La antología imposible
POR DIEGO JOSÉ
Gabriel Zaid comentó la edición de La poesía mexicana del siglo XX de Carlos Monsiváis, haciendo uso de su habitual franqueza, para advertirle al lector: “Hay que desmitificar las antologías, convertir ese deseo y terror del Juicio Final, en buen juicio dialogante, para no acabar sumisos a esa injusticia inherente, benévola o terrible de la Posteridad Absoluta”. Vale recordar que una antología es, también, una lectura circunstancial —caprichosa la más de las veces— y por naturaleza excluyente. Sin embargo, la idea de recopilar un puñado de poemas escritos por un conjunto indistinto de autores responde a la necesidad de recorrer una circunstancia literaria particular, con la ilusión de sugerir la comprensión —insuficiente— de una realidad poética determinada.
Los motivos que inspiran la realización de una antología son de diversa índole: desde la necesidad que un grupo de escritores tiene de mostrar su trabajo —y que sugiere una expresión colectiva con vínculos estéticos, ideológicos o afectivos— a la manera de un manifiesto, hasta el análisis con miras a demarcar o resolver las posibilidades de una tradición literaria. También, aquellas que buscan retener la temporalidad o perdurabilidad de un instante poético, ya bien por su apego a una idea de la poesía o por el carácter renovador de la misma. En todo caso, una antología empieza como un ejercicio de crítica que puede convertirse en referente y en historia de la literatura, incluso por encima de sus omisiones y de sus yerros. Tal es el caso de Poesía en movimiento, la antología que realizó Octavio Paz con Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis en 1966.
Nuestra literatura cuenta con importantes ejercicios antológicos: la de Cuesta y la Monsiváis, las de Zaid (que significaron tanto una experimentación como un diagnóstico literario). Posteriores intentos generacionales que suelen citarse con frecuencia como Poetas de una generación para los nacidos entre 1940-1949 de Fernández de León, y, 1950-1959 de Escalante, respectivamente; junto con La sirena en el espejo. Antología de nueva poesía mexicana 1972-1989 de Espinasa, Mendiola y Ulacia. En los inicios de nuestro siglo, El manantial latente de Lumbreras y Bravo Varela generó una fructífera polémica que dio pasó a nuevas contra-antologías como respuesta: Un orbe más ancho de Carmina Estrada; Árbol de variada luz de Rogelio Guedea; La luz que va dando nombre de Calderón, Mendoza, Solís y Escobar; El oro ensortijado. Poesía viva de méxico de Bojórquez, Calderón, Solís y Mendoza; y en años recientes, Vientos del siglo, poetas mexicanos 1950-1982 de Margarito Cuéllar, en colaboración con Luis Jorge Boone, Mijail Lamas y Mario Meléndez. Si bien ninguna es totalmente representativa de la poesía que se escribe en México en la actualidad, al menos demuestran la preocupación que un conjunto de autores tiene sobre el acontecer poético en nuestro país, lo cual resulta significativo porque estamos hablando de una aparente “generación dispersa” que, al rehuir la denominación generacional ha buscado de forma continua, y hasta obsesiva, legitimar su lugar en la tradición poética mexicana, principalmente a través de las antologías.
Juan Domingo Argüelles concreta un ambicioso proyecto, iniciado hace algunos años, cuando publicó Dos siglos de poesía mexicana: Del siglo XIX al fin del milenio (Océano, 2001). El resultado, sin duda, puede comprobarse en la Antología general de la poesía mexicana: De la época prehispánica hasta nuestros días (Océano, 2012) que invita a realizar un generoso recorrido por lo más celebrado de nuestra lírica: un compendio para recordarnos por qué ciertos poemas y sus autores poseen un prestigio histórico. Nada más claro que su finalidad expuesta en el prólogo: “La Antología general de la poesía mexicana es una obra de suma necesidad para el lector general; por ello, es el tipo de libros de iniciación que, de manera lógica y natural, le viene bien a las bibliotecas públicas, los centros escolares y educativos cuya función es dar a conocer el desarrollo de la creación intelectual de México”.
La continuación o la parte complementaria de este significativo mural corresponde a la obra producida por los autores nacidos entre 1951 y 1987: el volumen B de la Antología general, dedicado de la segunda mitad del siglo XX a nuestros días. El carácter de este volumen, me parece, tiene una intención: proporcionarle al lector y al investigador tanto la confirmación de algunas trayectorias aceptadas y delineadas por una obra ya establecida, como una mirada a proyectos en desarrollo, incompletos en el sentido en que más de la mitad de los poetas están en la posibilidad de concretar —e incluso, iniciar— lo mejor de su producción poética. La apuesta es interesante, aun cuando figuren autores que no implican ninguna novedad; otros, en cambio, sí lo son. Pero ese carácter sugestivo, le aporta al volumen B de la Antología general su sazón. Resulta esperable que la actualidad de este trabajo despierte la suspicacia de lectores, críticos, poetas aludidos y poetas omitidos porque implica revisar las posibilidad de una “justicia poética”. Cabe recordar que la relación de Juan Domingo con las publicaciones de autores nacidos entre los sesenta y los ochenta inició con su paso como editor en Tierra Adentro, tanto en la revista como en el fondo editorial.
