Kirill Serebrennikov la épica roquera
/
A inicios de los años 80, en la escena underground de Leningrado nace una nueva generación de roqueros que rompe con las reglas del férreo régimen soviético
/
POR JORGE AYALA BLANCO
En Leto, un verano de amor y rock (Leto, Rusia-Francia, 2018), euforizante opus 8 del teatrista ruso hoy en arresto domiciliario por presunta malversación de fondos públicos a los 49 años Kirill Serebrennikov (Ragin 98, El día de Yuri 08, El discípulo 16), con guión suyo y de Mikhaíl Idov basados en las memorias de Natalya Naumenko, el legendario ídolo del punk rock sesionante en domicilios disfrazados o en permisivos clubes estatales a principios de los controladísimos 80s Mike Vasilievich (un Roma Zver con inextirpables gafas oscuras) parte de vacaciones playeras al promiscuo Báltico junto con la banda más su radiante pareja ya madre de una bebita Natasha (Irina Starshenbaum) y hasta allá va a unírseles, precedido por su labioso escudero Liosha (Filipp Avdeyev), el greñudo rebelde prudente Viktor Tsoi autonombrado El Vago (Teo Yoo), quien ha crecido amando el interdicto rock extranjero, de los Beatles a los Sex Pistols, en un bello pero jodido San Petersburgo (efímeramente conocido como Leningrado), para que ahora todos intenten desarrollarse como músicos perseguidos (“Es basura”, cantan sin temor) y en el prendidón clandestino seguir siendo elogiados por “la falta de arte y lo tosco de sus ritmos horribles y desagradables”, ávidos de emular grupos foráneos de avanzada (“No son enemigos, sino simples trabajadores de la música”), enfrentándose a los golpeadores agentes gubernamentales (“Madréenme camaradas del Komsomol, soy escoria, soy un punk”, les grita Liosha ensangrentado) y a la obesa regenteadora del club de rock de una sociedad burocrática autodenominada proletaria (“Chicos, los compositores soviéticos deben exaltar lo bueno de la sociedad”) que los programa como música cómica y crítica de la vagancia, el alcoholismo adolescente, la promiscuidad sexual y el parasitismo, aun cuando las tendencias del estridente tardío Mike y del neomeloso Viktor se contrapongan radicalmente en un mismo programa, pero, como “sin escándalos amorosos las biografías de los rock stars no tienen sentido”, la bella Natasha se enamora de Viktor compartiendo jitomates ¡erotizados! y pasa con él una noche a solas (“Mike me dio permiso de besarte”), antes de que la situación sea insoportable para todos y la chava termine consiguiéndole a su comprensivo galán una lanzadaza amiga moderna Marianne (Marina Manych) para que se case con él, en medio de los éxitos discográficos y rumbo a una apoteótica reunión desgarradora años después de esta inusitada épica roquera.
La épica roquera reclama para sí el mérito inmenso de estar enfocada como si acabara de suceder ayer y tuviera una vigencia eterna, en estado naciente, pero ya maculada de nostalgia y melancolía, con una consumada estilización y sublimes invenciones visuales, la máxima fuerza del estilo y del estío en un país infernal e invernal aunque, en canción ad oc y título, invoque al verano (leto en ruso), como Juegos de verano (Bergman 50) pero nunca como Un solo verano de felicidad (Mattsson 51), deletéreos aunque sólo se trate de un retrato bandoso de época, de la rebeldía acústica en primeras y última instancias, poniendo en el puesto de mando una añorante fotografía en astroso-neblinoso blanco/negro de Vladislav Opeyants y ostentando sin ritmo ni medida ni término posible una agresiva y sobresaturada música imposible del protagonista Zver y German Osipov.
La épica roquera prolonga a su estentórea manera la enérgica mirada ambigua entre amorosa y azorada que Serebrennikov lanzaba ya sobre el mundo de la obsesión crística en El discípulo, una adolescente guerra interior exteriorizada, para evocar con detonante dulzura histórica y depuradamente histérica el tránsito de la música punk al New Wave dentro de la escena underground del rock soviético, bajo el lejano padrinazgo de T-Rex y David Bowie, aunque muy cercano a Lou Reed, pero consuma el prodigio de traducir esa evolución como una metáfora profética del trastornante paso de la reprimida/represora mentalidad gris de la época de Brezhnev a la Perestroika, cuyos sueños artísticos ya producían monstruos, y traducir además el cambio de sensibilidad en los jóvenes rebeldes y anárquicos rusos, descubriendo en una suerte de neorromanticismo la expresión de sus sentimientos recónditos, la potencia de la ternura a partir del descreimiento de todo, como si pasaran truffautianamente del estallido de Los 400 golpes (59) al omniamoroso si bien inestable ménage à trois de un infortunado Jules y Jim (61), cuya tensión soterrada podría haber remitido al triángulo amoroso burlado por el joven Polanski de El cuchillo en el agua (62).
La épica roquera oscila entre la realidad y la fantasía entrañable teniendo como común denominador los efluvios líricos instantáneos y abruptos, el fino realismo transfigurado de la fotogenia de las vecindades escalables, el claroscuro de las irrupciones encandiladas ante auditorios clamorosos cuando no aullantes, la furia de las fogatas en la playa y el etílico encuere nocturno, la pantalla triple con inscripciones laterales y color en medio, las encendidas discusiones perpetuas acerca de los ritmos rompedores que, pese al letrero censor de “Esto no pasó”, provocan las reacciones más alucinantes, como el transporte del café en taza tapada por las calles, el garabateo súbito de las imágenes donde un automóvil se torna cohete, los intempestivos números de comedia musical, la golpiza del vagón en homenaje al “Psycho Killer” de los Talking Heads, el aguacero con la madura rubia rabiosa Cantando en la lluvia, la invasión keatoniana a la pantalla de cine para desaparecer en el suicida mar abierto, o el flashback de la casta noche de amor.
Y la épica roquera adjudica en vida a la figura arrobada de Mike sus fechas limítrofes (1955-1991) para elevarse a biopic heterodoxa y decadentista profética, como no lo era su temprana antecesora Assa (Soloviov 87), porque aquí se ha estado trabajando a través de heridas abiertas aún no cicatrizadas por completo.
FOTO: El director Kirill Serebrennikov fue nominado a la Palma de Oro del Festival Internacional de Cine de Cannes 2018, por su trabajo en esta película./ Especial
« Sesión nocturna, de Michael Connelly El poder de la imaginación en el teatro »