Espinasa o la poesía crítica

Ene 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 3435 Views • No hay comentarios en Espinasa o la poesía crítica

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

José María Espinasa (Ciudad de México, 1957) es uno de nuestros pocos críticos literarios, incansables y “militantes”, como dicen los italianos. Entre los colegas quienes ya tenían una presencia pública cuando yo empecé, a mi vez, a publicar, él es de los pocos en persistir, ajeno a las universidades y a las academias, habiendo sido –además– capaz de no dejarse esclavizar por el periodismo o reacio a abandonar el oficio simplemente por aburrimiento. Que reúna en Para una política del texto (Notas sobre la literatura mexicana después de 1968) y la edite en su propia casa –Ediciones sin nombre– es para mí algo más que un motivo de alegría porque estuvimos tan cerca –en las buenas y en las malas– que mi obra mexicana es, en una buena medida, una variante de la suya. Yo aprendí mucho de él y sigo aprendiendo; sus críticas a mi Octavio Paz en su siglo (2014 y 2019), incluidas en este libro cuando habla de lo editado durante el centenario del poeta, son en su mayoría justas y sólo en un punto usaré alguna a mi favor.

 

El examen realizado por Espinasa es de una claridad polémica que debería ofrecerse como guía para quienes buscan críticos en los claustros y no los encuentran. A Espinasa, sin llegar a ser anticanónico, le gusta contrariar el canon incluyendo a autores mal leídos o despreciados. Sus páginas sobre Tomás Segovia, Elena Garro, Francisco Cervantes o Inés Arredondo (a la que considera, de manera extraña, como una olvidada, igual que al hoy celebérrimo ex raro Francisco Tario), son ya, precisamente, canónicas. Aunque la palabra le da erisipela quizá por cierta anglofobia de origen peninsular, su insistencia en rescatar expósitos o náufragos no siempre es convincente.

 

La intención se agradece… pero ¿realmente merecen tantas páginas Severino Salazar, Ulalume González de León, Federico Campbell o Alejandro Sandoval? ¿Será tan importante la poesía de Elba Macías como para que Espinasa corra el riesgo de la impopularidad al hablar de “literatura femenina” refiriéndose a ella? Encuentro en esas expediciones de salvamento más que una voluntad justiciera –aunque la haya– la extravagancia de quien se obstina en remar en un lago árido y reseco. Y sus necedades, como en los casos de Esther Seligson (la búsqueda de la fe, antagónica con la frialdad de su inteligencia, le impidieron realizarse como escritora) o Francisco Segovia (si su alma turbulenta dejara caer algo de bilis sobre sus paisajes, tendríamos a un poeta), no tienen remedio. Todos los críticos las padecemos.

 

En otros casos, desde luego, la visión que Espinasa tiene de nuestra poesía —sobre todo– subraya mi ignorancia o me invita a releer autores olvidados o porque los leí demasiado –Francisco Hernández– o porque aún debo leerlos en serio –como Gloria Gervitz– teniendo en cuenta que en La historia mínima de la literatura mexicana del siglo XX (2015), sí habla de los escritores nacidos después de los años cincuenta, reseña cuya escritura anhelo para pelearme en buena lid con Espinasa, una remota debilidad.

 

Me atrevería a decir que sobre poetas como Jaime Sabines (inteligente sin ser intelectual), Rubén Bonifaz Nuño (un poeta-escultor), Gabriel Zaid (ajena a la metáfora, su poesía visual se hermana con la pintura) y Homero Aridjis (el más rilkeano de los nuestros), Espinasa ha dicho la última palabra. Y en cuanto a quienes porque estaban aún en ciernes, en 1965, fueron excluidos de Poesía en movimiento (antología examinada sin contemplaciones por Espinasa, quien le dedica un ensayo claridoso lamentándose que la voluntad de ruptura de aquel Paz haya sido rechazada por el resto de los antólogos), como Eduardo Lizalde (acaso el verdadero heredero de Ramón López Velarde) y Gerardo Deniz (a quienes los más jóvenes –perdónenme– suelen leer mal), reciben, gracias a Espinasa, una verdadera relectura.

