La reina de la literatura punk
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Se equivocan quienes sostienen que llegó la hora de Kathy Acker (1947-1997) porque en los tiempos del puritanismo y la cancelación, una escritora como ella tendría sólo algunos lectores casi clandestinos, vigilados por una horda de censores. Heredera de Henry Miller, pero sobre todo de su amigo William Burroughs, fue Acker, durante algunos años, la reina solitaria de la literatura punk, resueltamente pornográfica, ávidamente heterosexual (aunque el lesbianismo aparezca de tarde en tarde en sus ficciones) y experimental a un grado que numerosas de las supuestas
innovaciones conceptuales en cuanto a escritura, desde The Childlike Life of the Black Tarantula (1973) y I Dreamt I Was a Nymphomaniac (1974) hasta My Mother: Demonology (1993), pasando por Blood and Gungs in High School (1984 y traducida por Anagrama como Aborto en la escuela, 2019), su obra maestra, fueron puestas por ella, con algo más que generosidad, a disposición de los colegas del porvenir.
Aunque ella gustaba de asumirse plagiaria, en novelas como The Adult Life of Toulouse Lautrec (1975), Don Quixote (1980), Great Expectations (1982) o My death my life by Pier Paolo Pasolini (1984), ni siquiera puede hablarse de “intervenciones”, tal cual se entienden actualmente. Para decirlo melodiosamente –sus amigos, cuando murió, descubrieron que la gran punketa sólo escuchaba casetes de Rickie Lee Jones, Joni Mitchell y Kate Bush– lo suyo eran variaciones sobre temas tomados de Lautrec, Cervantes (su Quijote es obviamente una mujer), Dickens, Pierre Guyotat, Pauline Réage, Verlaine y Arthur Rimbaud o Jean Genet, quien salva, muy a su manera, a la protagonista de Aborto en la escuela. Janey, en ese libro, es un trasunto muy eficaz de la Hester Prynne de La letra escarlata (1850), de Nathaniel Hawthorne.
Acker, apenas, copiaba unas líneas o fragmentos para inspirarse y luego dar rienda suelta a una imaginación acotada por un par de obsesiones: el suicidio, verídico, de su madre Claire Lehman y el aborto. Sería una temeridad asegurar que a su madre la combatió mediante la hipersexualidad –la antes llamada ninfomanía– mientras que el aborto, sufrido por ella en varias ocasiones, también se originaba en quien quiso deshacerse de ella durante el embarazo. A veces, madre e hija coincidían en el Studio 54, conocidas de Andy Warhol.
Al terminar de leer After Kathy Acker (Semiotext[e], 2017), la biografía de Chris Kraus, encontré cierto paralelo entre las vidas del marqués de Sade y Acker. Ni uno ni otra vivieron –como lo hubieran deseado– las vidas de sus personajes, pero vaya que intentaron emularlos, empresa siempre condenada al fracaso. Acker llegó a sufrir, según ella misma y así lo corrobora Kraus, del síndrome de inflamación pélvica debido a su excesiva actividad genital. En su universo literario, priva la elección trágica: el incesto, el estupro o el secuestro son consecuencias de la voluntad, lo cual es lógico en una muchacha educada leyendo a los existencialistas, más en Gotham Book Mart que en la universidad de Brandeis. Cómplice del falocentrismo, se dirá, toda su obra es una vindicación salvaje del orgasmo femenino –sadomasoquismo incluido– pero sus intenciones de transformarse en una suerte de máquina sexual acaban por tropezar con el erotismo. Y después, fatalmente, con el amor, dejando pasar –no fue el primer “poeta maldito” al cual le sucede– al romanticismo en su versión más simplona: “me dedicaba a hacer lo posible para lograr que me llegase el equivalente no sexual del amor”, leemos en Aborto en la escuela.
Esta novela, por cierto, tiene partes en que Acker (obsesivamente tatuada) dibuja muy bien y pasa virtuosamente de la novela-novela a la novela gráfica, superando en ingenio a tantos de los conceptualistas actuales. Pero ella misma, como poeta es mala porque le gana la consigna (aunque es magistral en el uso de la repetición paródica) o la fabulación, tanto en el sentido amplio de la palabra, como en el restringido: Acker toma de sus sueños leones, castores o caballos para humanizarlos. Hay mucho de surrealismo en ella (¿habrá conocido, mujer leidísima, los cuentos de Leonora Carrington?) al grado de que Jeanette Winterson, prologuista de Essential Acker. The Selected Writings of Kathy Acker (2002), afirma que Acker –cuya familia era de un origen judío europeo– perteneció más al mundo de Borges y Calvino que al de Roth, Salinger o Amis.
