José Luis Cuevas y el reloj de arena
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Para José Luis Cuevas cualquier oportunidad era propicia para agregar una estampa más a su Cuevario, palabra que bien podría resumir el conjunto de su obra. Presentamos una entrevista inédita realizada en 1996 en su casa de la Ciudad de México
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POR GERARDO LAMMERS
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“En 1973 yo estaba muy enfermo en esta misma casa, en este estudio, en esta cama”, cuenta José Luis Cuevas (Ciudad de México, 1931), el extraordinario dibujante que hizo del autorretrato un duelo cara a cara con el tiempo, y uno de los artistas plásticos que más y mejor han practicado otro arte, el de transformar la propia vida en ficción.
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La tarde del martes 5 de noviembre de 1996 me encontraba con un Cuevas de 65 años, en su casa de la calle de Galeana, en San Ángel, al sur de la Ciudad de México. Investigaba yo sobre la vida del pintor jalisciense Jesús Reyes Ferreira, el amigo y maestro del color de Luis Barragán, y una fotografía en la que aparece Cuevas con Reyes Ferreira, Mathias Goeritz y otros artistas de la Generación de la Ruptura se convirtió en la pista que me condujo hasta este barroco espacio, dominado por una cama antigua de barrotes dorados, donde Cuevas posó tantas veces y se fingió muerto.
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Pasados veinte años, al escuchar de nuevo el casete donde quedó grabada esta entrevista, se me escapan los detalles que suelo anotar en mis libretas (¿llevaba o no Cuevas su brazalete de cuero en la muñeca derecha? ¿botas? ¿bigote?). Pero ahí, sobre una mesa, había un objeto que se ha borrado de mi cabeza, un reloj de arena, y que ahora reaparece.
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Más de un artista se hubiera negado a dar una entrevista para hablar de otro artista, pero no fue el caso de Cuevas, “ídolo de sí mismo” como lo ha llamado Elena Poniatowska.
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Prosigue Cuevas con su historia, una más con las que tapizó esa inmensa gruta imaginaria de sí mismo:
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“Chucho Reyes Ferreira se enteró del estado de mi salud y me vino a ver. Me trajo de regalo uno de sus papeles pintados, que lo tengo abajo enmarcado. Me trajo además ese reloj de arena que ves allá. El que está mi mesa, mira. ¿Sí lo ves, verdad? Bueno, ésta es una historia extraña la que te voy a contar.
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“Estaba ya anocheciendo, estaba yo completamente solo aquí en esta cama, cuando de pronto veo a un anciano subiendo las escaleras, llevando en una mano un tubo con uno de sus papeles pintados (un caballo), y en la otra el reloj de arena. Sentí una especie de escalofrío. Prendí la luz y entonces vi que era Chucho Reyes Ferreira, que venía a preguntar por mi salud. ¿En qué año murió?
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“Me dijo: ‘Hombre, José Luis, me he enterado que estás enfermo, y te he venido a visitar, y te traigo estos regalos’. ‘Hombre, don Chucho, pues muchísimas gracias’. Y estuvimos conversando. Después de eso él me visitó en muchas otras ocasiones hasta el año de 1977 que fue cuando él murió. ¿Seguro que fue en 1977 cuando murió?”
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Le contesto que sí.
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“La cosa es que me trajo este reloj de arena y yo lo dejé sobre la mesa que está cerca de la cama y así siempre lo veía. Tenía duración de un día: lo que tardaba en caer la arena.
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“Pasó el tiempo y estaba yo en el estudio cuando me entero de la noticia de la muerte de Chucho Reyes. Salió una pequeña nota en el periódico: que un pintor de México había muerto en Europa no sé en qué ciudad.
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“Tengo entendido que murió aquí en México”, le digo.
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“¿No ocurrió fuera?”
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“Tengo entendido que no”, le digo.
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“Pues de todos modos yo me enteré de la noticia y me impresionó. Estaba aquí en el estudio cuando recibí la noticia de su muerte y por reflejo condicionado, después de leer el nombre de él, lo que hice fue ver el reloj. Noté algo que verdaderamente me sorprendió: se había detenido la arena que caía en el reloj. Puedes verlo. Este es un reloj de arena muy antiguo, pero aún así ignoro las causas de que se haya detenido al recibir yo la noticia de su muerte”.
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Le pregunto a Cuevas que cuándo conoció a Reyes Ferreira.
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“No me acuerdo de las fechas. Soy muy malo para eso. Ha de haber sido en los sesentas. Principios de los sesentas seguramente, regresando yo de un viaje por Italia donde viví un tiempo muy largo, ya casado con Bertha”.
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Timbran a la casa.
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Alguien de la servidumbre le avisa que ha llegado alguien a visitarlo. Se trata de una mujer, atractiva según recuerdo, en sus cuarentas. Cuevas me la presenta y en vez de dar por terminada la entrevista, le cuenta de lo que hemos estado hablando:
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“Cuando supe de la muerte de Chucho Reyes Ferreira, ese reloj de arena que me regaló él se detuvo, fíjate. Está detenido como puedes ver: no cae la arena ya”.
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“Increíble”, dice la amiga.
