El totalitarismo comenzó en Kronstadt

Mar 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 5812 Views • No hay comentarios en El totalitarismo comenzó en Kronstadt

/

Al cumplirse cien años de la primera gran rebelión contra el gobierno bolchevique, este repaso expone también los mecanismos del totalitarismo

/

POR ARIEL GONZÁLEZ
Daniel Bell escribió que cada generación radical tiene su Kronstadt: “Para algunos fueron los procesos de Moscú, para otros el pacto nazi-soviético, para otros más Hungría (el proceso de Rajk o 1956), Checoslovaquia (la defenestración de Mazaryk en 1948 o la Primavera de Praga en 1968), el Gulag, Camboya, Polonia (y vendrán más). Mi Kronstadt fue Kronstadt”.1

 

Como quiera que se lo vea, se trata de un episodio fundamental en el proceso de comprensión de la verdadera naturaleza de la Revolución Bolchevique. Incluso para un joven Borges –cuya familia, en Ginebra, vivió en la Rue Malagnou, la misma calle donde en el número 29 vivió exiliado Lenin en 1895– la represión en Kronstadt apagó para siempre ciertas simpatías soviéticas que llegó a abrigar.

 

Kronstadt es un pozo siniestro en la conciencia de los comunistas. Los que, apegados a la versión oficial del régimen soviético y sus propagandistas, decidieron minimizar estos sucesos como resultado de una “acción contrarrevolucionaria”, se encontraron con que esta historia traumática volvía una y otra vez, para recordar al mundo la imposición del terror totalitario y la grotesca farsa de un partido que para representar al proletariado necesitaba masacrarlo o enviarlo encadenado al Gulag.

 

El proyecto comunista ha sido hasta hoy –ahí donde increíblemente aún se lo cultiva de una u otra forma– un penoso sobreviviente de la cadena de sucesos históricos que dramáticamente encabeza Kronstadt. Todas las coartadas ideológicas o “morales”, las delaciones, la intolerancia, las mentiras difundidas cínicamente, los silencios cómplices, la supresión definitiva de las libertades, en fin, todas las trampas para justificar el horror, fueron ensayadas hace 100 años en ese puerto de la pequeña isla de Kotlin al oeste de Petrogrado, hoy San Petersburgo.

 

 

“…sólo los muertos podían sonreír”
Al comenzar 1921 ya era más que evidente que la Revolución bolchevique, siguiendo puntualmente un famoso e inexorable dictum, estaba devorando como Saturno a sus propios hijos. Para ese entonces la Cheka, la infame policía política encabezada por Félix Dzerzhinski (del que Lenin dijo orgulloso: “conoce su oficio”) había ejecutado y encarcelado más socialistas, anarquistas, liberales y demócratas que toda la autocracia zarista en los últimos 100 años.

 

Igualmente, los bolcheviques enfrentaban más rebeliones campesinas que las que había generado el despotismo de los Romanov en el último siglo. Surgían una tras otra como respuesta al llamado Comunismo de Guerra con que se encaraba a los ejércitos blancos, y bajo el cual los campesinos eran despojados de manera sistemática y despiadada de sus cosechas, caballos y hasta de sus herramientas. La situación en el campo era desesperada. Según Paul Avrich, tan sólo en febrero de 1921, la Cheka informó de 118 levantamientos rurales en diferentes puntos del país.2

 

La “dictadura del proletariado”, que se había estrenado en los primeros días de 1918 clausurando el Parlamento, acabando con la libertad de prensa y declarando enemigos de la Revolución a todos los opositores de los bolcheviques, incluidos los socialistas y anarquistas que habían luchado contra el zarismo, no trataba mejor a los obreros. El proletariado ruso, sujeto social por excelencia de la mitología comunista y destinatario “feliz” de las grandes transformaciones planeadas por los teóricos marxistas, sufría más hambre y ausencia de libertades y derechos que nunca.

