Julia Ducournau y el apetito femicaníbal

Abr 22 • Miradas, Pantallas • 5123 Views • No hay comentarios en Julia Ducournau y el apetito femicaníbal

POR JORGE AYALA BLANCO 

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En Voraz (Grave/Raw, Francia-Bélgica, 2016), perturbada perturbadora opera prima genérica de la autora total parisina de 33 años Julia Ducournau (corto previo: Junior 11, y el TVfilme Devoro codirigido con Virgile Bramly 13), unánime y universalmente arropada en festivales internacionales pese a tratarse de una mera aunque complejísima película gore, la tierna y sobreprotegida dieciseisañera de mente brillante Justine (Garance Marillier la heroína fetiche de la realizadora desde su corto inicial) que practica con fanática exclusividad el vegetarianismo por herencia de su severa madre (Joanna Preiss la herética documentalista-retratista de su expareja Bruno Dumont) y su permisivo padre (Laurent Lucas), es conducida a una escuela campestre de veterinaria, quedando expuesta desde la primera noche a las salvajes novatadas a que la someten los veteranos de su Facultad, a sus rutinas eróticas y a sus fiestas orgiásticas, pero también, lo más peligroso, a merced de su rencorosa hermana mayor Aléxia (Ella Rumpf), quien pública y alevosamente la obliga a comer vísceras de conejo, a sabiendas de que esa ingestión de carne cruda provocará en la chava graves reacciones alérgicas en todo su cuerpo y pavorosas mutaciones que la orillarán a secundarla en sus encubiertos hábitos caníbales, provocando juntas accidentes en plena carretera, para hartarse de manjares humanos, y otras prácticas que se revelarán cada vez más descaradas y bárbaras, hasta conducir a Aléxia a la cárcel y a Justine a la desesperación.

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El apetito femicaníbal se concibe de entrada como una alegoría de los trastornos fisiológicos y mentales de la adolescencia, en su salida del resguardo de la infancia (metaforizado por el vegetarianismo) hacia el primer contacto con el mundo real (carnívoro), algo más que un aprendizaje ceremonial: el canibalismo femenino como una respuesta defensiva de la fragilidad a la brutalidad acosadora, una suerte de desasosegante mutación bestialista cuya función fundamental consiste en resignificar todos los actos y relaciones posibles de la vida cotidiana tal como se viven aislados y sometidos a una serie de ritos iniciáticos hacia lo desconocido, pero simbólica y en exceso corporalmente experimentados.

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El apetito femicaníbal instala como segundo objetivo plástico-temático un autorreferencial discurso de la sangre omnipresente, al interior de un mundo agresiva, ofensiva y autofensivamente salpicado, bañado, inundado y sumergido en sangre menstrual, animal y así, a cuyo servicio se encuentran una fastuosa fotografía de Ruben Impens, una estridente música technorockera extradiegética de Jim Williams, una bombardeante edición de Jean-Christophe Bouzy y una ambientación de Laurie Colson tan insinuante cuan perversamente irrealista, pero ante todo un recurrente guión a saltos y pleno de incidentes en apariencia sueltos y arbitrariamente dispersos pues apenas con recursos de continuidad anecdótica, trátese del prologal accidente caminero anónimamente provocado, el restaurantero irigote materno por una bolita de guisado en la pasta, las humillantes reutilizaciones y cubetadas de sangre de bestias sobre los novatos, el dedo cercenado a la envidiosa hermana cainita que odia a Justine-Abel desde su nacimiento, la fragmentadora mordida a parte del labio de cierto galancito fiestero, cual episodios casi autónomos, y demás.

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El apetito femicaníbal se afirma así en tercera instancia como un mórbido acopio de situaciones límite en los confines de lo grotesco y del carnaval de antológicas experiencias extremas, pero sobre todo un festín de referencias sanguinolentas y otros testimonios febriles de transformaciones corporales, a partir de la infamante contraofensiva de Carrie-extraño presentimiento (De Palma 76), las peripecias acosadoras de Suspiria del visionario giallista ítalo Argento (77), las trastornantes catástrofes mutiladoras del Crash del viscerosófico Cronenberg (06), la ansiedad insalvable de aquel sorpresivo Déjame entrar del sueco Alfredson (08) y por supuesto huellas en jirones de todos los zombies que en el inframundo fílmico cine han sido, del Luciano Fulci a Takashi Miike y la resurrecta coreana maravilla Estación zombi: tren a Busan (Yeon Sang-ho 16).

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El apetito femicaníbal conforma en última instancia una obra maestra del horror femenino a nivel sadiano (por algo la heroína se llama Justine), entre la gozosa autofagia imparable de la ejecutiva aterrada del Dentro de la piel de Marina de Van (02) y la antimachista condena vampírica de Una chica regresa sola a casa de noche de la iraní Ana Lily Amirpour (14), pero también simplemente una lisa y llana fantasía femenina, cuya secuencia clave ninguna de feroz exterminio sería, sino aquélla de la jocosa lección de orinar paradas que sin éxito le imparte Aléxia a Justine en medio del campo matutino: una larga y sediciosa fantasía glandular y pulsional femenina, sin duda emparentada con aquella recoleta muchachita hiperreprimida Marina Vlady aficionándose al recién descubierto fragor del coito matrimonial pese a su inicial camisón con agujerito al grado de secar y exterminar como abeja reina a su macho Ugo Tognazzi por agotamiento sexual a todas horas en El lecho conyugal del subversivo Ferreri (63), de quien la linda inofensiva Marillier vendría a ser un sanguinolento émulo antropófago, sobre todo tras seducir y poseer salvajemente a su reacio compañero de alcoba definidísimamente gay Adrien (Rabah Nait Oufella) hasta acabar descubriéndolo cierta mañana acurrucado a su lado ya convertido en un cadáver dócilmente devorado y exasperada reclamándole irremediablemente post mortem su pasividad (“¿Por qué no te defendiste?”).

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Y el apetito femicaníbal encuentra la manera de seguir degustando sangre y saciándose más allá de la trama, abierta mediante la formal revelación concluyente del padre alzándose la camisa en plan de contagiosa sentencia perpetua al fin compartida, en un interminable Verás Voraz y no Volverás.

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Foto especial

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