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“A Chucho Reyes lo he de haber conocido en la Galería de Arte Mexicano que estaba al lado de su casa en la calle Milán. Después me invitó para que conociera su casa, que era verdaderamente alucinante: había un desorden total y podían verse una cantidad de objetos y de cosas antiguas, coloniales. Vivía ahí con dos hermanas ancianas. Bueno, total, que me pasé ahí unas horas. Me mostró absolutamente todo”.
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De Reyes Ferreira pasamos a hablar de Roberto Montenego (“primo de Amado Nervo”), otro pintor jalisciense que, lo mismo que Reyes Ferreira, y no sé si Juan Soriano, lo apoyaron en sus comienzos como artista, una época, refiere, en que “tantísima” gente lo atacaba.
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“¿Tuviste enfrentamientos verbales directos con Rivera o con Siqueiros?”, le pregunto.
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“Con Siqueiros sí. Incluso hicimos un programa de televisión en los sesenta que causó revuelo en su momento. Se llamó Anatomía de Siqueiros y Cuevas.
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“Conocía a Siqueiros como gran polemista. Lo había visto con Diego Rivera cuando Rivera daba sus conferencias en El Colegio Nacional. Siqueiros le contestaba agresivamente y armaban una especie de pleito, que yo creo que estaba completamente planeado. Entonces sabía perfectamente lo que era David Alfaro Siqueiros y de pronto enfrentarme a él en este programa de televisión me puso nervioso.
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“Cuando llegué a Televicentro a Siqueiros lo rodeaba un grupo de personas que le decían ‘maestro’, pero a mí ni quién me hiciera caso. El mismo Jorge Saldaña, que fue el conductor del programa, le dijo: Maestro, pase usted por acá. Y yo sentado en un rincón esperando que me llamaran. Cuando empezó el programa, Saldaña, con quien después tuve amistad, hizo grandes elogios de Siqueiros y luego dirigiéndose a mí, dijo: Bueno, aquí hay un joven que se ha atrevido a atacar a figuras tan importantes como Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Me cayó gordo. Cuando ya pasamos a la mesa había otras gentes que iban a participar, pero todos eran siqueiristas, o sea todos a favor de la Escuela Mexicana de Pintura. Estaba yo solo. El único que estaba de lado mío, pero no era figura todavía, era Carlos Monsiváis.
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“Me sentaron a la derecha de Siqueiros. Prendió un cigarro y noté que le temblaba la mano, a lo mejor por un problema de Parkinson, pero yo lo atribuí a que estaba nervioso. Dije: yo al menos no tiemblo y eso me dio una seguridad muy grande. Lo barrí. Me acuerdo que no supo ni siquiera defender aquéllo de ‘no hay más ruta que la nuestra’.
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Cuevas engola la voz para regocijo de su par de espectadores:
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“¡Bueno, todo artista piensa que la única ruta es la de él. Es natural!”, dice imitando a Siqueiros. “Con él tuve después una gran amistad”.
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“¿Con Siqueiros?”, le pregunto.
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“Con Siqueiros”, responde. “Nos reconciliamos. Nos hicimos amigos en Cuernavaca, cuando él estaba pintando en La Tallera. Y el que me llevó allí fue Jacobo Zabludovsky”.
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“Comimos en la casa de Siqueiros y nos tomaron, eso sí, muchas fotos. Hay un libro de Zabludovsky sobre Siqueiros y en la portada estamos Siqueiros y yo.
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“¿Hubo una reconciliación ideológica con Siqueiros?”, le pregunto.
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“Sí, porque a él le gustaba mi obra. Incluso cuando era yo muy joven”.
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Cuevas cuenta sobre una serie de entrevistas, realizadas por Raquel Tibol en la revista Hoy, en los años cincuenta. En una de la estas últimas, Siqueiros hablaba sobre Cuevas.
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“Hablaba del grupo al que yo pertenecía que después se conocería como Generación de la Ruptura. Decía que no sabía que hacía yo con esos jóvenes ya que mi obra era muy superior. Decías cosas como: ‘La obra de Cuevas es muy superior a la de sus compañeros dizque abstraccionistas’, ‘porque José Luis pertenece a nuestra escuela’, ‘Porque él tiene el sentido dramático de José Clemente Orozco’. Esto debió de haber sido en el año de 1954”.
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Me pide que ponga pausa a mi grabadora, seguramente para comentarle algo off the record a su amiga. La cinta continúa con una carcajada femenina y enseguida la voz de Cuevas hablando sobre temas relacionados con su salud. Alguien se presentó recientemente en el Museo José Luis Cuevas para suplicarle a él que, por favor, no se operara de la próstata.
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“Ayer hablé con el médico”, le dice a su amiga. “Le planteé todas mis espantosas dudas. Le dije: Mire usted, de muchos lados me han llegado noticias verdaderamente preocupantes de la operación. Un médico de Houston, el doctor Stein, me dijo: Nosotros podemos operarlo aquí en el hospital de Houston, pero no le garantizo que su estado vaya a mejorar, porque usted puede tener ya una incontinencia. Podría durar dos años con la incontinencia, o puede ser por todo el resto de su vida. ¿Cómo yo voy a dejarme operar por un médico que me dice eso? Te lo dicen porque no quieren que luego los vayas a demandar, cosas ésas de los gringos. Lo comento con otra gente y me dice: Te quiero advertir que los pañales para adulto que se fabrican en Estados Unidos son verdaderamente maravillosos”.
