Jacques Doillon y el ojo colosal

Dic 16 • Miradas, Pantallas • 3851 Views • No hay comentarios en Jacques Doillon y el ojo colosal

 

Dentro de una propuesta alejada de las tradicionales bio-pics, Rodin recrea el tormentoso, a veces infernal, romance que este escultor francés tuvo con su asistente Camille Claudel, y que lo muestra entre atrapado entre su frustrante mundo erótico y su ardua lucha por el reconocimiento

 

POR JORGE AYALA BLANCO


En Rodin (Francia-Bélgica, 2017), desarmante opus 28 del posnuevaolero autor total de 73 años Jacques Doillon (Los dedos en la cabeza 74, Raja la africana 03), el prodigioso escultor moderno de mediana celebridad ascendente pero aún rechazado por el conjunto de la crítica establecida Auguste Rodin (Vincent Lindon contenidísimo) recibe tardíamente a los 40 años en 1880 su primer encargo oficial, inspirado en la narrativa de La Divina Comedia de Dante, que se convertirá en su obra maestra La puerta del infierno, por lo que se ensimisma y prácticamente se recluye en su taller al lado de su joven talentosa alumna-amante cada vez con mayores exigencias y más desequilibrada mentalmente Camille Claudel (Izia Higelin), sin romper por ello con su campesinota amante-ama de llaves y madre de sus hijastros Rose Beuret (Séverine Caneele), ni dejar de consagrarse a otros retratos y encomiendas escultóricas, ni abandonar sus ocasionales lances con algunas modelos desnudas propias o que le baja a sus amigos, pero luego de tres años de relación tan sensual como insostenible, la ruptura con la arribista y ambiciosa Camille se torna inminente y, aunque colateral e inevitable, logra desajustar a Rodin, quien intenta apoyarla indirectamente a través de su galero común Eugène Bolt (Maxence Tual), se muda a la campiña de Meudon y más que nunca se refugia en su trabajo ahora diversificado, en su frustrante mundo erótico y en su ardua lucha por el regateado reconocimiento que, sin embargo, emblematizado por una admiradora japonesa llamada Hanako (Linh) y pese a la apabullante belleza innovadora de su arte, sólo le llegará post mortem a su ojo colosal.


El ojo colosal renuncia por principio a toda grandeza o complicidad de la bio-pic tradicional para optar por la diseminada colección de estampas o viñetas, sin mayor solemnidad ni armazón ni ilación ni consecuencia trágica o melodramática o patética, ya que optan por la antidramaturgia de los mínimos hechos cotidianos, de los pequeños secretos y las relaciones inmediatas, como corresponde al truffautismo límite del cálido cineasta Doillon, siempre en tono íntimo y deliberadamente ínfimo, que no menor ni minimalista o hiperrealista en boga, sino archipúdico y desenfadado, porque nadie sabe o sospecha siquiera de la trascendencia de sus actos en el momento de acometerlos, y así este Rodin, desdramatizado aunque convincente e intensísimo, puede ser visto sin aspaviento alguno, igual que la inconsolable autoabandonada descompuesta de La mujer que llora (Doillon 79), que el niño incontenible en la pendiente delincuencial involuntaria de El pequeño criminal (Doillon 90), que los chavos ligadores involuntariamente crueles de El joven Werther (Doillon 93) y que la desgarradora huerfanita cuatroañera sobreponiéndose a su pérdida primaria en Ponette (Doillon 96), y eso inclusive si Rodin se codea en un de repente con los grandes hombres-nombres de su tiempo, sea el anciano poeta megalómano Victor Hugo (Bernard Verley) a quien debe esculpir de memoria porque se niega a posar para él, sea el reverenciado pintor impresionista que le enseñó a entender (y desintegrar) la luz Claude Monet (Oliver Cadiot) acaso tanto como al fotógrafo del film (Christophe Beaucarne), sea el compendiador de posibilidades futuras de la composición plástica Paul Cézanne (Arthur Nauzyciel) que se le hinca en privado para besarle la mano maestra, sea el novelista-comediógrafo disidente Octave Mirbeau (Laurent Poitrenaux) que lúcidamente lo consuela del repudio de otras plumas, o sea el hipersensible escritor austriaco Rainer Maria Rilke (Anders Danielsen Lip), con quien redescubre autocríticamente, durante una vista a la catedral de Chartres, la influencia fundamental de las feroces esculturas medievales (y las de Miguel Ángel) sobre su propia labor.


El ojo colosal vuelca (y readquiere) todo su poderío emocional en una colección de intranquilas pero firmes y armónicas jamás nerviosas imágenes coloquiales, por así decirlo, del artista dentro de su taller, como un carpintero u obrero más, para verlo y contemplarlo cual el genial calvo malagueño Pablo José Ruiz de El misterio Picasso (Clouzot 56) en pleno trance, ya sin los violinazos inaugurales de la música de Philippe Sarde pero con la observacional edición de Frédéric Fichefet, trabajar la arcilla con sus dedos, modelar y estilizar demencialmente los cuerpos más allá del realismo chato, volcar el yeso incluso sobre un abrigo para cubrir el vientre de embarazada (todavía con 2500 personajes dentro) de su Monumento a Balzac, trazar frenéticamente los dibujos a tinta bicolor que coronan las inéditas posturas flexibles de las dos modelos lúbricas con quienes acaba de consumar un exitoso trío sexual, exasperar a extremos irritantes las figuras presuntamente heroicas y fundacionales de Los burgueses de Calais, y por supuesto, concertar en sus esculturas ultrarretorcidas en mármoles y bronces convulsos algunos equivalentes pasionales de la dependencia que lo liga con la arquetípica junguiana-fellinesca telúrica (que no vulgarmente freudiana maternal) Rose-Hembraza Tierra, sin duda más poderoso y duradero que el nexo plural y mutable que establece con esa agazapada Camille caprichosa y desaliñada, en las antípodas glamourosas de la heterodoxa Isabelle Adjani en Camille Claudel (Nuytten 88) y de la doliente fragilidad de Juliette Binoche en Camille Claudel 1915 (Dumont 13), netamente (auto)definida como el reducido alter ego femenino e inasible de Rodin en la contestación conjunta de un cuestionario inglés de personalidad, respondido a dúo cual superexcitante escarceo previo a la cópula y acaso un preámbulo lúdico-narcisista tan satisfactorio como esa efusión carnal.


Y el ojo colosal encuentra su mejor expresión en sus exactos contrarios, un ojo sensitivo y un estilo palpitante, valorando a esas mujeres “crucificadas por el deseo” y esa sorprendente inversión de la jerarquía, del oro a la arcilla, emulando a Rodin.

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FOTO:  La cinta protagonizada por Vincent Lindon en el papel de Rodin e Izïa Higelin en el de Camille Claudel, se exhibe en las salas comerciales de la Ciudad de México. / Especial

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