Joshua Gil y la rabia huerfanobélica
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Una mujer debe trabajar en cultivos ilegales para sostener a su familia, que se ve amenazada tanto por la presencia del ejército como por la hostilidad del narco
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POR JORGE AYALA BLANCO
En Sanctorum (México, 2019), hipnótico film 2 del autor total poblano con estudios en la Escola Superior de Cinema i Audiosuals de Catalunya y con Patricio Guzmán y los hermanos Stephen y Timothy Quay de 42 años Joshua Gil (segundo asistente de cámara en Japón de Reygadas 02; largos TVfilmes genéricos: Violentos recuerdos 07, El último silencio 07, Un balazo para Quintana 08 y Secreto mortal 08; primer desdramatizado film: La maldad 15), una joven Madre campesina indígena (Nereyda Pérez Vázquez) interviene en las arduas labores diarias de cosecha de mariguana, sin serle permitido hablar con nadie y a punta de rifle por parte de los miembros del cártel dueño de la tierra cerca de un mínimo desperdigado pueblito ancestral de la etnia mixe, en cierta sierra neblinosa de un México acosado por la innombrable guerra contra el narcotráfico y desmembrado entre el Ejército y el crimen organizado, y por añadidura la mujer debe tirarse al suelo al interior del camión de redilas, junto con su pequeño Niño (Erwin Antonio Pérez Jiménez), al que debe llevar consigo al campo, y esconder las cabezas cada vez que un transporte de policías municipales cruza por la carretera para exigir su cotidiana cuota obligatoria por hacerse de la vista gorda (“Vamos para abajo, tienes que pagar, a mí me la pelas, si no vamos a chingar a estos cabrones”) y dejar pasar al apiñamiento de peones jornaleros delictuosos que trabajan en eso porque es lo único que sus padres les enseñaron a hacer, por lo cual, mientras el maestro Javier (Javier Bautista González) politiza tempranamente a sus alumnos mayorcitos de clase única (“Publicaba un periódico llamado Regeneración, de regenerar, como las plantitas”) y participa activamente en la formación de un grupo de valerosos autodefensas armados al que pertenece el viejo compadre Marcos (Damián D. Martínez) y dirige un lacónico pero elocuente Líder Campesino casi intangible (Elías Ignacio Vargas), la Madre se ve obligada a dejarle encargado a la vetusta Abuela supersticiosa fatalista (Virgen Vázquez Torres) la custodia de su Niño, antes de desaparecer ella misma para siempre con otros catorce levantados en un operativo inidentificable, ser velada ritualmente in absentia bajo la forma de un túmulo florido y ser simbólicamente enterrada, poco antes de que ocurra el temido arribo del Ejército para castigar a los autodefensas locales a quienes acusan del crimen colectivo contra sus propios parientes y amigos de su comunidad, al amanecer de una tensa y larga noche, como de fin del mundo imaginado muy próximo, poniendo al Niño buscador de su Madre literalmente entre dos fuegos, inerme y a merced de esa rabia huerfanobélica.
La rabia huerfanobélica abre en forma poética y al modo de un bello prólogo onírico, aludiendo o remitiendo y reiterando el tema central de la orfandad, un verdadero orfanato visualista y visionario, con los arrolladores planos imponentes del firmamento poco a poco anunciando y dibujando su cósmica Orfandad en el nítido espejo perfecto del agua que va reflejando sus mil estrellas bipartidas por la roja línea del horizonte en un perpetuo punto del alba, el Niño huérfano de capucha gritando semioculto en la espesa niebla (“Má, má, má”), el huérfano Soldado medio obeso medio engordado por el chaleco antibalas mirando hacia el cielo acaso por encima de él sin soltar su casco sujeto por ambas manos sobre las rodillas en lo que baja la vista resignada, unos lejanísimos truenos son percibidos desde la inmensidad por el viejo Marcos huérfano con fusil al hombro sobre el largo jorongo listado, y sólo así, bien marcado su tono resonante con poderosos tintes oníricos, el relato puede comenzar, o más bien, seguir emergiendo, sin prisa.
La rabia huerfanobélica va más allá de la negatividad del desdramatizado film autorreflexivo filosófico anterior de Gil signado por La maldad, se remite a las cosmogonías indígenas precortesianas y subsistentes, las recrea al invocarlas, inventa las suyas propias al reinventarse, y opta clara y decididamente por el fin del mundo, el fin del mundo como bálsamo para la melancolía y remedio contra la angustia existencial, el fin del mundo que neutraliza para siempre el virus de la ira y el caos de la desconfianza y el desastre interior en el desmoronamiento de los valores esenciales de los hombres demolidos poscienciaficcionales, el fin del mundo sin apocalipsis redentor ni el descarnado juicio que se digna aguardar, el fin del mundo que rescata a través del cataclismo del rechazo y la miseria de las situaciones límite, el fin del mundo que se aferra a una recóndita luz de esperanza íntima, el fin del mundo como única alternativa viable y propuesta por los hombres en llamas y las huestes enfrentadas, el fin del mundo que soluciona el dilema del término divino-infernal para la humanidad desgarrada por la necesidad de seguir viviendo en la degradación y pérdida de todo lo que se ama y da un sentido a la acosada estancia sobre la tierra.
Y la rabia huerfanobélica nunca está libre del halo de tristeza que caracteriza al cine de Joshua Gil, de esa conciencia del carácter fugaz de la existencia, y de lo absurdo de muchas aspiraciones humanas fundamentales, en las lindes del realismo mágico, convocando como salvadora del doblemente encañonado Niño al espectro de la Madre que camina sin tocar a la tierra pero sí al eco de la voz infantil (“Es el momento de estar juntos”) y alejarse juntos, tomadas con dulzura sus manos, hacia la franqueada distancia lacustre vuelto un cintilante espejo naranja, mientras la trascendencia de lo sobrenatural que es también carnal se doblega ante el abrazo a un fálico tronco arbóreo de la Abuela mirando con ojos implorantes hacia el inclemente cielo tempestuoso para que un tilt-up abra hacia indefinidos rayos resonantes de rabia, y así el silencio de lo irrepresentable pueda reinar al interior de una omnielíptica e irreconciliable negrura, hasta la orfandad del fin de los tiempos.
FOTO: Sanctorum es la segunda cinta de Joshua Gil./ Especial
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