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Cuevas comienza a carcajearse. La conversación sobre los riesgos de la operación de la próstata continúa, hasta que le recuerdo que me estaba contando algo sobre Siqueiros.
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“Ah, lo de Siqueiros”, dice. Retoma la historia. “Un día me llama por teléfono”.
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Vuelve a levantar al voz para imitarlo.
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“’¡Habla Siqueiros!’ Yo ya había leído la revista y todo lo que decía de mí. ‘Hombre, quisiera conocerte, ¿por qué no vienes a desayunar?’, me dijo. Vivía en la calle de Sonora en la colonia Roma. Cuando llegué me encontré con que ahí estaba Raquel Tibol, a quien por cierto encontré muy atractiva, con un cuerpecito curvilíneo tipo Lilia Prado, artista de la época. Recuerdo una cosa muy chistosa: que cuando Siqueiros empezaba a platicar conmigo, ella anotaba todo en su libreta, y que cuando hablaba yo, ella dejaba de apuntar”.
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Risas.
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“Raquel Tibol se fue y desayunamos solos Siqueiros y yo. Discutimos. Yo le hablé. Le dije que le agradecía los elogios, pero que no creía en la Escuela Mexicana de Pintura. ‘Pero ¿por qué, José Luis?’. Total que me dice: ‘¿Por qué no ordena usted sus ideas y las escribe? Y me las traes’, ya me hablaba de tú, ‘y las publicamos en el Diorama de la cultura’. Al poco llegó una brasileña artista de cine a la que Siqueiros le iba a hacer un retrato. La pintó en una sola sesión, él elogiando la piroxilina, diciendo que era una maravilla, que secaba, que quién sabe qué. Y la modelo posando. Vestidita. Cuando me voy, me dice: ‘Bueno, José Luis, no se te olvide escribir. Escribe todas tus ideas y yo te voy a contestar’”.
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De nuevo Cuevas pide que apague la grabadora. Cuando la grabación se reanuda, Cuevas está contando otro episodio de su Cuevario: él en Oaxaca, defendiéndose del ataque de un colega, durante un encuentro de pintores, entre ellos Francisco Toledo, Javier Arévalo y Gilberto Aceves Navarro.
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“Y es que sucedió algo”, dice Cuevas, tratando de explicar el origen de la disputa con cierto pintor. “Estábamos (él y otros pintores) en ese lugar maravilloso que es el Convento de Santo Domingo. Bertha y su hermana andaban por ahí. Y en ese momento aparecen dos bellas mujeres, dos cueros. Eran dos venezolanas que se tomaron hartas fotos conmigo. Divinas. ‘Es que en Venezuela te queremos mucho’, me dijeron. Y entonces resulta que eso fue lo que provocó el resentimiento”.
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Se pone reflexivo.
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“Los peores enemigos a veces están en los amigos”, dice. Cuenta que hace cuatro días asistió con Bertha, su esposa, a una comida con el presidente de Uruguay Julio María Sanguinetti en la embajada del país sudamericano en la Ciudad de México. Sanguinetti es amigo suyo, un tipo que escribe sobre arte. De nueva cuenta, Cuevas hace una imitación de lo que le dijo el presidente en cuanto lo vio:
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“¡Hombre, José Luis, me he enterado de tu próstata!”.
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Risas.
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“¡Eso te pasa. Ése es el castigo!”, cuenta que le dijo delante de la distinguida concurrencia. “¡Por andar galaneando! En cambio los hombres serios como yo que somos fieles a nuestras esposas no tenemos esos problemas de próstata.
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“Esa simple atención, que el presidente de Uruguay supiera de mi próstata, me provocó unas miradas de odio de mis amigos”.
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Se refiere a un ex gobernador de un estado del sureste y a su esposa presentes en esa recepción, que tuvieron que ser presentados para que el presidente uruguayo supiera quiénes eran.
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“Y no me quedé en la comida. Estaba enfermo como para quedarme con todos estos amigos míos que me miraban con un odio espantoso nada más porque el presidente de Uruguay me preguntó por mi próstata”.
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“Claro”, le dice la amiga, la que está en su estudio, en el mismo sitio donde también me encuentro yo.
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“Cuando me despedía les decía: Ya me tengo que ir, no me puedo quedar”. “Pero quedate a comer y después de te vas”, le dijo Sanguinetti. “¿Te vas?”, le dijo la esposa del ex gobernador. “Mira”, le respondió a la mujer. “Yo me he levantado de la cama nada más para venir a saludar, de manera que ya te saludé y ya me voy. Con las enfermedades y la muerte no se juega”.
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FOTO: “¿Hubo una reconciliación ideológica con Siqueiros?” “Sí, porque a él le gustaba mi obra. Incluso cuando era yo muy joven”. En la imagen, David Alfaro Siqueiros y José Luis Cuevas/EFE