 

Ya desde marzo de 1919, las huelgas venían multiplicándose. ¿Huelgas en la patria del proletariado? La sola idea le resultaba extraña a Emma Goldman, la destacada anarquista y feminista que había sido deportada de Estados Unidos a Rusia (entre otras cosas por pugnar por el derecho de las mujeres al aborto) sólo para descubrir, paradójicamente, que el régimen bolchevique no era lo que ella pensaba. Intrigada, preguntó por este asunto y los bolcheviques siempre le respondían que eso era absurdo: ¿Cómo podrían los obreros ponerse en huelga contra el gobierno proletario? Los que saboteaban la producción eran parásitos o agentes del extranjero y por eso eran encarcelados. Emma Goldman no tardaría en descubrir, como lo relata con todo detalle en sus memorias3, que las prisiones en realidad estaban repletas de obreros, anarquistas, socialistas y muchos otros que sólo eran culpables de haberse opuesto a las directivas bolcheviques.

 

Goldman sería testigo de las huelgas de Petrogrado de 1921, pero el antecedente de estas se remontaba a marzo de 1919: la huelga en la fábrica Putilov de Petrogrado había puesto de manifiesto que las demandas de los trabajadores estaban rebasando el ámbito económico para entrar directamente al campo de sus derechos laborales y de las libertades democráticas. Más de 10 mil obreros lanzaron una proclama en donde además de pedir el aumento a sus raciones de alimentos (que fueran igualadas a las que recibía el Ejército Rojo), exigían elecciones libres de los soviets y de los comités de fábrica; la eliminación de los límites a la cantidad de alimentos que podían traer del campo; la liberación de los presos políticos, así como libertad de asociación y de expresión.

 

Creyendo que su figura todavía despertaba admiración y respeto entre los trabajadores, Lenin fue con los huelguistas e intentó hablar en una Asamblea, pero fue abucheado. El 16 de marzo la Cheka tomó la fábrica: unos 200 huelguistas fueron ejecutados sin juicio.4

 

Al iniciar la segunda década del siglo XX, el infierno se había estacionado en Rusia. Haciendo un balance de por sí escalofriante, Donald Rayfield calcula que “durante la Revolución de Octubre y la Guerra Civil, murieron cerca de dos millones de soldados del Ejército Rojo y de la Cheka; más de medio millón del Ejército Blanco; 300 mil judíos ucranianos y bielorrusos víctimas de los pogromos que llevaron a cabo los ejércitos ucraniano, polaco y Blanco; cinco millones de personas víctimas del hambre en la región del Volga en 1921. Por otro lado, 2 millones de rusos emigraron (…) Las evidencias más plausibles nos dicen que el número de personas ejecutadas o enviadas a campos de exterminio –12 mil fusilados en 1918; 9 mil 701 fusilados y 21 mil 724 enviados a campos de concentración en 1921–. Las represiones que siguieron a las revueltas de Kronstadt, por ejemplo, se saldaron, sólo en el año 1921, con varias decenas de miles de muertos”.5

 

Faltaban por morir muchísimos más en circunstancias similares, tantos como para que la “época” de la que habla Ana Ajmátova en su poema “Réquiem” se extendiera por todo el siglo soviético:

Era aquella una época en que sólo los muertos
podían sonreír, liberados de las guerras;
y el emblema, el alma de Leningrado,
pendía afuera de su casa-prisión;
y los ejércitos de cautivos,
pastoreados en los patios ferroviarios,
se evadían de la canción entonada por el silbato de la
máquina,
cuyo refrán iba así: ¡Váyanse parias!
Las estrellas de la muerte pendían sobre nosotros.
Y Rusia, la inocente, la amada, se contorsionaba
bajo las huellas de botas manchadas de sangre,
bajo las ruedas de las Marías Negras.6

 

 

Las enormes privaciones, el racionamiento, la confiscación de cosechas, la militarización de la producción industrial y otras medidas extremas eran explicadas como el costo, elevado pero necesario, que había que pagar para defender la revolución y terminar de una vez por todas con sus enemigos. El problema es que estos –Denikin, Kolchak o Wrangel, jefes de los ejércitos blancos– ya habían sido básicamente derrotados para ese entonces. ¿Quiénes eran entonces los “enemigos”? La Cheka lo sabía perfectamente: cualquiera que no deseara participar más del devastador experimento comunista.

