Jerzy Skolimowski y el calvario ejemplar: crítica a “Eo”
El filme, cargado del carácter cinematográfico del artista polaco, versa sobre un asno que transita por las vehemencias humanas, así como sus vejaciones, hasta enfrentar su destino
POR JORGE AYALA BLANCO
En Eo (Polonia-Italia, 2022), absorbente opus 18 del legendario polaco de 84 vigorosos años Jerzy Skolimowski (Barrera 66, La muchacha del baño público 70, El grito 78), con guion suyo y de Ewa Piaskowska, el autoconsciente asno circense Eo (interpretado por cinco distintos cuadrúpedos sucesivos) recibe sólo caricias y besos de su devota dueña acróbata Kasandra (Sandra Drzymalska) cuando es arrancado de esos brazos y presuntamente liberado por activistas en contra de la tortura de animales en espectáculos, pero se trata de un alarde hipócrita que deja en el desamparo al lloroso borrico, devuelto a una predestinada condición esclava como bestia de carga, iniciando una serie de avatares y desplazamientos forzosos que condenan al infeliz Eo a las más sufrientes o exultantes peripecias efímeras, su connivencia amistosa con el regio caballo blanco de un establo, fugas geográficas, su apabullamiento a palos mortíferos, su rehabilitación triste, o su migración a Italia, trazando un imprevisible y ambiguo e irónico calvario ejemplar.
El calvario ejemplar brinda como enorme atractivo ficcional, aunque no el único, la incrustación o desvío de un haz de microhistorias, o briznas de anécdotas y relatos en la lisura luminosa y límpida lucidez del flujo narrativo, siendo las más destacadas, y con mayor coherencia formulable e impacto, el sórdido episodio del macho barroco comprador de Eo que ofrece caritativamente de comer a una hambrienta afromenesterosa a quien desea cobrarle con sexo pero acaba acuchillado de súbito sin poder salir de su cabina trailera, el enigmático trozo del bienaventurado que desata de un poste a un Eo en el abandono para llevárselo consigo sin saber si está rescatándolo o robándoselo, y el siniestro fragmento de la decadente Condesa esclerótica (Isabelle Huppert en un cameo-tributo genial) compulsivamente ávida de brincar fúrica de la misa interruptus a la destrucción de sus aposentos y a la de su propia parentela formada por irrecuperables engendros infrahumanos.
El calvario ejemplar recibe un tratamiento visual siderado que remite de inmediato a las primeras cintas impracticables del cineasta, en primer lugar sus autorretratos a puñetazos como recluta o boxeador en Signos de identidad: ninguno (64) y El fácil triunfo (65), como si Skolimowski estuviera cerrando en testamentario anillo perfecto su obra fílmica, pero ante todo evocando el trabajo visualista de los maestros de la fotogenia autárquica del arte silente o las búsquedas esencialistas de la primera ola francesa mal llamada impresionista de hace exacto un siglo (Dulac/Epstein), con hipertrofiada fotografía mutable de Michal Dymek capaz de volver fascinantes sus tumultuosos virajes al rojo o sus cámaras lentas, para acompañar imágenes siempre elaboradas en segundas o terceras instancias torales y significativas, delirantes como ese ritual espacio consagrado-confinado para el entrenamiento ecuestre, oníricas como las arcadas e interminables cúpulas de un pasaje de pronto atravesado por aves en avasallante parvada, idílicas como esa idealizada campiña trasalpina, naturalistas como el hospital veterinario para la recuperación del agónico Eo, amenazantes como los encierros en traslados que sólo permiten atisbar el melancólico mundo exterior desde rendijas recurrentes, caóticas u ominosas como los chorros reverberantes que escupe una represa, en suma, un acopio o álbum inabarcable de imágenes magníficas donde hasta la soberbia música del clarinetista Pawel Mykietyn se halla trabajada como un soberano surtidor de imágenes, por su capacidad de crear representaciones mentales e invocar figuras concretas, en vez de simplemente determinar, potenciar o contrapuntear emociones, mediante ideas sonoras-signo que van de la sugerencia percutiva a la ínfima cita contundente de Beethoven y Leoncavallo o fragmentos de un concierto para cello del propio compositor-experimentador también polaco.
El calvario ejemplar se afirma así como una pieza poética de naturaleza indefinida por cambiante, o sea, como una road picture zigzagueante y binacional por paisajes cual espejismos inusitados, una cascada de secuencias vertiginosas y visiones visionarias siempre renovadas e inventivas abismalmente imparables, un homenaje abierto y desbordado al induplicable misterio gozoso-glorioso-doloroso del paradigmático Al azar de Baltasar (Robert Bresson 66) ya versando sobre la pasión crística de un estoico burrito pluriatormentado que acabaría sus días en el beatífico paraíso de los burros celestiales luego de pasear sacrificialmente su devaluadora presencia incólume por todas las pasiones humanas, una denuncia de la brutalidad humana contra los animales, un manantial de vivencias visionarias que en planos subjetivos visualiza tanto la percepción como la sensorialidad de ese animal que llora lágrimas negras en gran acercamiento y tiene recuerdos y los mezcla con su aparente impasibilidad objetiva, una fantasiosa mezcolanza de propositivos planos documentales y planos sofisticados con nada en medio, una épica malvada del sufrimiento soportado de modo inerme y en continuum espaciotemporal incontenible, una metáfora prolongada del destino humano como periplo y huida desde ningún lado hacia ninguna parte, una feroz sátira a la perennidad de la demagogia populista-comunista en el postsocialismo polaco cuyo enquistamiento nacional se equipara con la perpetua decadencia religiosa-moral de las clases dominantes europeas, e incluso una inefable resurrección inesperada de atávicas creencias sacras e irracionales-pre/posrracionales filosofías animistas.
Y el calvario ejemplar culmina con la imagen del mártir Eo avanzando en medio de un tropel de ganado por corrales cada vez más estrechos hacia el matadero, pero deteniéndose reacia y singularmente varias veces en el camino, cual si presintiera que ese túnel oscuro es el de su extinción trágica, el de la irremediable conciencia de la finitud y el de la muerte, a secas.
FOTO: Eo, con fotografía de Michal Dymek y música del clarinetista Pawel Mykietyn. Crédito de imagen: ESPECIAL
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