No sé si valga la pena anclar a Acker en una u otra orilla del Atlántico. Junto a la influencia del Burroughs más escatológico y compartiendo la ingenuidad de los beatniks, Acker, en su batalla antipuritana, fue profundamente norteamericana: lo prueba su maravillosa relectura de Hawthorne. Estaba en Londres, donde causaba sensación su manera de combinar la erudición en literatura europea, lo porno y su atuendo de alta costura punk, cuando recibió su única acusación formal de plagio, que no llegó a tribunales, de parte de Harold Robbins, nada menos. Su baja pasión por los best sellers tuvo así su recompensa. Pero volvió a lo suyo, a Blaise Cendrars, según leemos en After Acker.
De los fanzines a Grove Press, de Londres a San Francisco, evadiendo Nueva York, esa ciudad natal suya que fue la primera en hartarse de ella, la fama y fortuna (llegó a ganar mucho dinero y gastarlo en ropa como diva que era) de Acker, duró poco. Fue de esa clase de escritores dominados por sus obsesiones e incapaces de domarlas: cada día más repetitiva, ahogada en la alharaca típicamente estadounidense del apocalipsis orquestado por la CIA, adicta a las versiones más banales de la French Theory (Sylvère Lostringer) pero ambigua ante la industria del sexo, perdida en saber si amaba o odiaba a su madre, condenada a telonear en conciertos punketos cada vez más desolados y desconocida por viejos amigos realmente famosos como Robert Mapplethorpe o Patti Smith, Acker llegó a ser considerada “la más mala entre los escritores importantes de la década de los ochenta”, acusada de reciclar sin fin el Teatro de la Crueldad, otra “niña rica malcriada” en una familia desintegrada en el Upper West Side, carne de psicoanálisis quien se dio el lujo inaudito de ser figurante porno. En Londres, Empire of Senseless (1988), fue tachada de “basura” y con cierta razón pues Acker, ya enferma y destruida por una sucesión infinita de amoríos, se había quedado a la vera del camino, sin combustible.
Murió en una clínica alternativa en Tijuana, víctima de un cáncer de mama (“Tener cáncer es como cargar un bebé”, llegó a escribir) que hizo metástasis. Acker afirmó rotundamente que prefería la mastectomía radical porque costaba 7 mil dólares mientras que las sesiones de quimioterapia superarían los 20 mil, lo cual me recordó a aquella anécdota de Cioran sobre un amigo suyo que le pidió prestada una pistola descargada para suicidarse pero desistió porque las balas eran muy caras.
Acker se llegó a fotografiar, operada y sin senos, lejos de la cámara y vestida de cuero negro. Había desoído, también, los argumentos de que iba a perder la esencia de su feminidad (tenía la clase de amigas que podían decirle eso y hacerla llorar). “No me importa verme como un niño”, concluyó, aunque no dejo de recurrir a todos los curanderos de California para salvar su vida sin recurrir a la quimio. Antes de fallecer, el 30 de noviembre de 1997, preguntó en qué cuadernos hacían sus tareas los niños mexicanos y mandó comprar unos Scribe, supongo, a la papelería de la esquina. Pero ya no pudo escribir más.
Me gusta Acker por su gracejo orgiástico, por su profunda conciencia de quien añade sexo añade dolor y añade amor, por no haber dejado de ser, pese a su pasión por la literatura una riche amateur incapaz de combatir sus peores manías, por haber saqueado a Hawthorne o a Genet con un ingenio digno de relectura y por encarnar algunas de mis fantasías ya casi vetustas. En mi muy comunista juventud temprana, la otredad absoluta –cosas de la edad– era el mundo de los punks, otra rebeldía también de siniestras consecuencias. Al descubrir a Acker pensé –y tómese a cuenta de la estrechez de mi estética– que de serme dada la oportunidad, en el pasado, de tomarme unos tragos –a mí, que llevo muchos años sin beber– con Rimbaud o con Acker, habría preferido a Kathy porque la vida me ha dado la oportunidad de toparme con gamberros literarios de muy malos modales (y genio ausente), mientras que el encuentro con aquella insospechada reina literaria de los punks era una posibilidad jamás prevista.
FOTO: La escritora estadounidense Kathy Acker, autora de Aborto en la escuela, en 1985./Especial
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