La conjetura y la complicación de este trabajo es la gran diferencia entre ambos volúmenes. Si en la primera parte se apunta hacia autores “cuyas obras forman parte del canon más exigente de la poesía mexicana”, la segunda quiere mostrar “la obra en movimiento […] aquella que significa la renovación dentro de la historia de nuestra poesía”. Una nutrida diversidad que se desplaza por distintos rumbos, que a decir de Domingo Argüelles implica que: “Si algo define a la poesía mexicana de los últimos sesenta años es su diversidad en fondo y forma y, en no pocos casos, su ausencia de cánones”.
El ejercicio de selección que supone toda antología, debe proporcionar —o al menos intentarlo— una visión panorámica junto a la posibilidad del acercamiento, con miras a destacar aquello que resalta dentro de dicho horizonte, o bien, como lo expresa Rogelio Guedea en el estudio preliminar a su Árbol de variada luz: “sería ingenuo creer que todo antólogo aspira a tener la ‘última palabra’ en cuanto a su visión —siempre subjetiva y personal— del hecho creativo. Se quiere, sí, ofrecer una especie de fotografía —lo más objetiva posible— de aquello que más o mejor represente los elementos de un paisaje”.
La naturaleza incierta del panorama creativo impide la previsión de los distintos rumbos que pudieran desencadenar determinadas circunstancias literarias, así como la imposibilidad de predecir la aparición de una obra singular que, por su naturaleza, confirme o contravenga los planteamientos de una selección circunscrita a una temporalidad y a un espacio geográfico. El antólogo apela a su intuición, pero también a las evidencias que el tiempo proporciona (la obra publicada, la crítica, los reconocimientos, la aceptación, la originalidad), así como al criterio de su lectura, renunciando en la medida de lo posible a las manías del gusto. Sirva lo anterior para aclarar que ninguna muestra poética agota la realidad que pretende retratar, mucho menos clausura el acceso a otras lecturas, ya bien con la obra de los autores seleccionados, o con aquella que por desconocimiento o decisión fue omitida. En todo caso, la importancia de una antología no recae en los compiladores, sino en la obra seleccionada y, por lo tanto, en sus autores, a fin de vislumbrar a través de su trabajo y de sus búsquedas, la difícil imagen de una actualidad poética —que el tiempo se encargará de reconocer o desdecir— y una propuesta hacia el imprevisible futuro, pues como afirma Juan José Lanz en su Antología de la poesía española 1969-1975: “Las antologías poéticas se convierten, así, en un documento de doble valor: en cuanto reflejo de un momento histórico-literario determinado y en cuanto que su interpretación de la realidad del momento incide en el desarrollo poético posterior”.
Toda antología es por definición parcial y temporal. Muchas veces, manifiesta una manera específica de leer y entender la poesía; pero también puede ser la reunión caprichosa de unos amigos con el afán de autopromocionarse; o una oportunidad para descubrir o cuestionar el prestigio o la falta de difusión de una obra. Tomar al pie de la letra a las antologías significa abandonarse a la incertidumbre de las listas; considerar que una selección pueda o no ser “definitiva” es vivir en el autoengaño. Sin embargo, para muchos autores la importancia radica precisamente en la nominación, más allá del peso específico de los poemas. De ahí que la polémica suele centrarse en la “injusticia poética” del antólogo, que con “alevosía” ha recortado nombres que resultan fundamentales para otros críticos y en distintas latitudes, pero poco se detienen en analizar la selección de los poemas. El análisis se desplaza hacia la queja y el señalamiento que erigen en crítico a todo lector que supone que haría mejor el trabajo hecho. Tal vez, el error que repiten muchas antologías poéticas ha sido el sometimiento al prestigio y la filiación, perfilarse por los nombres, las becas, los premios, las asociaciones, las escuelas, los grupos… Desafortunadamente, las antologías se convierten en una suerte de garantía para sumar indulgencias rumbo a la “Posteridad Absoluta” que tanto criticó Zaid, en lugar de propiciar un verdadero “juicio dialogante”.
Imaginemos que rehacemos, a la manera de Pierre Menard, Poesía en movimiento: ¿qué razones tendríamos para incluir o quitar a Juan José Arreola como referente de la poesía mexicana?, ¿dejaríamos los mismos poemas de Bonifaz Nuño?, ¿qué versión utilizaríamos de los cambiantes poemas de José Emilio Pacheco?, ¿reconsideraríamos a Eduardo Lizalde y a Enriqueta Ochoa?, ¿qué apartados nuevos se agregarían? Se trata de la antología imposible, aquella que construimos a partir de la lectura constante, y que sería positivo, compartirla en un espacio donde los nombres se subordinen a los poemas y no al revés.
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