Jaime López: septuagenario y tapatío
Crónica de cómo brotó la amistad entre el compositor rockanrolero Jaime López y el autor, desde una visita a Guadalajara, y las conexiones con el barrio de Analco, lugar de inspiración donde el músico pasó su infancia
POR JOSÉ ALFREDO SÁNCHEZ
Un día de 2019: son las siete de la tarde y suena mi teléfono. Es Jaime López, nos conocemos desde los 80. Voy de camino a Guadalajara por carretera, con un amigo —me dice—, vamos al estadio, al partido de las Chivas, estamos en Zapotlanejo, en hora y media más o menos llegamos. ¿Qué vas a hacer esta noche? Quedamos en el Scratch, un bar en el centro donde tocan unos amigos, es una banda de blues; le doy la dirección, allá nos vemos —me dice entusiasmado—. Cuando llega, yo ya estoy ahí, la banda toca. Jaime viene ya alegrón, bebió algo en el camino. Pedimos cervezas y decimos salud. Mi amigo de la banda nos invita a subir, Jaime me dice al oído “Un blues en mí”, y comienza la improvisación. El bar está lleno y más de alguno lo reconoce: ¿es Jaime López? Seguimos ahí, bebiendo y platicando un poco a gritos por el volumen del ambiente. En la madrugada nos vamos a mi casa y poco después Jaime cae derrumbado en un sillón de la sala. Ahí lo encuentro, en la misma posición, a la mañana siguiente. Yo estoy destruido; él se despierta ágil de mente, fresco, platicador, como si nada.
Jaime conoce bien esta ciudad, la mayoría piensa en él como tamaulipeco o chilango pero pocos saben que viene a Guadalajara cada vez que puede, con cualquier buen pretexto —un partido de las Chivas, por ejemplo. Tiene parientes acá, conoce y procura sitios tradicionales para comer birria o cabrito, tomar buen tequila o contar a su manera su larga historia tapatía, con su estilo relajado, articulado, ingenioso, que se detiene cada vez que su cerebro le indica un posible juego de palabras:
Todo comenzó con mi madre, bohemios, con ella empieza mi relación real con Guadalajara, porque Mama Was a Rolling Stone: vivimos en un montón de lugares —Matamoros, Ciudad Juárez, Nogales, Cerro Azul—, pero Guadalajara era como La Meca, a donde regresábamos siempre a visitar a las tías y al abuelo. La casa del abuelo estaba en Analco, en la calle que, ¡oh coincidencia!, lleva el nombre de la ciudad donde nací: Matamoros, entre Gómez Farías y Medrano. Aquel Analco, aunque barrio bravo, me dejaba cascarear a mis nueve años hasta las doce de la noche y darme mis escapadas a la Plaza de los Mariachis en pleno San Juan de Dios —Taihuán de Dios, le dicen los cábulas— donde siempre había música. También en la casa de mis tías hubo música. Como buenas campiranas tenían intuición vocal y cantaban a cinco voces. Mi mamá era afinada, mi padre, no. Uno de mis hermanos mayores era amigo de Mike Laure, que ya tenía su orquestita y tocaba en las fiestas del barrio.
Analco es uno de los barrios más antiguos de la ciudad, la palabra significa “Al otro lado del río”. Ya se sabe: está cruzando lo que antiguamente fue el río San Juan de Dios y fue entubado. Se convirtió en la Calzada Independencia, la que divide a Guadalajara en dos: el oriente pobre y el poniente opulento. Todavía se dice “De la Calzada pa’llá”, una forma clasista de separar las dos guadalajaras. Analco es también el símbolo de la tragedia: aquel 22 de abril de 1992 explotaron los drenajes de la zona, mucha gente murió, otros quedaron sin hogar, el barrio quedó partido, destruido y con un trauma insuperable para quienes lo vivieron. Por fortuna, Matamoros no sufrió daños. Aquello le costó la gubernatura a Guillermo Cosío Vidaurri, la alcaldía de Guadalajara a Enrique Dau Flores —que terminó en la cárcel— y el control político al PRI —que perdió las elecciones siguientes y dejó gobernar al PAN en el Estado durante 18 años seguidos.
De Analco fueron las hermanas Águila, el rockero Toncho Pilatos, el cantante Tony Camargo, el innovador de la cumbia Mike Laure. Y músicos menos conocidos: los Pulido y el Chiva de la Chester Blues Band —la primera banda de blues de la ciudad—, o el Willow Guillermo Brizio y José Luis Zúñiga, guitarrista y baterista de los 39.4. Ha sido barrio musical de clase trabajadora: mecánicos, torneros, orfebres, carpinteros. De ahí vienen la famosa fábrica de vidrio soplado de Don Odilón Ávalos y la de zapatos Canadá de Salvador López Chávez, porque también ha sido barrio de zapateros. Me dice López:
Esa calle de Matamoros era especialmente de zapateros. Me juntaba con ellos como aprendiz y de hecho ese fue mi primer oficio, ahí con el Perras, con el Casimiro alias el Poca Luz, con el Camilo, el Meco, con el Nene, que me llevó un jueves por vez primera al Estadio Jalisco en 1963 y fue alucinante. Jugaron Chivas contra Morelia y ganaron las Chivas. También en Medrano estaba la Arena Coliseo donde me tocó ver al Pantera Blanca que era un carnicero de Analco, al Copetes Guajardo, al Rayo de Jalisco y al más importante: Blue Demon.
