista del genio de Fráncfort para recapitular la existencia; en 1946, leyó Poesía y verdad y comenzó a escribir La ciudad y el campo —donde, para remachar la filiación, uno de sus episodios remite a otro de Las cuitas del joven Werther—. La ascendencia imbuye —incluso— el descubrimiento del estilo Kerouac. Una noche a mitad de octubre de 1951, tras escuchar al saxofonista Lee Konitz, tuvo la revelación de que la espontaneidad era la meta que él perseguía en su propio arte. Y emprendió bocetos: captar con palabras la temporalidad: —“el tiempo es esencia”, diría—; y en esa asimilación de la escritura a un dibujo apresurado, impresionista, del mundo sensorial también confluían las enseñanzas de Goethe, según confesaría a Allen Ginsberg en una carta. Más que ningún otro, Goethe sería su auténtico héroe, al punto que sus climas son reconocibles en Doctor Sax, uno de cuyos personajes se llama Faustus.
Sí, se equivoca el creyente del mito del escritor salvaje, irracional y totalmente emocional, pero el propio Jack propició estos malentendidos cuando insistió en la espontaneidad de su prosa. ¿Angustia de las influencias? ¿Deliberadamente intentó borrar las trazas de las presencias fantasmales que no tan tenuemente deambulan por sus libros? No. El problema radica —más bien— en que se equipara espontaneidad con analfabetismo lector y técnica rudimentaria, lo cual Kerouac nunca predicó. Politeísta literario, sus lecturas clásicas incluyen, además de Goethe, a Cervantes, Shakespeare, William Blake, Balzac, Herman Melville y Dostoievski; de la herejía moderna, fue devoto de Thomas Wolfe, William Saroyan, Thomas Mann, Louis-Ferdinand Céline, Franz Kafka, William Carlos Williams. Su concepción vital dimana, en cambio, de La decadencia de Occidente —un ensayo que parte de la dimensión faústica, cuya impronta, que es visible en la literatura, la música y la filosofía de la primera mitad del siglo XX, fuera para celebrar o rebatir su perspectiva, más profética que analítica—. El biógrafo Gerald Nicosia (Memory Babe) considera, por otra parte, que la exuberancia wagneriana, de largos periodos con abundantes cláusulas, del autor Oswald Spengler influyó en la sintaxis de Jack. Podrían efectuarse esmeradas rutinas académicas señalando las confluencias de Kerouac y sus escritores dilectos —empresa que satisfactoriamente realiza Stefano Maffina en The Role of Jack Kerouac’s Identity in the Development of his Poetics—, lo cierto es que predomina la ascendencia de los patronos modernistas, Céline incluido. Huelga precisar que Kerouac reverenció y nunca dejó de leer a Fiódor Dostoievski —el título de Los subterráneos deriva de Memorias del subsuelo— y William Shakespeare, a quien consideraba pionero de la prosa espontánea imputándole una creación cruda, sin correcciones.
La conexión Proust ha sido señalada y expuesta con profusión en los documentos relacionados indirectamente con la obra: cartas, entrevistas y por supuesto biografías. Dennis McNally (Jack Kerouac. América y la generación beat) atribuye a Neal Cassady la sugerencia de considerar En el camino como el cimiento de una saga, a semejanza de En busca del tiempo perdido —y en castellano, ¿no hay una resonancia entre sus títulos, En el camino / Por el camino de Swann, principio del ciclo proustiano?—. Kerouac remachó ese giro en la introducción de Big Sur:
Mi obra constituye un vasto libro, como el de Proust, con la diferencia de que mis remembranzas fueron escritas en plena carrera en vez de tras los acontecimientos y acostado en un lecho de enfermo.
Completó, famosamente, el trazo perfilándose como un “Proust acelerado” (“running Proust”) en una entrevista por la radio de su natal Lowell mientras reflexionaba sobre Big Sur. Si Goethe le había inspirado para convertir su biografía en tema, Proust le reveló la unidad del ciclo. En una carta al crítico y editor Malcolm Cowley —quien finalmente condujo a la imprenta a En el camino, tras seis años levantando el dedo en la carretera editorial—, advirtió que todos sus libros “son meros capítulos dentro de una obra total a la que llamo Leyenda de Duluoz”. Cowley, en cambio, pensaba que debía más a Thomas Wolfe que a Proust: “toda su obra se basaba esencialmente en la memoria” (El libro de Jack, de Barry Gifford y Lawrence Lee).