 

 

El estallido
En la madrugada del 28 de febrero de 1921, Víctor Serge fue despertado por el cuñado de Zinoviev, Ilya Ionov, quien le anunciaba que Kronstadt había caído “en manos de los blancos”. Serge registró lo siguiente:

 

“Pequeños anuncios pegados en las paredes en las calles todavía desiertas anunciaban que, por complot y traición, el general contrarrevolucionario Kozlovski se había apoderado de Kronstadt y llamaban a las armas al proletariado. Pero incluso antes de llegar al Comité del sector, encontré a unos camaradas, que venían con sus máusers, y que me dijeron que era una abominable mentira, que los marinos se habían amotinado, que era una revuelta de la flota y dirigida por el sóviet. No por ello la cosa era menos grave, posiblemente; más bien al contrario. Lo peor era que la mentira oficial nos paralizaba. Que nuestro partido nos mintiese de esa manera, era algo que no había sucedido nunca”.7

 

Había un artillero Kozlovski, ciertamente, pero nada que ver con un “general contrarrevolucionario”. Kozlovski fue usado por la propaganda oficial para evitar que se supiera que los marinos de Kronstadt, que habían sido los primeros en unirse a los bolcheviques durante las jornadas revolucionarias de 1917 (Trotsky los llamó “el orgullo y la gloria de la Revolución”), ahora se sumaban a la lucha de los obreros de Petrogrado contra el régimen que los mantenía en la peor de las miserias y que anulaba por completo sus derechos y libertades.

 

El detonante que produjo la ola de huelgas fue el anuncio oficial, el 22 de enero, de que la ración de pan sería reducida para las grandes ciudades en un tercio. El 26 de febrero, las tripulaciones de los buques Petropavlovsk y Sebastopol enviaron una comisión para enterarse directamente de los reclamos de los trabajadores; examinaron la situación y decidieron solidarizarse con su movimiento, dando a conocer una proclama en la que exigían “celebrar inmediatamente nuevas elecciones mediante voto secreto”. Pedían además “libertad de expresión y prensa a los obreros y campesinos, a los anarquistas y a los partidos socialistas de izquierda (…) Asegurar la libertad de reunión para los sindicatos y las organizaciones campesinas (…) Liberar a todos los prisioneros políticos de los partidos (…) Igualar las raciones de todos los trabajadores (…) Abolir los destacamentos comunistas de combate en todas las ramas del ejército, así como las guardias comunistas que se mantienen en las fábricas y talleres” y “Permitir la producción de los artesanos libres que utilicen su propio trabajo”, entre otras demandas básicamente políticas. El documento estaba firmado por Petrichenko (Presidente de la Asamblea de la Escuadra) y Perepelkin (Secretario).

 

El 1 de marzo, en la Plaza del Ancla, ante miles de asistentes a una asamblea, dos emisarios bolcheviques, Kalinin y Kuznov, intentaron dar un giro a la revuelta, pero no consiguieron más que encender los ánimos y fueron insultados y sacados a gritos. Zinoviev, jefe del Soviet de Petrogrado, prefirió no asistir por temor a que le pasara algo parecido.

 

El desafío que percibieron los bolcheviques era formidable. Si la protesta se hubiera ceñido a meros reclamos económicos o sociales, es posible que Lenin hubiera adelantado el anuncio de la Nueva Política Económica que estaba por presentar ante el Congreso del partido y que era una respuesta más “realista” al caos, miseria y excesos del Comunismo de Guerra. Sin embargo, las demandas políticas de los disidentes de Kronstadt le parecieron no solamente inaceptables sino muy peligrosas porque, siendo compartidas por muchos otros sectores a lo largo y ancho de Rusia, entrañaban el cuestionamiento radical de su poder. Por eso, la respuesta de Lenin y Trotsky fue de una intransigencia que sólo anticipaba brutalidad: “ríndanse o serán ametrallados como conejos”.

 

A los ojos de los principales dirigentes bolcheviques, la movilización de obreros y marinos no era otra cosa más que una conjura contrarrevolucionaria detrás de la cual estaban los ejércitos blancos, los mencheviques, los socialistas revolucionarios y, por supuesto, un sinnúmero de espías y agentes extranjeros, lacayos del imperialismo, interesados en sabotear la gran Revolución Proletaria. Había, pues, que aplastarla sin demora, ya que no tardaba en llegar el deshielo y, con él, la posibilidad de que los rebeldes recibieran ayuda del exterior.

