Esto no es una entrevista con Juan José Millás
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La vida a ratos, la nueva novela del escritor español Juan José Millás, apuesta por renovar el género del diario personal. En entrevista aborda otros de sus temas recurrentes: la vida del adúltero; la locura en la era digital y las falsas fronteras entre el periodismo y la literatura
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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
El Juan José Millás que está sentado en el estudio no es el mismo Juan José Millás que salió esta mañana del hotel donde se hospeda en la colonia Anzures. Es más, no es el mismo personaje de La vida a ratos (Alfaguara, 2019), la novela más reciente que el escritor Juan José Millás escribió a lo largo de 194 semanas en las que a partir de los apuntes semanales que hace el protagonista –su homónimo– se enfrenta a los dilemas de un escritor de 67 años.
Juan José Millás (Valencia, 1946) ha sido fiel a una narrativa en la que los espejismos, las ambigüedades existenciales, el acecho casual del doppelgänger, incluso el carácter clandestino con que sus personajes se renuevan en cada una de sus novelas. Al menos desde La soledad era esto (su séptima novela, con la que ganó el Premio Nadal en 1990), sus personajes son parte de una apuesta narrativa en la que los malentendidos los llevan a enfrentarse a un pasado en el que las grietas personales son llenadas por la nostalgia, la locura y a veces el adulterio (Cuentos de adúlteros desorientados, 2003). Uno de los rasgos distintivos de la narrativa de Millás es la repulsión a la rutina en un mundo de por sí raro, que se manifiesta en su vocación como escritor por intercambiar los filtros de la realidad, eso que los teóricos llamaron extrañamiento y él resume con la palabra “fiebre”, un estado entre la vigilia y el delirio.
Cuenta que en La vida a ratos cada una de las semanas en que se divide la novela es una unidad narrativa en la búsqueda por renovar el asombro del protagonista frente a la cotidianidad: en su taller de escritura creativa, sus sesiones con la psiquiatra, su hipocondria, su vida de pareja, su admiración por autores como John Cheever y Sandor Marai, su vida pública como escritor, la inminente llegada de la vejez y con ésta la cercanía de la muerte, temas que alimentan esta novela disfrazada de diario, como él la define.
De paso en la Ciudad de México, habla sobre La vida a ratos y otros temas recurrentes en su obra: la vida clandestina de los adúlteros; la locura de las redes sociales; las falsas fronteras entre el periodismo y la literatura, y por tanto la naturaleza de los periódicos como artefactos narrativos, a los que define, parafraseando a Magritte: “esto no es la realidad. Es una representación de la realidad”.
¿La vida a ratos es una especie de memorias tardías?
Comencé a hacer este libro cuando tenía 67 años con la idea de hacer una especie de reportaje sobre la vejez. Me parecía que no había muchas cosas sobre este asunto. En seguida me di cuenta de que ponerse a observar la vejez es absurdo porque no la ves. La vejez llega a traición. No eres consciente y llega poco a poco, te vas adaptando a sus limitaciones. No ocurre que un día te levantas y dices: “ya soy viejo”. Es un proceso traicionero. Entonces deseché esa idea y pensé en escribir un diario de mi vida cotidiana escrito desde la edad que tengo. Al escribirlo me di cuenta de cómo las fronteras que ponemos entre las edades son muy artificiales. Recordé que un día me llamaron de una asociación de escritores jóvenes a dar un discurso inaugural. Fui a ese congreso y les dije: “¿vosotros se imagináis una asociación de escritores viejos?” Por supuesto se rieron. Comprendieron que no tenía sentido, como no tiene sentido una asociación de escritores jóvenes. La primera obligación que tiene un escritor joven es llevar dentro un escritor viejo, y la primera obligación que tiene un escritor viejo es llevar dentro un escritor joven precisamente para romper las fronteras. Estaríamos encadenados a escribir en un solo registro o de una sola cosa. La cronología es un invento muy artificial.
