Joachim Trier y el vértigo reprimido

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La más reciente cinta del directo noruego-danés Joachim Trier, una historia de vértigo reprimido protagonizada por las actrices Eili Harboe y Kaya Wilkins es abordada por nuestro crítico cinematográfico

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POR JORGE AYALA BLANCO

En La maldición de Thelma (Thelma, Noruega-Francia-Dinamarca-Suecia, 2017), refinadísimo opus 4 del supremo estilista noruego-danés actual de 43 años Joachim Trier (Vivir de nuevo-Reprise 06, Oslo, 31 de agosto 11, Más fuerte que las bombas 15), con guión suyo y de Eskil Vogt, la conflictuada adolescente rubia solitaria de enfermo pasado rural oculto Thelma (Eili Harboe) se convulsiona por un ataque quasi epiléptico en la biblioteca escolar en cierta pequeña ciudad nórdica, es enviada a neurología para un avanzado diagnóstico imposible y luego es abordada en una piscina por fascinadora condiscípula de cabellera oscura Anja (Kaya Wilkins) que la auxilió, sintiéndose ambas tan repentina cuan ávida y corporalmente atraídas entre sí, intentando Anja sacar a la forastera de su caparazón social, invitándola a fiestas, convidándola al ballet con su opulenta madre permisiva, para declararle su amor cuando por los pasillos del teatro parecía huir de sus avances físicos, pero Thelma debe negar sus impulsos y rechazarla, no sólo por los prejuicios sociales y de la severa fe que la hace atormentarse contrita por los rincones, sino porque desde niña (lindita Grethe Eltervag perpleja), según sabrá después, solía desatar sus excepcionales pero sofrenados poderes psicokinéticos y subconscientemente los dirigía sin control, transformados en armas destructoras, contra todo aquel que era objeto de sus deseos o se les oponía, provocando la movilidad bajo un sillón del envidiado hermanito aún bebé y su posterior muerte en el hielo, ante el regocijado asombro del represor padre médico Trond (Henrik Rafelson) y la madre chantajista sentimental en silla de ruedas Unni (Ellen Dorrit Petersen), en cuya casa habrá de refugiarse ahora la infeliz Thelma para provocar una serie de nuevas irreparables catástrofes alrededor suyo y en la familia, poniéndose ella misma en fatal riesgo hasta su trágica liberación final, presa de los infames asaltos exterminadores del vértigo reprimido.

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El vértigo reprimido convierte todo aquello que para otro cineasta genérico sería sórdido, fren

 

ético, tétrico o un puñado de facilidades y baraturas efectistas de horror macabro, al nauseado uso de cualquier moda zombiesca post/preantropológica, en una summa de intensidades lisas, frialdades de visión hiperescandinava, verdadera delicadeza, cerebralismo concertado, esplendor gélido, cacería de conceptos, asomo constante al abismo apenas atisbado, fluente densidad alígera desazón pura y elegancia arrebatada, durante un auténtico catálogo de minimalistas imágenes de una poesía irremediablemente visionaria, como el devastador prólogo-obertura en el lago congelado donde la mira telescópica del padre cazador repentinamente se desvía desde un ciervo a lo lejos divisado hacia la propia hija cuando niña, como el montaje paralelo que transforma en amenazantes las figuras heteróclitas de la danza contemporánea, como la desazonante caricia en mejillas o piernas vuelta entradas y salidas de víboras por la boca u otros orificios, como la tomografía a modo de tortura futurista en la morgue apenas equiparable al estallido de vidrieras en mil pedazos, o como las inmersiones inmaculadamente infernales en el agua erotizada.

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El vértigo reprimido mezcla en sorpresivas dosis el cine psicologista de un pavoroso autodescubrimiento ineluctable, la fábula parapsicológica, el cuento filosófico sobre un difícil despertar sensual lésbico particularmente lastrado (por la familia manipuladora, por la religión férrea) y el cine fantástico, en la sobriedad absoluta, sin pretensiones de thriller aguado lleno de truquitos ingeniosillos, sin que jamás la depurada fotografía en colores pálidos de Jakob Ihre y la irritada música flotante de Ola Flottum más la edición limafisuras de Olivier Bugge Coutté llegen a asignarles compartimentos estancos a esos géneros, sin que el espectador en vilo pueda establecer a cuál de ellos pertenece cada intrigante episodio de inquietud garantizada y a veces insoportable, tan truenacocos en su mentalismo biológico como las mejores ficciones de Cronenberg, secretando una especie de malestar nacido de la convulsiva imbricación imprecisa de los géneros y no de su cómoda hibridez ya rutinaria, abocándose a una soterrada emoción indefinida y por ende infinita, en las fronteras y los intersticios que aún permite el juego diabólico de los géneros.

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El vértigo reprimido se afirma como rotundo cine de autor aliando en una sola persona encantadora e inerme las aventuras individuales siempre convergentes de Vivir de nuevo-Reprise, las derivas incrustadas en lo cotidiano inasible lindando con lo onírico de Oslo, 31 de agosto, y la conquista de una amarga felicidad desazonante pese a la ultrahitchcockiana figura in absentia de Más fuerte que las bombas, todo ello bajo la apariencia etérea de una simple crónica intimista de costumbres envenenadas, certificando un transgresor y subversivo discurso sobre la fuerza trastocante del deseo, ya no sólo el deseo surrealista buñueliano que produce sexomonstruos u otra Carrie (De Palma 76), sino el deseo como deslizamiento progresivo de un irrefrenable poderío múltiple, el deseo que socava antes de matar como una oscilación temática hipercrítica y vindicadora, el deseo que otorga y rescata la vida fulminada, culminando en las llamaradas del incendio paterno sumergido en el perpetuo paisaje helado.

 

Y el vértigo reprimido deja escapar su última energía a modo del más liberadoramente irónico de los finales felices posibles, consumado mediante un cierre en anillo que homologadoramente alía el cenital top-shot provisto de lentísimo zoom todoabarcador en la presentación a solas de la aberrada heroína cruzando la plaza, con otro enfoque idéntico ante una por primera vez radiante protagonista tomada de la mano de su pareja en el mismo sitio ahora providente y sin culpa (aún tras la inmolatoria quemazón paterna) en una sencilla estampa prometedora y expansiva a contracorriente.

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