A merced de una corriente salvaje
Jean-Francois Duval cuestiona —en Kerouac y la generación beat— cuál es la originalidad, cuál es el hito, de la obra de Kerouac. Y observa:
Aún hoy no es seguro que el gran público, y ni siquiera los amantes de la verdadera literatura, la lean más que la de Joyce.
La comparación no es peregrina aunque Ulises goce de reconocimiento unánime y las novelas de Kerouac permanezcan en el purgatorio académico —vaticino que En el camino continuará corriendo incluso en 100 años, en tanto que otras ilustres contemporáneas perderán fuelle—. Kerouac, quien desde joven consideraba al clásico joyceano “el libro más grande que se haya escrito”, en una carta a Burroughs proclamó que En el camino debería leerse con la misma seriedad y respeto que aquel (acotación: la megalomanía de Jack lo compelía a compararse con sus contemporáneos literarios y desdeñarlos proclamándose el mejor escritor vivo; empero, casi siempre totalmente borracho). Para Ann Charters —primera biógrafa—, mantuvo “ya adulto, la fantasía de convertirse en el mayor escritor de la lengua inglesa desde Shakespeare y James Joyce”. El lector familiarizado con la poética de Kerouac —y por ello comprendo al estilo y a las reflexiones sobre los propósitos estéticos detrás de su elección retórica—, e igualmente con la de Joyce, no requiere de muchos ejemplos ni de minuciosos cotejos para captar la relación. Mientras que los otros autores favoritos influyeron en la temática (Goethe), en el plan total (Proust), en la visión de los personajes (Dostoievski), en la prolijidad memoriosa (Wolfe), Joyce es el único afluente en el magma poético de Kerouac. Su fraseo se escucha en la prosodia. Esa tentativa fáustica de detener el instante tan precioso y de conciliar escritura y experiencia sólo encontraría su cauce mediante la mímesis de la conciencia. Si Kerouac había empleado previamente el monólogo interior en sus formatos menos complejos, en obras posteriores asimilará el flujo de conciencia —una variante del monólogo interno— del Finnegan’s Wake, transmutándolo en la prosa espontánea donde confluyen, sin correcciones ni reflexión, las ideas, la oralidad, los estímulos del mundo. Robert Creeley asentó la singularidad:
Al contrario que los escritores que escriben “a propósito” de algo, que manejan el lenguaje con temas y motivos “delante” de los ojos para pasar a la ejecución de un punto de vista exterior, Kerouac pretende situarse en el interior mismo del flujo de la lengua, perfectamente en fase con ella, como el jazzman que deja fluir sus improvisaciones (Prefacio de Big Sur).
Como si intentara ocultar su inspiración, Jack adjudicó el descubrimiento de su fraseo tanto a las oleadas de sonido y derivaciones cumulosónicas que acometían resoplando, modernos Eolos, los titanes del bop —Charlie Parker o Miles Davis—, como a la febrilidad y dispersión posmodernista —avant la lettre—del relato epistolar de Cassady. Pese a su carácter naif, la narración arraiga en el monólogo joyceano. ¿No acaso la propia descripción de Ginsberg al respecto (“llena de ruido y de furia, sin una pausa, en un flujo unificado y fundido, sin momentos aburridos, pues todo era significativo e interesante, con una velocidad fulgurante que quitaba el aliento”) podría igualmente aplicarse al flujo de conciencia de Molly Bloom o del Finnegan’s Wake?
Semanas después de recibir la carta Joan Anderson, Kerouac emprendió finalmente, en abril de 1951, su proyectada novela sobre las aventuras con Neal, convirtiendo por vez primera la escritura en un acontecimiento, en un performance tan significativa como el resultado, redactando, tipeando, casi de manera ininterrumpida, semejante a un trance o un largo solo literario, gracias al rollo de teletipo y a la bencedrina que le permitió escribirla en un arrebato febril durante tres semanas. Ya no abandonaría ese método apremiante. Y aun cuando el flujo de conciencia es más perceptible en libros posteriores —Visiones de Cody, inspirado en el procedimiento de Neal, Visiones de Gerald, lo más cercano a la prosa libérrima del Finnegan’s—, lo cierto es que Jack continuó reconociendo el temple de su voz a su viejo compinche. Mención especial amerita Los subterráneos que textualmente indica la filiación con el Finnegan’s Wake:
Yo le había leído pocos días antes las primeras páginas de Finnegan’s Wake, y se las había explicado, y también la parte en que Finnegan está constantemente construyendo “edificio sobre edificio sobre edificio” en las orillas del Liffey… ¡estiércol!).
