Juan Goytisolo: Tanto monta, monta tanto

Mar 24 • destacamos, principales, Reflexiones • 3386 Views • No hay comentarios en Juan Goytisolo: Tanto monta, monta tanto

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A lo largo de su obra, Juan Goytisolo incluyó rasgos que pueden definirla como la construcción de una religión propia, donde las ideas de destierro y trashumancia rebasan las visiones terrenales y comprometidas

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POR DANUBIO TORRES FIERRO 

Etre dépaysé: he ahí la expresión francesa que se traduce literalmente por estar fuera de su país pero que también contiene, en su significado, la idea de exilio y la de extranjero. Etre dépaysé: he ahí, si bien se mira, la clave reverberante de la summa literaria, y del texto vital, de Juan Goytisolo. “It is better to be dépaysé in someone else’s country than in one’s own” –recuérdese que escribe Cyril Connolly en The Unquiet Grave, libro para almas transterradas si los hay. Al menos en una de versiones fuertes, la figura que Juan trazó de sí mismo, y la figura que hizo encarnar en sus creaciones, una y otra inseparables en el compartido estatuto literario, responden a la voluntad de llevar a sus extremos el destierro y la trashumancia. De más en más paranoico de sus intereses, de más en más a favor de las propias emociones, de más en más dolido por las claudicaciones que impone la edad, de más en más refugiado en una intransigente actitud combativa retobada, y de más en más dispuesto a cavar en una reverenciada facundia cervantina, Juan se dedicó a adentrarse en la construcción de una religión propia, una religión que convertía a sus obsesiones en doctrinas, una religión que busca la trascendencia sin catedrales y sin catecismos y una religión, por fin, que precisamente por este último rasgo distintivo fue muy similar en sus formulaciones y apetencias a aquella que hacen suya esos padres fundadores que fueron, en las costas transatlántica, Pablo Neruda (el de las Residencias), Octavio Paz (el de Libertad bajo palabra), José Lezama Lima (el de Enemigo rumor y Paradiso). Sí, de ellos, cabe conjeturar sin forzar la mano, Juan aprendió a proponer una estética de vuelos libérrimos sin renunciar por ello a una visión puntualmente terrenal, comprometida. Y más: en una tentativa (consciente o inconsciente: tanta da) muy de artista por aspira a la sobrevida, él parece haber apostado por una persona que se recostaba, es verdad, en un ejercicio de ademanes monásticos huérfano del esencialismo redentor pero, a la vez, atravesado por esos rasgos clericales que se manifiestan en la renuncia a las señas de identidad nacionales para optar por el estatuto del exilado infatigable, en la búsqueda de unas afueras en las que situar el combate espiritual a sabiendas de que nadie es profeta en su tierra y en la apuesta por un peregrinaje que abandona los bienes propios y ajenos y se desentiende de cualquier pretensión de pertenencia o voluntad de apropiación. Hasta la acedia del melancólico que, en el claustro monástico, hace del eros una referencia que se apoya por igual en el luto del apartamiento y en el narcisismo regresor resulta, en este contexto, parte constitutiva de una estrategia que vuelve el retiro solitario y el carácter desafecto unas prácticas destinadas a allanar la contemplación. Etre dépaysé implicaba, también y como lo sabe cualquier seguidor atento del canon goytisolano, situarse en los arrabales, desplazarse a la marginalidad y borrar las fronteras: elogio de lo transterritorial, repudio de las familias, porfía en el mestizaje. Cabe recordar, para abonar en estas cuestiones (una cuestiones que son, como siempre ocurre en el universo de las artes, ambiguas y contradictorias en la misma medida en que aquí se graban y más allá se borran, sometidas como están al movimiento de la antagonía y la crítica), que Juan, al confeccionar su parco linaje patrio contemporáneo, eligió a José Ángel Valente como su amistad literaria más próxima, ese Valente que asimila pero nunca con-funde la experiencia interior del artista con la experiencia del místico y que literariamente no duda en mezclar la poesía y el ensayo en una estructura bastarda. También en este sentido, importa agregar que El exiliado de aquí y de allá fue, en 2008, la última pieza narrativa de Juan, y agregar, acaso como dato todavía más significativo, que Belleza sin ley (título que es a la vez un hallazgo y un programa) fue, en 2008, el libro que más milita a favor de una idea y una práctica personales de la literatura y que revisa unas obras que, a la manera de una religión, se quisiera que fomenten y organicen un re-ligamiento –un vínculo y un reconocimiento. Mayoritariamente, no son obras las que allí se convocan a las que el lector acuda de forma espontánea; son obras que, desde la complejidad y la complicación, llaman y solicitan a quienes son capaces de descifrar un código y acceder a una comunión. Es fundamental señalar, al cabo de lo hasta aquí dicho, que Juan construyó, en un trayecto largo de muchos títulos que nunca conoció el cansancio o el desánimo, una congruencia literaria y testimonial cuyo primer y gran mérito es el de existir en y para un momento histórico determinado, el de apretar unos resortes circulares que envuelven un mundo y el de proponer un acento –literario, moral, político– inconfundible que acabó por ganar autoridad dramática y presencia resonadora. Que allí, casi siempre, o siempre, él ennegreciera las tintas y sobreactuara es cosa ínsita a un carácter innegociable y a una táctica escritural propia. Tanto monta, monta tanto…