Pensé en dividirlo en semanas de manera que cada semana fuera una unidad narrativa. En esa época estaba enseñándole a mi nieta los días de la semana. Y me di cuenta que cuando se los recitaba, ella los escuchaba como si fuera un cuento y cuando ella me los decía los recitaba como si me estuviera contando un cuento. Cuando nos levantamos de la cama los lunes afrontamos la semana como si fuera un cuento. Como si algo fuera a ocurrir esa semana que no ocurrió en la anterior. Siempre esperamos que suceda algo. Esto me permitió escribir una novela que está disfrazada de diario, en donde cuento lo que me pasa en los ámbitos donde se mueve mi vida. Mi vida se mueve, como la de todos, en cinco, seis, siete ámbitos. Los diarios son muy serios porque los diaristas se toman a sí mismos muy en serio. Este modo de afrontarlo distinto me permitió hacer la parodia de un escritor.
En La vida a ratos menciona que las buenas novelas tienen fiebre.
Es una sensación muy subjetiva. Me gusta mucho la fiebre. De niño yo padecía de fiebre por las anginas. Me gustaba mucho sentir la fiebre baja, de 37, 37. 5. Cuando tienes esos grados de fiebre, la realidad te produce extrañeza, la realidad se modifica, nos muestra lados que naturalmente no vemos. Hay días en que me levanto y tengo la sensación de que la realidad tiene fiebre, no yo, sino la realidad; o de que una novela que estoy leyendo tiene fiebre. Cuando siento que la realidad tiene fiebre me muestra lados que habitualmente no me muestra; cuando la realidad tiene fiebre soy capaz de ver en la trastienda de la realidad. Cuando leo una novela que me da la sensación de que tiene fiebre, me gusta mucho por que es una novela que me muestra el fondo y el trasfondo.
Hay un fragmento sobre el suicidio de Sandor Marai y días después sobre el asombro que le provocó el trazo de un caracol en un mosquitero.
Iba buscando hablar de la vida cotidiana, doméstica, aspectos en apariencia banales pero intentando ver lo que hay de misterioso en ellos. No hay nada más raro que lo normal. Lanzo sobre esos detalles de la vida cotidiana en los que no reparamos habitualmente, una luz que permite ver el misterio de la vida cotidiana. Nosotros nos movemos por la vida sin verla. Seguramente desde que me he levantado he pasado por veinte semáforos y no los he visto. Pero si esta noche al llegar a mi hotel en medio de mi habitación hubiera un semáforo me produciría asombro ese artefacto tan raro, esa escultura tan interesante simplemente porque la he sacado de contexto y por eso adquiere un brillo especial. La obligación de un escritor es que al lector le extrañe lo que es cotidiano. La primera obligación del escritor es desfamiliarizar al lector de lo que le es familiar. ¿Para qué? Para que las cosas adquieran significado.
¿De qué se nutren sus historias?
En este libro de cómo discurre mi vida cotidiana. He intentado que el lector que acercara las historias que cuento en este libro del mismo modo que un mirón observa por el ojo de la cerradura. En este libro, me han dicho muchos lectores, se lee como si vieras a través del ojo de la cerradura. Estás viendo la vida íntima de una persona. ¿Qué es lo que a nosotros nos gusta ver cuando nos asomamos por el ojo de la cerradura? Nos gusta vernos a nosotros mismos. Aunque estemos viendo a otro, aunque no lo sepamos conscientemente intentamos vernos a nosotros mismos.
Hay un episodio en La vida a ratos en el que usted se encuentra con una mujer angustiada por unos análisis clínicos que tendrá pronto. Y de repente los une la interpretación de “Un mundo raro”, de José Alfredo Jiménez.
Esta canción se ponía mucho en la radio cuando yo era pequeño. Me impresionaba el sintagma “un mundo raro” porque yo percibía que el mundo era raro. A mí me extrañaba el mundo. En una ocasión me han llamado el autor de la extrañeza y escribo desde ahí, desde la extrañeza que te produce la realidad. Esta canción, titulada “Un mundo raro”, con esa letra, me impresionaba muchísimo y sigue impresionándome.
Las únicas redes en las que sus personajes se involucran son los foros de aficionados. ¿Qué encuentran ahí?