Jaime López —¿cuántos habrá con ese nombre en México?… recuerdo que en una época se promovió con su sólo apellido: un tal López como tantos otros en el país—, nació en Matamoros el 21 de enero de 1954, así que recién llegó a la venerable edad de 70 años, donde algunos ya están jubilados, pero para él es de plena actividad. Su físico no evidencia los años: se ve bien y aún hace conciertos de hasta cuatro horas y media en los que se complace a sí mismo y a su gritona audiencia. Estoy apenas en el Séptimo Pisto —dice con su usual costumbre de jugar con el lenguaje—, y añade: ¡Vamos hasta el infinito y Mazatlán…!
La primera vez que lo entrevisté, en un cafecito coyoacanense, apenas rebasaba los 30 años, recién había aparecido en el Canal 2 de televisión y por ello se había visto envuelto en una polémica con las izquierdas de entonces. Buscaba foros donde actuar, modos para vivir de lo que hacía y si esos foros incluían a la tele, bienvenidos, pensaba él. La conversación ha continuado con los años y Jaime, más correoso a sus 70, sigue siendo el tipo desparpajado, rebelde, vulgar, irreverente de los años 80. Un músico de culto, con todo lo que esa expresión tiene de positivo y negativo, nunca ha tenido éxito masivo pero es respetado por su voz propia, sus textos inteligentes y su música que abreva de distintas fuentes. La primera vez que supe de él fue por el disco Sesiones con Emilia, que hizo con Roberto González y Emilia Almazán al inicio de los 80. Yo trabajaba en una emisora de radio cultural y me atreví a ponerlo al aire. Me dijeron de todo: ¡qué feo!, ¡no tocan bien!, ¡se oye muy corriente!, ¡qué letras tan vulgares! Pero a mí me entusiasmaban aquellas canciones inusuales:
¿Y qué hicimos de estas rebeldías?:/ pues nutrir las viejas agonías / y engordar las mismas jerarquías./ Hasta de tontos anarquistas, / los Rolling Stones nos culparían.
Está claro que Jaime, aún con todas las polémicas en que ha estado involucrado durante su vida, no ha contribuido a engordar las viejas jerarquías; más bien se ha mantenido en una saludable independencia —que no automarginación— autocrítica, y su talento ha evolucionado sin descanso.
Ha dado de qué hablar, bien y mal: cuando actuó en el programa Siempre en Domingo y participó en el Festival OTI por invitación de Raúl Velasco, fue etiquetado de traidor por quienes rechazaban cualquier acercamiento con los medios comerciales; cuando compuso por encargo junto a Alex Syntek una canción con motivo del Bicentenario de la Independencia, de nuevo fue criticado. Pero López afirma haberse conducido siempre con coherencia, nunca con deshonestidad: He salido mal parado en ocasiones pero asumo mi responsabilidad, y he desterrado de mi vida la idea judeocristiana de la culpa.
Jaime es una mezcla viviente —tamaulipeco, huasteco, chilango de familia tapatía— y por lo tanto es un espécimen único que le ha entrado a todos los géneros pero sin casarse con ninguno. Tiene dos hijas cuyos nombres evidencian dos de sus obsesiones musicales: Luisiana y Andalucía. Su corazón de cacto también es de condominio —o de vecindad— y en él cabe todo lo que suene. Ha hecho rock, cumbia, danzón, ha grabado lo mismo con el Piporro que con José Manuel Aguilera, Cecilia Toussaint o León Gieco, y nunca ha renegado de su herencia tex-mex, absorbida durante sus infantiles años fronterizos.
Cuando le dieron a Bob Dylan el Príncipe de Asturias, le comenté: a ti te deberían dar al menos el Villaurrutia. Le hizo gracia y hasta le gustó la idea —no en vano ha musicalizado al poeta de los Contemporáneos. Luego Dylan ganó el Nobel y Jaime aplaudió: me extraña que a algunos les parezca raro: el canto y la poesía son fundamento de la literatura. Y lo pone en práctica: a veces escribe cuentos o versos sin música, como en Paramecio & El Cantar de Casimiro, un libro que publicó hace poco donde aparecen ecos de dos tradiciones literarias que le interesan: el haikú y la picaresca del Siglo de Oro español.
