Khadija Al-Salami y el antimatrimonio infantil
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La tragedia del matrimonio infantil en Yemen es narrada a través del personaje de Nujood, una niña de 10 años, quien luego de ser obligada a casarse con un hombre de 30 años, escapa de su custodia para refugiarse en un tribunal y solicitar su divorcio, un precedente en la sociedad yemení
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POR JORGE AYALA BLANCO
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En Me llamo Nojoom, tengo diez años y quiero el divorcio (Ana Nojoom ben alasherah wamotalagah, Yemen-Francia-Emiratos Árabes Unidos, 2014), pulcro opus 2 ficcional de la documentalista yemenita en EU formada de 48 años Khadija Al-Salami (Amina 06), con guión suyo basado en las memorias publicadas en Francia por Nujood Ali que vivió en 2008 la experiencia aquí narrada antes de volverse activista del movimiento internacional contra el matrimonio forzado árabe islamita, la valerosa niña yemenita rural de 10 años Nujood (Rehan Muhammed) decide cierta temeraria mañana escapar a la vigilancia de su marido y custodio de 30 años (Sawadi Alkainais) en la capital Sanaá, sale corriendo cubierta y despavorida a través de las callejuelas descendentes y calzadas, hace detenerse a un taxi poniendo en riesgo su vida, desciende ante los juzgados populares de la urbe, busca despistadísima entre la multitud de los pasillos a alguien como una buena mujer que pueda llevarla ante cualquier juez, espera sentadita en vano su oportunidad entre airados quejosos diversos, observa con zozobra el inevitable levantamiento de la sesión al cabo de varias horas, continúa inamovible sin saber qué rumbo tomar, se hace descubrir por el juez curioso con gafas en turno (Adnan Alkhader) y le espeta de buenas a primeras que tiene 10 años y quiere divorciarse del barbudo esposo-comprador adulto con quien fue obligada por sus padres a casarse legalmente, aunque el tipo elemental, por impaciencia ilegítima, no esperó, como se acostumbra por tradición tribal dentro de su aldea cafetalera, hasta un año después de su primer período, y la forzó a tener sexo con él desde la primera noche, violenta y dolorosamente, para luego hacerla vivir prácticamente prisionera y golpeada con regularidad por el varón y la suegra, sorprendidos o de plano irritados con la terca rebeldía de la insumisa muchachita ya ejecutora de pequeñas fugas casi suicidas y una y otra vez devuelta por su atribulado padre y por su cariñosa madre callada a su legítimo dueño y señor, esa misma chavita que hoy acepta refugiarse en casa del compasivo juez y de su esposa dulcísima si bien reticente ante la idea de la convivencia de una hija pronto puberta con la chavita que ya ha sido desvirgada y en insólita revuelta social, hasta que el delictuoso marido violador y el padre rebosante de justificaciones sean aprehendidos y forzados a comparecer ante los tribunales, donde la pequeña demandante está a punto de convertirse en la primera niña yemenita en conseguir su divorcio, y asentar una conducta modélica de antimatrimonio infantil.
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El antimatrimonio infantil se articula con notable habilidad narrativa en el presente del polémico alegato tribunicio, sin retórica alguna, muy lacónico y personalizado en las figuras del bondadoso juez, de una abogada defensora, de un vetusto jeque para la última instancia justiciera, y permitiendo la irrupción a un par de sendos bloques de flashbacks mucho más que meramente explicativos, pues primero transmiten la vivencia del matrimonio infantil forzado, desde la perspectiva de la chavita indefensa que ve romperse el cómplice mundo de juegos construido con un hermanito apenas menor, que padece de pronto un éxodo a la ciudad arrastrados por el padre, que se percibe de súbito disfrazada de novia por concertación ajena, y que a la incomprensible hora ominosa de la pintoresca boda multicolor prefiere divertirse con una muñeca aparte y brincotear con los vecinitos de su edad, antes de ser sometida al horror cotidiano del ultraje en plano fijo, la brutalidad doméstica en manos de la suegra obstinada (siempre obediente defensora del hogar patriarcal y fiel transmisora del oprobio de los usos y costumbres dominantes), compelida a la instintiva opción desesperada de amenazar con arrojarse al precipicio a sus pies, y ser subrepticiamente bien aconsejada para la huida por la joven esposa suplementaria paterna; y ya muy después, ahora en pleno juicio ante el jeque juzgador, transmiten las hondas y lamentables razones del padre para emigrar a la ciudad (impelido por las temibles habladurías comunales en torno a la deshonrosa seducción de una hermana mayor de Nujood) y para vender a su pequeña hija adorada, ahora impelido por la imposibilidad para llevar el sustento a sus dos esposas e hijos, a causa del desempleo como vil jornalero maduro de repente desplazado por chavos en los reclutadores camiones de redilas.
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El antimatrimonio infantil forma con la formidable Sonita de la iraní Maghami (16) una especie de revelador díptico dicotómico de enfoques complementarios sobre el rechazo a las novias en venta, estableciendo un paralelo de apariencias e intensidades, pues lo que en Sonita era docuficción impura sobre una raperita, en Najoom se ha vuelto delicada estilización plástica, desde el despertar paulatino de los custodios y la decidida mirada contundente de la protagonista, hasta los rituales de boda como crueldad subrepticias o la fotogenia incomparable de los promontorios-prisión, pues el film jamás ha intentado victimizarse ni culpar de manera maniquea a nadie en particular de aquello que en realidad es una situación o unas prácticas con raíces ancestrales consideradas normales, sino sólo recrear bellamente y visibilizar una lucha triunfal en su contra, haciéndonos emocionalmente partícipes de una forma ignorada de la subversión femenina y de la micropolítica.
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Y el antimatrimonio infantil culmina en el deleite de la pequeña descasada que cambió su nombre de Nujood (semilla de café) por el de Nojoom (estrella brillante), tras su ingreso a la escuela primaria para disfrutar la compañía de chavitas como a ella, en el ámbito caluroso de una película que se salvó tanto de la semiología del infortunio como de la beatitud edificante, convirtiéndose en algo más noble: un ejercicio inteligente y sensible de los derechos humanos en acto para vencer al flagrante anacronismo del casamiento de las niñas.
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FOTO: Me llamo Nojoom, tengo diez años y quiero el divorcio, de la directora yemení Khadija Al-Salami, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 17 de agosto. / Especial
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