 

De la no muy memorable poesía de Espinasa, su empatía se desplaza hacia la crítica como una mirada enternecida (aunque no piadosa) del mundo. Sólo él puede crear un conjunto de “libros calendáricos” al juntar los títulos de La semana de colores (Garro), A cada rato lunes (González de León), Fin de semana (Juan Vicente Melo), Diario semanario (Sabines) y Septiembre y los otros días (Jesús Gardea), o rescatar, con una emocionante hondura lírica, en Juan José Arreola, no al supuesto juglar, sino al prosista del silencio que se descubre a sí mismo escribiendo solapas y corrigiendo pruebas. A veces, como todos quienes envejecemos escribiendo demasiado, es desaseado y reiterativo, pero cuando retrata a los personajes de Jesús Gardea, que “llegan a tener una carga dramática aún más fuerte en función de su ausencia, están –siempre, por definición– en otra parte, son como tal sombra, hueco”, estamos ante el poeta liberándose a través de la crítica.

 

Espinasa desdeña lo biográfico y la suya, por temperamento, es la Escuela de Ginebra, suiza y antiparisina. Su crítica se nutre de la fenomenología menos que del psicoanálisis, del giro lingüístico o del marxismo. Pero casi no hay texto de Espinasa donde la anécdota no sea la llave del retrato, como decía Sainte-Beuve, aunque el autor de Para una política del texto sepa, con Paul Bourget, que por definición toda anécdota es falsa. Pero no le importa. Si Espinasa no hubiera participado en las legendarias bacanales de Juan Carvajal en Tepoztlán, ¿le dedicaría tanto espacio a una obrita que apenas emerge de la biografía de uno más de nuestros malditos? No lo sé. Cree Espinasa que la anécdota está más cerca de la poesía que de la biografía. A Sainte-Beuve, por cierto, lo acusaron de lo mismo.

 

El ecumenismo de Espinasa podría agradecerse si no encubriera su negativa a ejercer las funciones judiciarias de la crítica. ¿Elsa Cross, la más grande de nuestras poetas, debe estar cerca de Jorge Ruiz Dueñas? No. ¿Cómo es posible que siendo de los primeros admiradores fervientes de Daniel Sada, Espinasa no se atreva a decir, con toda firmeza y todo descaro, que fue el narrador más original y virtuoso de los nacidos después de 1950? Su argumentación así lo exige; pero insiste en aquello de “los narradores del desierto”, etiqueta impresa entonces –por él o por mí– y cuya denominación de origen quedó cancelada gracias a Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), del propio Sada.

 

 

Ocurre que Espinasa, por relativista o por libertario, le tiene horror a la jerarquía. Lanza el canon y esconde la mano, y es probable que, con mala leche, exhiba a autores de primera junto a mediocridades para expulsarlos de la república empujándolas hacia un puente de plata. Que yo tomase de Ortega y Gasset aquello de “jefe espiritual” para endilgárselo a Paz, acaso fue un error, pero en cualquier caso supe que la evidencia molestaría a los espíritus bucólicos. A mí puede reprochárseme, con veracidad, privilegiar, como crítico, a la prosa y a la historia sobre la poesía y la experiencia; pero en Para una política del texto no encuentro cuál es la política.

 

Su introducción sobre el movimiento estudiantil de 1968, es una prueba, un tanto penosa, de los muchos años que Espinasa lleva sin leer novedades de nuestra historia contemporánea y sin leer, al menos, a los menos complacientes de nuestros articulistas políticos. La suya es una doxa a la cual sólo salva su rectitud al sugerir que Carlos Monsiváis pertenecerá a nuestra historia democrática, sin duda, pero no a lo mejor de la literatura mexicana, salvo por su libro sobre Salvador Novo, esa excepción personalísima. Del 68, en poesía, quedó poco de valor, acaso, según Espinasa, la poesía del histrión Alejandro Aura (un imitador de ese falso bárbaro que fue el refinadísimo Efraín Huerta) o Isla de raíz amarga, insomne raíz (1976), de Jaime Reyes, cuya elocuencia –lo cual para mí es insólito– nada les dice a los poetas radicales del nuevo siglo.

 

No tocaba, en fin, a Espinasa, dibujar el mapa de nuestra literatura como ciudad política, no es lo suyo y, por ello, la introducción de Para una política del texto (Notas sobre la literatura mexicana después de 1968), seguida del título y del subtítulo, salen sobrando. Librando esa irrelevancia molesta, estamos frente a un libro esencial sobre nuestra gran tradición porque José María Espinasa cree –lector cuidadoso de Jorge Guillén– que no sólo el mundo, sino la literatura mexicana, “está bien hecha” y esa convicción poética hace de sus páginas críticas sobre Juan Rulfo y sus murmullos, acerca de tantos narradores o sobre los poetas que florecieron durante la última mitad del siglo XX, piezas maestras de la crítica hispanoamericana, tan cercana, a veces, a la poesía de la que se nutre.

 

FOTO: José María Espinasa, crítico y ensayista./ Archivo EL UNIVERSAL

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