Juan Pablo Contreras: Silencio en Juárez
POR IVÁN MARTÍNEZ
“La música nacionalista mexicana me gusta más mientras más suene a Copland y a Bernstein”, me dijo Guillermo Sheridan, medio en broma medio en serio, cuando le mostré una grabación de El laberinto de la soledad, el ensayo sinfónico que le ha venido dando cierta popularidad y reconocimiento –y muchos premios- al joven compositor Juan Pablo Contreras (Guadalajara, 1987).
Tanto Carlos Chávez como Aaron Copland estarían orgullosos; ellos, quienes juntos pugnaron tanto por un “sonido americano” que le diera sentido a su búsqueda del concepto de identidad. Contreras, que creció en Guadalajara y que se formó entre Los Angeles y Nueva York, lo está consiguiendo. Su música es muestra de que los postulados de los primeros siguen vigentes, al igual que las formas “clásicas” sinfónicas, camerísticas o vocales, a las que algunas vanguardias temen quizá por su propia falta de consistencia, siempre que se acuda a ellas desde una visión contemporánea pero con respeto a los fundamentos básicos. Se nota que los ha estudiado, que los ha apropiado, y que a través de ellos ha formado una voz propia, moderna, con esencia personalísima y reflexiva, que madura con seguridad en cada obra nueva.
Yo lo había conocido poco antes al coincidir una primavera en Guadalajara. No estaría en su estreno, pero sabiendo de mi interés particular por el repertorio para cuarteto messiaen (el ensamble formado por violín, violonchelo, clarinete y piano, conocido así por aquel “Para el fin de los tiempos” escrito por Olivier Messiaen en un campo de concentración en 1941), me invitó a escuchar uno de los ensayos de su cuarteto “Silencio en Juárez”. Hallé en él, como en otros formidables ejemplos que tomaron el arquetipo (en México, destacablemente Federico Ibarra con “El viaje imaginario”) una condición compartida, además del instinto de búsqueda de posibilidades tímbricas y de color: su naturaleza espiritual y la carga emocional que las acompaña. Mientras Messiaen recurre al Apocalipsis de San Juan, Contreras lo hace –inspirado en la matanza de estudiantes en Ciudad Juárez en el 2010- al pasaje de la madre dolorosa y la liturgia para escribir esta pieza en cuatro movimientos que incluye –como la vida en Juárez, en medio del dolor– un corrido lleno de mordacidad.
Su música vocal es muy característica también. Siendo él cantante y habiendo tenido mucho contacto con el desaparecido Daniel Catán, de quien se nota su influencia, Contreras ha sabido colocar la palabra en música sin que la primera pierda sentido o sin que la segunda lo estropeé; por alguna extraña razón que debiera estudiarse, como muy pocos compositores de música clásica mexicana. Me atrevo a decir que su ciclo La más remota prehistoria (2012), con poemas de Darío Carrillo, es el ejemplo más sobresaliente –y maduro, en un sentido de seguridad que titubeaba en, por ejemplo, sus anteriores Cuatro Nocturnos– tanto en la escritura idiomática vocal como en la riqueza de la versión orquestada, llevada a cabo con mucha delicadeza e instinto en la manera en que el acompañamiento cobija, sin condescendencia, a la melodía.
De su escritura orquestal, el más reciente ejemplo es la pieza con la que ganó el Primer Concurso de Composición Arturo Márquez, organizado en México por la Sociedad de Autores y Compositores el año pasado: “Ángel mestizo”, el concierto para arpa que en cuatro movimientos (Conquista, Veracruz, Cadenza criolla y Son jarocho) “cuenta” la historia de la llegada de este instrumento a nuestro país. Es, como El laberinto, una pieza plena en su mexicanidad, con cierto aire impresionista que recuerda al Moncayo influenciado por Ravel, de mucha riqueza rítmica y de color, y, al igual que La más remota prehistoria, una pieza más madura y escrita con mayor confianza en los recursos utilizados para el quinteto de alientos y la sección de percusión del pequeño pero bien explotado aparato orquestal. Idiomática y virtuosa la escritura para el arpa solista, no dudo que esta aportación al nutrido repertorio mexicano para ese instrumento se convierta pronto en pieza obligada de la programación de nuestras orquestas.
Estas tres obras han sido el pretexto para que la firma Albany, la pequeña pero importante disquera neoyorkina, distribuya internacionalmente desde hace unas semanas su primer monográfico profesional; una especie de manifiesto estético que, por diversas razones artísticas y mercadológicas, lo coloca en un aparador al que, de México, solo habían accedido Ponce, Chávez, Revueltas, Lavista y Ortiz.
Destaco, junto al nítido registro fonográfico de las obras y un librillo con breves pero valiosas notas firmadas por el compositor, la participación del mismo Contreras como intérprete en el ciclo La más remota prehistoria, el cuarteto que se hizo cargo de Silencio en Juárez, especialmente la clarinetista Camila Barrientos y su liderazgo camerístico, y la espléndida ejecución de la arpista Kristi Shade como solista de Ángel Mestizo, papel que ya había desempeñado en el estreno absoluto de la pieza en la Sala Telefónica de la Ciudad de México, en diciembre pasado.
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