Regreso a Guadalajara: después de esa etapa infantil, las visitas de Jaime fueron más espaciadas hasta que, ya veinteañero, conoció al poeta Ricardo Castillo quien estaba exiliado en la Ciudad de México, idearon Concierto en Vivo con poemas y canciones, vinieron y esa fue su reconexión con la ciudad en un legendario foro con cupo para unas 80 personas llamado La Puerta, en la calle Lerdo de Tejada. Hubo otras: con Alain Derbez trajo el espectáculo poético-musical Rolas y Rollos de Miss O’Hinia; con su intérprete y cómplice Cecilia Toussaint, un recital a dueto. Ahí conoció a Gerardo Enciso, a Sergio Ruiz, propietario de La Puerta y que se convirtió en un promotor importante de su trabajo. También tocó en el patio del Hospicio Cabañas y tuvo que lidiar con la rivalidad que por entonces enfrentaba a los capitalinos con los tapatíos (un ejemplo: la campaña insidiosa cuyo lema era “Haz Patria, mata a un chilango”).
Patio del Cabañas 1986: Jaime, con una banda de músicos locales armada un poco al vapor, abre el concierto de Gerardo Enciso, ídolo underground de la ciudad. Lo molestan, le mientan la madre, exigen la presencia de Enciso —¡ya bájate, cabrón, regrésate a tu pueblo, pinche chilango!—. Yo miro todo desde atrás del escenario: estoy en la banda de Gerardo. Me avergüenzan mis paisanos, admiro a Jaime y lo veo enojado pero dispuesto a hacer lo suyo. Cuando está por empezar un tipo se arrima a la orilla del escenario y lo vuelve a insultar a gritos. López va por él: lo toma de los pelos y está a punto de reventarle la boca de un madrazo cuando una pequeña luz en su cerebro se ilumina. No sé si cuenta hasta diez pero suelta al impertinente y le dice: ¡nos vemos a la salida, cabrón! Lo veo cantar incómodo pero enjundioso, algunos lo siguen increpando, cobijados por la multitud, al terminar baja del foro, mienta madres, jura que no regresará a Guadalajara. Gerardo sube a escena, lo ovacionan sus fans pero, parco como es, no dice nada del incidente con Jaime quien, dolido, se alejará de Guadalajara durante dos años.
Me fui realmente, no mal herido, sino bien herido, por toda mi historia con Guadalajara que era un territorio ganado a punta de madrazos, literalmente.
Pero por fortuna, luego volvió:
Conciertos en foros diversos —la cantina La Mutualista de manera destacada pero también el Bretón o el Vivian Blumenthal—; en 2008 su formidable disco Por los Arrabales, producido en Guadalajara por Carlos Avilez, bajista de la banda local Cuca; su grabación de Río Profundo, una canción con Jaramar; la Chilanga Banda con músicos de Café Tacuba en el festival Rock por la Vida donde, al final, lo ataja Javier Martín del Campo, guitarrista de la Revolución de Emiliano Zapata: quiero subirme a tocar con ustedes —le dice—; pues un blues en mí —contesta López—; la Feria Internacional de la Música con El Personal; Bestias y Prodigios, de Alonso Arreola en homenaje a su abuelo Juan José en el Teatro Degollado, donde Jaime funge como actor-narrador; y otra complicidad con Avilez: Los Tristones de Puerto Bagdad, disco realizado en Guadalajara con canciones tradicionales norteñas.
Me dice que hasta le gustaría vivir aquí, pero cuando le pregunto si ha escrito alguna canción para Guadalajara se queda callado —cosa inusual en él—, un poco desconcertado. Con una sonrisa torcida me responde: Esa fue una zancadilla en el área… creo que no… no me acuerdo ahorita… y se queda pensando otro rato, silencioso.
Un par de años después vuelve a sonar mi teléfono, es el ahora septuagenario Jaime López: acepté el reto —me dice—, ya hay una canción, está dedicada al barrio, mi barrio, el de Analco, la voy a grabar pronto, quería que lo supieras tú primero. Para rematar, me invita a que le produzca la grabación en su próximo viaje a Guadalajara. Acepto, por supuesto.
Y me la canta a capela, por teléfono. Uno de los versos dice:
Cultura es la cantina y los congales / Calzada Independencia por Medrano, Les cuadre o no les cuadre fue fundada / Guadalajara alrededor de Analco.
Trato de imaginar su aspecto mientras canta con su voz rasposa, sus fotos me suelen sorprender, cada vez se ve distinto, nunca tiene una apariencia uniforme. Es un camaleón, me dijo algún día Carlos Avilez y tiene razón. Así también es su música: siempre distinta y siempre López. Y él es así: siempre norteño, también capitalino y, por lo que ahora sé, un buen pedazo de su corazón de cacto late en Guadalajara.
FOTO: Jaime López es compositor y uno de los exponentes del rock y la música nacional de las últimas décadas en México. Jesús Cornejo vía Facebook de Jaime López
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