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Dépaysement // Chagrin. Telón de boca, de 2003, debe leerse como la despedida de Juan, como el libro que se reclina bajo la sombra enorme del Tolstoi de A Confession (“Today or tomorrow sickness and death will come –they have come already– to those I love or to me; nothing will remain but stench and worms…”), como el libro que si no liquida el dépaysement sí lo vuelve más aún radical, y como el libro que hace suyo el chagrin, esa palabra que es la palabra final de una cita del Temps retrouvé de Marcel Proust con la que el libro se cierra y que reza así:

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Car il y a dans ce monde ou tout périt, une chose qui tombe en ruine, que se détruit encore plus complétement, en laissaint encore mois de vestiges que la Beauté: c´est le chagrin.

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Chagrin: tristeza, congoja, pesadumbre, desazón, amargura, quebranto, aflicción, angustia, depresión… Una larga cadena de equivalencias para dar cuenta de una herida crepuscular, una herida casi póstuma. ¿Acaso no fue el mismo Proust quien aseguró, también en el Temps retrouvé, que de alguna manera radical, profunda, todo libro es “un cemètiere”? Se impone, entonces, recordar que en Ardores, cenizas, desmemoria, de 2012, que recoge los únicos poemas por él escritos, Juan –un Juan ya dañado y sin ilusiones– dice que

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Feliz el que se muere

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sin saber que se muere.

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Parece que, en efecto, Juan murió una tarde, después del mediodía, sin saber que se moría. Una prueba más de que la escritura provoca la realidad, la hace patentizarse. Una prueba más de que la religión del arte –que se admita, en estos contextos, tamaña ampulosidad, que habría hecho apenas sonreír malicioso a nuestro autor– es la única religión que realmente existe.

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Este poema de Juan Goytisolo forma parte del libro Ardores, cenizas, desmemoria, única pieza decididamente poética del escritor. Más allá (o más acá) de sus claros ecos pacianos, el poema se trascribe aquí porque sus postulados se adecuan, y hasta ilustran, el texto de Torres Fierro al que acompaña.

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Cenizas

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ya sin rescoldo alguno.

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Final de la consumación.

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Nada es la llama que alumbró.

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el ardor que da vida

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a la voz y a la imagen.

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Todo se extingue

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y disipa

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la embriaguez del instante.

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Foto: Juan Goytisolo, autor de El exiliado de aquí y de allá, vivió buena parte de su vida en Marruecos. / EFE

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