 

Trotsky –como documenta Robert Service, uno de sus pocos biógrafos que se resistió al papel de hagiógrafo– fue el primero en desacreditar a los amotinados ante la prensa extranjera. “Dijo que no era la misma marinería que había ayudado a los bolcheviques a tomar el poder en 1917. Alegó que los marineros amotinados de1921 eran elementos temporales, reclutados a corto plazo y permanentemente amargados contra el socialismo. Los acusó de estar dirigidos por oficiales blancos (…) Louise Bryant, su admiradora americana, se dedicó a reproducir con entusiasmo todas esas afirmaciones como si fueran la verdad más absoluta”.8

 

La campaña de desprestigio contra los marineros y obreros fue tan grande como el escepticismo de los bolcheviques a la idea de que se trataba de un movimiento legítimo y espontáneo contra su poder. Se los acusó de todo, pero más que nada de estar siendo pagados por los ejércitos blancos y las potencias que los apoyaban. Lo único cierto es que al ver cómo la rebelión crecía, los socialistas revolucionarios exiliados en Nueva York, París y otras capitales europeas hicieron una intensa campaña para recolectar fondos de apoyo. Sin embargo, el Comité Revolucionario Provisional de Kronstadt rechazó esta ayuda.

 

En su carácter de comisario del Pueblo para Asuntos Militares, Trotsky abrió paso a la designación del general Tujachevsky (un militar formado en el zarismo) para que aplastara la rebelión de los marinos y obreros a los que él mismo había arengado en 1917 contra el gobierno provisional. En aquella ocasión no les supo mentir: “Os digo que las cabezas tienen que rodar, y la sangre tiene que correr… La fuerza de la Revolución francesa estaba en la máquina que rebajaba en una cabeza la altura de los en emigos del pueblo. Era una máquina estupenda. Debemos tener una en cada ciudad”.9

 

Jamás imaginaron que los “líderes del proletariado” dispondrían que también sus cabezas rodaran.

 

Desde luego, Trotsky no era el único admirador de los jacobinos. Toda la “gesta” de Robespierre y otros fanáticos fascinaba también a Lenin, quien no dudó en aprobar el asesinato de toda la familia Romanov, incluidos los niños (con lo que superó al Comité de Salud Pública de la Francia revolucionaria, que se conformó con decapitar a Luis XVI y María Antonieta).

 

Acerca de estos temas, en su muy ilustrativo texto Terrorismo y comunismo, Trotsky aclara perfectamente su perspectiva: “El terror rojo es el arma empleada contra una clase condenada a perecer y que no se resigna a ello (…) Sin el terror rojo, la burguesía rusa, aliada con la burguesía mundial, nos hubiera aplastado mucho antes del advenimiento de la revolución en Europa. Hay que ser ciego para no verlo, o un falsario para negarlo. Quien concede importancia revolucionaria histórica a la existencia misma del poder soviético debe sancionar igualmente el terror rojo.”10

 

Hasta el día de su muerte –una siniestra y lamentable extensión del terror comunista que él mismo ayudó a forjar– Trotsky nunca reconoció que desde un principio la Revolución Bolchevique practicó el terrorismo no sólo ni principalmente contra los “grandes propietarios y capitalistas”, sino sobre todo contra los obreros, campesinos, intelectuales y clases medias que se opusieron a su dictadura.

 

 

Para celebrar la Comuna de París
Sobre Lenin y Trotsky, el escritor Martin Amis resume: “Estos dos hombres no se limitaron a preceder a Stalin. Crearon un Estado policial que funcionaba a la perfección para que él lo utilizara después. Y le enseñaron algo notable: que se podía gobernar un país con una receta a base de libertad muerta, mentiras y violencia…y pretensiones de superioridad moral sin costuras”.11

 

No tiene nada de extraño, entonces, que Lenin autorizara a Trotsky la utilización de todos los medios a su alcance para aplastar la rebelión y poner a salvo los fines de la “patria proletaria”. En sus Memorias, Trotsky no abunda en el sangriento episodio de Kronstadt, prácticamente lo elude y en cambio exhibe un documento expedido por Lenin en 1919, una especie de cheque en blanco para que la “violencia revolucionaria” se ejerciera sin ningún límite. “¿Cabe concebir –se pregunta Trotsky– confianza mayor de un hombre para otro?”12