Locura. Cuando uno entra en foros, no importa de lo que sea, ves cómo late la locura del mundo. Puedes entrar a un foro de cardiólogos o de enfermos de hepatitis. Por detrás de las cosas que hablan late la locura y el delirio que mueve al mundo. Este mundo es un delirio consensuado. Nos hemos acostumbrado a él. El mundo es delirante.
En otros de sus libros están presentes los adúlteros. Incluso les dedicó un libro de cuentos en los que los une el clandestinaje. ¿Qué ve en ellos?
El adulterio es un tema que siempre me ha importado mucho porque tenemos una idea muy equivocada respecto a él, como respecto a casi todas las cosas. El adulterio es la metáfora de todos los malentendidos. La vida está hecha de una sucesión de malentendidos y el adulterio es uno de ellos. En la teoría general se dice que el adulto se va con una mujer que no es su esposa porque piensa que su esposa es sagrada y con ella no se pueden hacer las cosas que sí se pueden hacer con la amante. Se suele teorizar sobre el adulterio pero desde el punto de vista masculino. Yo sostengo que el adúltero se esconde tanto porque con quien realmente se está acostando es con la madre, aunque no sea consciente de ello.
Ha abordado la relación de su trabajo periodístico con su trabajo narrativo.
Creo que la frontera que ponemos entre la literatura y el periodismo es retórica. No existe. Cuando un texto periodístico es bueno, quieras o no, es literario. La única diferencia es que en el periodismo te tienes que atener a los hechos. Si voy a hacer un reportaje no me puedo inventar que un personaje que me he encontrado en la vida real tenía bigote, si no tenía bigote. El resto del trabajo es idéntico al trabajo que se hace cuando uno escribe un cuento. Es decir, lo que uno debe hacer es seleccionar materiales y articularlos. Cuando uno va a un sitio para hacer un reportaje, de todas las cosas que escucha o ve, selecciona el cinco a diez por ciento. ¿Con qué criterio se seleccionan los materiales? Lo sepas o no, es mejor que lo sepas: seleccionas aquellos materiales que puedes poner al servicio del sentido y luego los articulas. ¿Qué haces cuando escribes un cuento? Vas pasando ideas por tu cabeza y vas seleccionando. Una vez que hiciste la selección las articulas. ¿Cuál es la única diferencia entre una cosa y otra? Que en el reportaje los materiales te venían de fuera y en el cuento los materiales te vienen de adentro. Pero el modo de seleccionar y articular es idéntico. De hecho, hay muchos textos que leemos como un cuento o reportaje en función de lo que ponga arriba: si ponemos cuento lo leeremos como cuento. La fronteras entre un género y otro es muy artificial. Cuando un periodista de prensa escrita habla conmigo refiriéndose a mí como si él no lo fuera le digo: “Tú escribes, ¿no? ¿Y qué haces para escribir? Utilizar una lengua, la misma que utilizo yo, ¿no? ¿Y de la lengua qué utilizas? Los recursos retóricos que esta lengua te proporciona. Vaya, eres un escritor. Podrás ser un escritor bueno o malo. Pero eres escritor”.
¿Así como un escritor cuenta sus historias también hay ficción y retórica en la forma que los personajes públicos y medios cuentan la realidad?
Quizá recuerdes un cuadro muy conocido de Magritte en la que ha dibujado una pipa de fumar y debajo la leyenda: “Esto no es una pipa”. Es un cuadro que sorprende la primera vez que lo ves porque la leyenda está negando tu experiencia. Pero cuando lo piensas un poco mejor, dices: “caramba, lleva razón. Esto no es una pipa. Eso es la representación de una pipa. Y no se puede sustituir la representación con el objeto. Porque bastaría con que nos comiéramos la carta de un restaurante para sentirnos satisfechos. No hay que confundir el territorio con el mapa. Debajo de la cabecera de todos los periódicos deberían poner esta leyenda: “esto no es la realidad”. Y no es la realidad porque es una representación de la realidad. Lo que nos cuenta el periódico es una representación de la realidad del mismo modo en que el dibujo de una pipa es la representación de una pipa. En ese sentido, un periódico es un artefacto literario. Lo quiera o no.
FOTO: Juan José Millás considera que La vida a ratos es una novela disfrazada de diario./ Sergio Tapia/ EL UNIVERSAL