José Agustín, el anfitrión de todas las fiestas del mañana

Ene 20 • destacamos, Reflexiones • 1805 Views • No hay comentarios en José Agustín, el anfitrión de todas las fiestas del mañana

 

En su narrativa suena el rock y los ruidos del entonces DF, una guía indecorosa para jóvenes de varias generaciones

 

POR WENCESLAO BRUCIEGA
Aestas alturas decir que el rock es sinónimo en la letras de José Agustín es un lugar común. Pero carajo, negarlo también sería irrespetuoso. Tan sólo un egoísta ejemplo: descubrí a Velvet Underground gracias a uno de sus textos.

 

Mejor dicho, supe de que se trataba esa banda escondida bajo el plátano de Andy Warhol que a veces usaban algunos modelos de la revista Eres. En ese entonces Torreón era lo suficientemente aburrido que apenas si llegaba el porno buga. Así que la opción para jalármela era con los tipos de la Eres o viendo a Henry Rollins fruncir la quijada, sin camiseta, arremetiendo en  “Low self opinion”.

 

Cuando leí por primera vez Cerca del fuego (1986) no había internet. Sólo tienda de discos y casetes, radio provinciana y la Mtv que llegaba a través del servicio del Telecable de la Laguna. Cierta noche me topé con el episodio de 120 Minutes en el que ponían una versión en vivo de “Beginning to see the light”. Era la primera vez que escuchaba la canción. No obstante el título me provocaba un deja vu descriptivo. Busqué entonces el libro que tenía poco de haber terminado. Lo hojee buscando las partes subrayadas y ahí estaba, como una revelación, la cita bajo el título de La reina del metro.

 

Sólo José Agustín pudo tener el ingenio, o atrevimiento para algunos incautos, de utilizar una línea de Velvet Undeground como epígrafe a un cuento que detalla la angustia urbana de sumergirse en los túneles del Metro del entonces Distrito Federal. Donde ver la luz exterior se convierte en un literal malviaje. Aventura que incluye con esa narración juguetona como las letras de Greatful Dead: arrimones entre pasajeros, erecciones involuntarias tanto con quinceañeras como al lado de hombres peligrosos, mendigos que cantan desganados, policías manchados, secretarias curtidas para sobrevivir a los pervertidos sin que el rímel y las pestañas postizas salgan dañadas en el intento.

 

La reina del metro es la fábula atonal que abrevia buena parte de la personalidad chilanga con ese adictivo olor a sobaco masculino y garnacha. Hoy sabemos que los libros de José Agustín subliman el orgullo chilango del mismo modo en que Sonic Youth hacía de la crujiente basura de Nueva York riffs vitalmente caóticos. Pero no olvidemos que, al menos a principios de los noventa, la provincia mexicana aún pagaba el precio de la centralización que la mantenía atrasada respecto a las sacudidas que ofrecía la capital. Ya no se diga la Comarca Lagunera de la que Torreón formaba parte como una civilización asfixiada por las tolvaneras del desierto. Casi en medio de la nada. A los adolescentes de rancho le debemos que José Agustín nos describiera ese Distrito Federal ambivalente que no capturaban las telenovelas de las siete de la tarde o los noticiarios vendidos al gobierno. Con todo y que en la narrativa de José Agustín brotan destellos de melodrama ácido como en La Tumba, magistral debut de 1964.

 

De Perfil o Inventando que sueño podían leerse como guías subterráneas de una capital que aunque ambientada en la rabia post 1968, mantenía vigente una rebeldía que en la provincia norteña podía desatar dolorosas consecuencias.

 

Tampoco es que fuera un tipo centralizado. Sus road trips a Acapulco y otras ciudades le servían para echarse churros de mota. Ya pacheco desgranaba la carrilla que implica cargar la cruz de la identidad nacional. Condensada en su serie de Tragicomedia Mexicana.

 

Leerlo suponía una desobediencia a los armatostes que nos recetaban en la preparatoria. Excepto por el gran maestro Azpe Pico quien casi a escondidas de las reglas magisteriales nos recomendó leer a José Agustín con el mismo desafío intelectual con el que nos presentó a Jack Kerouack o William Burroughs. Sus lecturas no afectaban en nada nuestras calificaciones pero los inadaptados con aspiraciones de escritor nos clavamos con su letras a las que les valían madres los códigos comprimidos en esa losa llamada literatura nacional. Mi portada de Cerca del fuego ya inspiraba a quemar las tradiciones nacionales. Editada en 1991 por Plaza y Valdés. Con el Palacio Nacional en llamas cuyo fuego se extiende al cuerpo de un hombre parado de manos. Insubordinación pirómana que me dio la valentía de hablar de mi homosexualidad con el mismo desparpajo con el que sus hombres describían a las chicas cachondas. A poner bandas de rock en lugar de las hipérboles de paisajes mexicanos hasta la madre de costumbristas que tanto agradaban al maestro de mi primer taller literario. A aguantar sus críticas y la los compañeros de mesa que me aseguraban nunca tendría futuro si no aspiraba a imitar el refinamiento lingüísticos  de las vacas sagradas. Esas que pocas veces desnudaban su vulnerabilidad machista o cedían al desmadre con la honestidad y en insolencia necesaria para tumbar esquemas.

 

Irónicamente José Agustín desmontaba el machismo desde las entrañas con el rock como jugo gástrico de su narrativa. El rey se acerca a su templo del 78 o Ciudades Desiertas publicada en 1982 hacían una taxonomía del machismo mexicano bajo el influjo del cinismo hilarante que sudaban los primeros discos de los Rolling Stones. Si bien el rock de muchas bandas también respiraba en su escritura, convencido estoy que Velvet Underground tuvo un impacto permanente. Pienso en los primeros párrafos de Abolición de la propiedad, publicada el mismo año del festival Woodstock. La escritura que arranca con un  dispositivo de 8mm proyectando secuencias de imágenes aleatorias evocan los happenings Lou Reed y Nico cantando con las diapositivas manipuladas por Warhol expuestas en sus rostros. Lo mismo que el final de La Tumba. Donde, alerta de spoiler, la arriesgada onomatopeya y signos de puntación va descendiendo como un acorde de John Cale en repetición sobre una caída libre de heroína.

 

José Agustín trasciende mejor si se descubre a la edad adecuada como fue mi caso: la pubertad. Vulnerable a las malas influencias. Hambrienta de fiestas y excesos que son la fuerza de gravedad en gran parte del universo joseagustiano. Como la furia juvenil de “Jeremy” de Pearl Jam pero 30 años antes. Visionario que lo mantuvo en una constante vanguardia hasta sus últimos días. Razón por la que su obra completa es la fuente de la juventud con la que siempre estaremos agradecidos. No sólo por enseñarnos nuevas formas de escribir.  También por abrirnos la puerta de la fiesta con la siempre fue generoso. A él le debemos todas las fiestas de mañana.

 

Un día fui a la Revistas Juárez en contra esquina del Palacio Federal de Torreón. Tenían el primer número de La Mosca en gran formato tabloide con Saúl de los Caifanes en la portada. Lo compré. José Agustín tenía una columna, La cocina del alma, debrayando con más análisis puntualizado sus observaciones del rock. Dejé de comprar la Eres. Supongo también debo agradecerle eso.

 

 

 

FOTO: Retrato juvenil de José Agustín, que forma parte del archivo familiar. Crédito: Cortesía Jesús Ramírez-Bermúdez

« »