 

Preocupado por cómo iba a pasar a la posteridad, “más tarde intentaría esconder lo que había dicho y hecho alrededor de Kronstadt. No fue ninguna excepción: toda la dirección corrió un tupido velo sobre las deliberaciones y decisiones tomadas. Pero Trotsky tenía más por cubrir que los demás. Fue el artífice de la represión del motín, y eso después, cuando empezó a hablar de la necesidad de democracia, iba a convertirse en un baldón”.13 Sin embargo, en 1938, al volver sobre el tema, Trotsky insistió en que se trataba de una “campaña” y que los marinos de entonces no eran los mismos de 1917:

 

“Jugar con la autoridad revolucionaria de Kronstadt es una de las características distintivas de esta campaña verdaderamente charlatana. Los anarquistas, mencheviques, liberales y reaccionarios tratan de presentar el asunto como si al comenzar 1921 los bolcheviques hubieran dirigido sus armas contra los mismos marineros de Kronstadt que garantizaron la victoria de la Insurrección de Octubre. Este es el punto de partida para todas las falsedades posteriores”.14

 

Stepan Maximovich Petrichenko, ucraniano de origen campesino, fue el marino que se convirtió en líder de los rebeldes. El 2 de marzo, en Oranienbaum, al sur de Kronstadt, ya en la zona continental, los soldados de la Primera Escuadrilla Aérea Naval celebraron una asamblea y eligieron un Comité Revolucionario. Temeroso de que el motín se extendiera, el comisario de la guarnición de Oranienbaum solicitó refuerzos. El 3 de marzo llegó un tren blindado con soldados y armamento. De acuerdo con Paul Avrich “los cuarteles de la Escuadrilla Aérea fueron rápidamente rodeados y sus ocupantes arrestados. Unas pocas horas más tarde, después de un interrogatorio intensivo, se sacó y se fusiló a 45 hombres, entre ellos al jefe de la División de Aviadores Navales Rojos y al presidente y secretario del Comité Revolucionario recién formado.”15

 

La señal era clara: los bolcheviques ahogarían en sangre la revuelta “pequeñoburguesa”, sólo estaban planeando el golpe y reuniendo una tropa que asegurara su victoria. Por su parte, los amotinados optaron por una estrategia defensiva y perdieron así, desde el punto de vista militar, una iniciativa que tal vez los habría podido colocar en una situación muy diferente. Entre ellos hubo muchas deliberaciones sobre las acciones a seguir, pero privó siempre la idea de que esperarían la respuesta a sus demandas en la base naval, donde se sentían seguros porque contaban con cañones y otras armas.

 

Para el 5 de marzo, Trotsky había llegado a Petrogrado y su primera acción fue emitir un ultimátum: “…estoy impartiendo órdenes para preparar la represión y el sometimiento de los amotinados por la fuerza de las armas. La responsabilidad por el daño que pueda sufrir la población pacífica recaerá enteramente sobre la cabeza de los amotinados contrarrevolucionarios. Esta advertencia es la última”.16

 

Inmediatamente después se ordenó tomar como rehenes a las familias de los marinos de Kronstadt. Mucho se discute si fue Trotsky directamente o el Soviet de Petrogrado el que decidió hacerlo, pero en todo caso esta práctica la hizo suya Trotsky en 1918 y se aplicó especialmente contra los campesinos insurrectos, al punto de que en 1920, poco antes de morir, Kropotkin le dirigió una carta a Lenin donde le decía que incluso “los reyes y los papas han rechazado tan bárbaro método (…) ¿Cómo pueden los apóstoles de una nueva vida, y los arquitectos de un nuevo orden social dotarse de tales medios de defensa contra sus enemigos? ¿Tendrá que considerarse esto como un signo de que ustedes consideran su experimento comunista fallido y que no están salvando tanto a ese sistema tan querido para ustedes, sino salvándose ustedes mismos?” 17

 

Los anarquistas Alexander Berkman y Emma Goldman intentaron mediar, pero ya era demasiado tarde. El 6 de marzo el Sóviet de Petrogrado aceptó preguntar a los rebeldes si podrían recibirlos en una comisión, pero la propuesta fue rechazada por los marinos. El 7 de marzo el Ejército Rojo empezó a disparar su artillería contra Kronstadt.