Kerouac reconoció asimismo la impronta de esa obra para privilegiar el sonido y no el significado de las palabras —por ejemplo en Lucien Midnight—. Ejemplar de su perfecta asimilación posmodernista de las innovaciones técnicas del modernismo, Los subterráneos no es sólo modélica en su recreación —cumpliendo el programa del romanticismo alemán— de los efectos de un arte en otro —del jazz, aquí—, sino que incluso admite leerse como una confesión psicoanalítica al tiempo que proclama su rechazo de este método inquisitivo; un caso idóneo para una lectura deconstructivista que siga el rastro de todo aquello que el largo flujo literario oblitera —y sin embargo emerge; “la vergüenza es la clave de la represión en la escritura”, dijo Jack en Good Blonde—.
Por desgracia la traducción castellana amortigua el impacto y encauza la libertad del texto; por ello, ofrezco una probadita del original:
Nothing—he didn’t move but was just with his head off the pillow when I glanced back in closing the door—I had no clothes on in the alley, it didn’t disturb me, I was so intent on this realization of everything I knew I was an innocent child.”—“The naked babe, wow.”—(And to myself: “My God, this girl, Adam’s right she’s crazy, like I’d do that, I’d flip like I did on Benzedrine with Honey in 1945 and thought she wanted to use my body for the gang car and the wrecking and flames but I’d certainly never run out into the streets of San Francisco naked tho I might have maybe if I really felt there was need for action, yah”) and I looked at her wondering if she, was she telling the truth.
Confío en que nuestro informado lector advertirá la práctica del fenómeno de la abrupción y distinguirá, a guisa de inflexiones y tonalidades, la entreveración de niveles: el monólogo —no interno— de Mardou, protagonista amante del narrador personaje, la descripción autoral, sus interpelaciones dialógicas, la consignación de su propio discurso mental… Y si leer estos extraños textos —¿novelas?, ¿de verdad?, ¿o ejemplo de la anulación de géneros que desde sus raíces románticas ha anhelado la modernidad?— todavía puede ofuscar, lo cierto es que este relato, como Tristessa, o las visiones —Cody, Gerald—, no son más extrañas ni oclusivas —diría que menos— que La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo o El hipogeo secreto de Salvador Elizondo, no gratuitamente escritores formados en el lenguaje de Céline y Joyce, respectivamente.
Respondería a la pregunta de cuál es el verdadero mérito de la obra de Kerouac —o más bien, de su ambición— indicando que la conciliación de vida y literatura en una forma, el único destino en la literatura, como bien sabían los viejos formalistas. Así, el propio Jack intuye esa vía cuando en una carta a John Clellon Holmes proclama su intención:
Lo que ahora empiezo a descubrir está más allá de la novela y más allá de los límites arbitrarios del relato… para entrar en los reinos de la Imagen revelada, la FORMA SALVAJE vieja, la forma salvaje. La forma salvaje es la única forma que contiene lo que tengo que decir — mi mente explota para decir algo sobre cada imagen y cada recuerdo…
En el fondo, la escritura, forma de éxtasis, persigue detener, aprehender el tiempo al modo de un músico inspirado:
El tiempo se detiene. Llena el espacio vacío con la sustancia de nuestras vidas, confesiones de sus entrañas, recuerdos de ideas, refundiciones de antiguos sonidos. Tiene que tocar cruzando puentes y volviendo, y lo hace con tan infinito sentimiento, con tan profunda exploración del alma a través del tema del momento que todo el mundo sabe que lo que importa no es el tema sino LO que ha cogido… (En el camino)
Crédito de foto: Dante de la Vega/ El Universal
« Eisenstein el erótico Joachim Trier y el aprovechamiento vital »