John Carroll Lynch y la levedad terminal

Jul 7 • Miradas, Pantallas • 4917 Views • No hay comentarios en John Carroll Lynch y la levedad terminal

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POR JORGE AYALA BLANCO 

En Lucky (EU, 2017), desolado debut del veterano actor de teatro y cine aparte de abundantes TVseries nacido en Colorado de 54 años John Carroll Lynch (tras haber trabajado con los hermanos Coen, Eastwood y Fincher entre una centena de realizadores más), con guión original de Logan Sparks y Drago Sumonja, el rústico nonagenario que vive a solas “pero jamás solitario” sólo apodado Lucky (Harry Dean Stanton en plan de redundante leyenda palpitante a punto de la verdadera desaparición inaplazable: 1926-2017) se levanta a media mañana dentro de su digna casucha en su caserío del desierto oyendo canciones mexicanas (“Con el tiempo y un ganchito” en voz de Pedro Infante), hace 20 ejercicios de yoga, se desayuna fumando ya cigarrillo tras cigarrillo y bebiendo leche refrigerada, se cala el raído sombrero sobre sus pelos caídos y, entre música country con armónica y expresión soez al pasar por la última morada de la exmujer que lo abandonó, se dirige al restaurante de su bromista afrocuate Joe (Barry Shabaka Henley) le sirve el cotidiano café a su completo gusto mientras el enjuto anciano entretiene la mañana resolviendo el crucigrama del día, aprendiendo esta vez el significado del vocablo realismo (“Ver la realidad de frente”), y regresa a su morada para ver su programa de concurso sabihondo favorito, hasta dar la hora de refugiarse en el bar que atiende el canoso acogedor Paulie (James Darren) para la descarada dueña exsexy Elaine (Beth Grant) que no desperdicia oportunidad para puntualizar la relación (“No soy su mujer; él es mi hombre”) que desde hace tres décadas la liga al estafador redimido Vincent (Hugo Armstrong), y así, pero todo habrá de cambiar para ese provecto anarquista visceral y nuestro espejo futuro Lucky cuando de pronto, luego de una revisión con el cínico descarnado Dr. Kneedler (Ed Begley Jr.) y encuentro tras encuentro, vaya tomando conciencia de la hiperresistencia que lo ha sostenido y de la esencial fragilidad de su condición, sufriendo un desmayo sin motivo aparente, presenciando la histérica pesadumbre inconsolable del vecino Howard (David Lynch) a quien se le ha escapado su tortuga mascota, retando sin respuesta a golpes al abogado-buitre vendedor de abominables planes para finiquitar la vida sin burocracia funeral Bobby (Ron Livingston), quemando hierba con la apapachadora afromesera Loretta (Yvonne Huff) de intempestiva visita para darle el abrazo afectuoso que necesita, asistiendo a una cálida fiesta mexicana con piñata donde se atreverá a cantar con mariachi (“Me muero por volver”), y rememorando por fin su añorada participación seudoheroica en el frente antijaponés con el vetusto forastero exsoldado Fred (Tom Skerritt), quien ante todo recuerda obsesivamente el rostro de una victimada niña asiática sonriéndole al Destino en el instante previo a su deceso, tal como el mismo afortunado/suertudo Lucky habrá de hacerlo, después de ganarse la revelación del prodigio de una levedad terminal.

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La levedad terminal describe con raro humor seco el más extraño viaje de autodescubrimiento que un decrépito descreído empedernido (“La amistad es esencial para el alma”/ “Pero no existe el alma”) puede realizar de manera sedentaria, aunque sin posibilidad de retorno, una road movie estática, lo inmóvil vertiginoso en su pura cepa dura y madura, con luminosa fotografía de Tim Suhrstedt a base de planos abiertísimos y abundancia de campos vacíos, una estructura secuencial a lo Naruse con varios master-shots, un TVguiño a las ridiculeces pianísticas del inefable Liberace, al mismo nivel de un reconocimiento del ataque de pánico por la noche y la sincera confesión a sí mismo la inextinguible culpa por haber gratuitamente matado de niño a un ruiseñor tanto como su miedo actual a su falta de porvenir.

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La levedad terminal cita de veinte formas distintas e incluye como actor al homófono/homólogo no-pariente David Lynch, porque la cinta se asume como una última y recóndita prolongación/continuación/superación acribilladora de la desdeñada de por sí Una historia sencilla 99 (supuestamente muy inferior a Salvaje de corazón 90 o a Por el lado oscuro del camino 96 y hasta a las magnas películas disfrazadas de serie-culebrón fénix Twin Peaks 89/17), igual presencia axial de Stanton (allá como un septuagenario granjero exalcohólico, aquí como correoso nonagenario yogadicto), similar idea del viaje imposible, análoga travesía epicaresca contra viento y tormentas, equivalente colección de encuentros insólitos o referenciales que no lo parecen (ese surgimiento de una hija virtual estilo Flores rotas de Jarmusch 05, y un tradicionalista nieto putativo chicanito, ambos ahora irónicamente morenos sin posibles rasgos wasp), semejante antidisección formal, parecida hermandad reivindicada: idéntico llamado a la lucha por la permanencia y a la eternidad.

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La levedad terminal se opone y neutraliza la gravedad de su tono indefectiblemente melancólico y la evanescencia doblemítica de su retrato-réquiem anticipadamente funeral, por medio de una saludable vitalidad sorprendente (“Es una anomalía científica que combina la suerte genética y al rudo hijo de perra”), la euforia desdramatizada de sus saludos en mofa (“Tú no eres nada” o “Uno de ustedes me va a traicionar”/ “Falso, todos te traicionaremos”), un rico mundo social pese a la edad y a la pequeñez del pueblaco en ciernes, conjurando así con humilde ligereza desértica la ungatz/nada de todos tan temida.

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Y la levedad terminal no se narra en última instancia más que la fábula moderna y autoconsciente de la tortuguita centenaria que podría sobrevivir cien años más, pero que, contra todas las prevenciones y para doloroso escándalo del alter ego del máximo cineasta anglosajón actual (Lynch dulcemente linchado por Lynch), logró escapar de su territorio confinado en el desierto, para tornarse una metáfora perfecta de la libertad y la insumisión, cual prodigio viviente e incontrovertible de la grandeza de alma.

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FOTO: Lucky, con Harry Dean Stanton y David Lynch, el viaje espiritual de un nonagenario por el desierto de Arizona, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 12 de julio. Especial.

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