 

Al día siguiente, los bolcheviques perdieron a centenares de hombres en el hielo que cubría el Mar Báltico entre la zona continental y Kronstadt. Unos quedaron atrapados por una tormenta de nieve que azotó la zona, mientras que otros más cayeron a las aguas heladas al quebrarse la superficie helada por el impacto de los proyectiles de la artillería de Kronstadt. No podían retroceder: grupos de la Cheka, armados con ametralladoras, tenían órdenes de disparar a quienes intentaran volver a la retaguardia. Esta táctica brutal, de acuerdo con varios historiadores, también fue impulsada por Trotsky en sus campañas militares para impedir las deserciones y que los soldados del Ejército Rojo no cumplieran las órdenes dadas (algo que el Ejército Rojo siguió instrumentando durante la Segunda Guerra Mundial.

 

De acuerdo con Avrich, “el número total de tropas comunistas ha sido estimado en cifras que varían de 35 a 65 mil hombres, enfrentados contra unos 15 mil defensores bien atrincherados”.18 Por lo demás, los 50 mil habitantes de la isla de Kotlin eran víctimas del hambre: el nueve de marzo, la ración diaria consistió en 100 gramos de una torta de harina y papas secas. Otros días, los chicos alcanzaban algunos gramos de manteca y algo de leche evaporada de las provisiones de los marinos. Por el contrario, previniendo más deserciones y descontento, los bolcheviques se encargaron de que no les faltaran alimentos a sus soldados.

 

Entre el 9 y 16 de marzo, las operaciones militares del Ejército Rojo incluyeron bombardeos aéreos e intenso fuego de artillería, junto con ataques de infantería que no tuvieron mayor éxito. Conforme pasaban los días, incluso hubo diversos connatos de motín entre las tropas comunistas que fueron sofocados; asimismo, los trabajadores del ferrocarril se negaron a transportar tropas para combatir a los marinos. Mientras tanto, el X Congreso del Partido aprobaba la Nueva Política Económica, que sustituía las requisiciones forzadas a los campesinos por un impuesto en especie, junto con otras medidas que pretendían dejar atrás los días del Comunismo de Guerra.

 

Con una ofensiva de gran escala que dejó –las cifras son inciertas– miles de muertos en ambos bandos, el 17 de marzo las tropas de Tujachevsky aplastaron la rebelión. Victor Serge lo describió así: “El asalto final fue desencadenado por Tujachevski (…) No disponiendo de buenos oficiales, los marinos de Kronstadt no supieron utilizar su artillería. Una parte de los rebeldes pasó a Finlandia. Otros se defendieron con encarnizamiento, de fuerte en fuerte y de calle en calle. Se dejaban fusilar gritando «¡Viva la revolución mundial!». Hubo algunos que murieron gritando: «¡Viva la Internacional Comunista!». Centenares de prisioneros fueron traídos a Petrogrado y entregados a la Cheka que, meses más tarde, los fusilaba todavía por pequeños paquetes, estúpidamente, criminalmente”.19

 

Serge no conoció las cifras reales de la represión. Ahora sabemos que entre abril y junio, 2 mil 103 marinos de Kronstadt fueron condenados a morir y otros 6 mil 459 fueron enviados a prisión o campos de concentración. Cinco mil fueron internados en uno de los sitios más duros del naciente Gulag, el campo de Jolmogory, cerca de Arcángel. Para la primavera de 1922, sólo sobrevivían menos de mil 500. 20

 

Petrichenko y otros miembros del Comité Revolucionario consiguieron huir cruzando por el hielo hacia Finlandia. Perepelkyn sería fusilado. Un día después de la caída de Kronstadt, el 18 de marzo, Trotsky y Zinoviev protagonizaron un desfile celebrando a las tropas victoriosas del Ejército Rojo al tiempo que conmemoraban, en vergonzoso contrapunto, los 50 años del inicio de la Comuna de París, aquella rebelión que igualmente fue aplastada a sangre y fuego.

 

 

La libertad, el peligro
Lenin y Trotsky coincidieron desde un principio en ver a la rebelión de Kronstadt como un peligro –mayor incluso que el de los Ejércitos Blancos– porque esta representaba genuinamente a los obreros y campesinos en cuyo nombre ellos actuaban. Sabían de algún modo que habían traicionado las expectativas depositadas por el conjunto del pueblo ruso en la Revolución de Octubre, de la que ellos se habían apropiado para suprimir las libertades democráticas y aplastar los derechos humanos fundamentales en nombre de un ideal “superior”. Un imperativo ideológico que los llevó a acribillar y mandar a campos de concentración a los principales testigos de su traición.

 

El comunismo detectó en la libertad que ahí se defendía su más peligroso enemigo. Kronstadt evidenció la esencia del régimen comunista y anunció el porvenir totalitario que sufriría la Unión Soviética y sus países satélites durante décadas. Sin embargo, aun en su derrota, como escribió Alexander Berkman, “tocó la campana fúnebre del bolchevismo con su dictadura de partido, su centralización insensata, su terrorismo chekista y sus castas burocráticas”.21

 

Un siglo después de su brutal aplastamiento, cuando varias naciones padecen aún la persistencia trágica del proyecto comunista y otras más se aferran a los despojos ideológicos que dejó a su paso –renombrándolos grotescamente desde el populismo autoritario o abiertamente dictatorial– esta rebelión es un recordatorio de cómo la lucha por la libertad prevalece justamente porque es consustancial al hombre, su fundamento mismo. Al final, la gran victoria de los marinos de Kronstadt es haber representado, en su momento y para la posteridad, esa verdad universal.

 

Notas: 

1. Daniel Bell, “El Gran Inquisidor y Lukacs”, Vuelta Número 57, agosto de 1981.

2. Paul Avrich, Kronstadt 1921, Buenos Aires, Libros de Anarres, Colección Utopía libertaria, 2014, p.19.

3. Emma Goldman, Viviendo mi vida, Volumen II, Madrid, Capitán Swing, 2019.

4. Stéphane Curtois, Nicolas Werth, Jean-Louis Panné, Andrzej Paczkowski, Karel Bartosek y Jean-Louis Margolin, El libro negro del comunismo, Madrid, Planeta, 1998, p. 105.

5. Donald Rayfield, Stalin y los verdugos, México, Taurus, 2005, p. 111.

6. Ana Ajmátova, Breve Antología, Ciudad de México, Material de Lectura No. 34, Serie Poesía Moderna, UNAM, Coordinación de Difusión Cultural, 2008.

7. Víctor Serge, Memorias de un revolucionario, Madrid, Veintisiete letras, 2011, p. 162.

8. Robert Service, Trotsky, Madrid, Ediciones B, 2010. [Versión Electrónica, https://es.scribd.com/document/395302472/Trotsky-Service-Robert, p. 338].

9. Robert Service, op. cit., p.213.

10. León Trotsky, Terrorismo y comunismo, Madrid, Fundación Federico Engels, 2005, p.78.

11. Martin Amis, Koba el temible. La risa y los veinte millones, Barcelona, Quinteto/Anagrama, 2006, p. 262.

12. León Trotsky, Mi vida, edición en línea: https://pstu.com.ar/wp-content/uploads/2014/09/1930-mivida.pdf, página 265.

13. Robert Service, op. cit., p. 337.

14. León Trotsky, “Alarma por Kronstadt”, en Escritos de León Trotsky (1929-1940), Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones, edición en línea: https://ceip.org.ar/Alarma-por-Kronstadt.

15. Paul Avrich, op. cit., p. 139.

16. P. Avrich, op. cit., p.145.

17. Piotr Kropotkin, Carta del 21 de diciembre De 1920 a Lenin, versión en línea: https://www.marxists.org/espanol/kropotkin/carta2.htm.

18. P. Avrich, op. cit., p. 201.

19. V, Serge, op. cit., p. 168.

20. Stéphane Curtois, op. cit., p. 138).

21. Alexander Berkman, Kronstadt, Ediciones Libertad [Versión electrónica: https://es.scribd.com/document/73957038/Kronstadt-Alexander-Berkman, p. 30].

 

 

 

FOTO: Fedor Bogorodskiy. Marineros en emboscada. 1928./ Especial

« »