La aventura de Jorge Ayala Blanco: 80 años de vida

Ene 29 • Conexiones, destacamos, principales • 15735 Views • No hay comentarios en La aventura de Jorge Ayala Blanco: 80 años de vida

 

En entrevista, el decano de la crítica cinematográfica, quien este 25 de enero cumplió 80 años, habla de la evolución que ha tenido en su carrera, su acercamiento iniciático a la escritura en el Centro Mexicano de Escritores y la percepción que en la actualidad tiene de la amplia oferta del cine que, sin embargo, considera que cuenta con pocos críticos que logren ir más allá del acercamiento impresionista

 

POR ROBERTO FIESCO
A pesar de haber platicado muchas veces con el maestro Ayala Blanco a lo largo de décadas, aún lo trato reverencialmente de usted porque recibí en sus clases las mejores lecciones de lenguaje cinematográfico que un aspirante a cineasta puede tener. Me sorprende que no transija ante la nostalgia y que siga conservando el mismo aire de juventud y travesura a unos 80 años que nadie le calcularía. Sigue siendo el crítico de cine por antonomasia, cuyo legado máximo tal vez sea el incansable abecedario del cine mexicano que tiene ya 18 tomos. Es aún esa misma ave de tempestades que encendió una guerra de críticos en los años 70, ese ingenioso ingeniero químico politécnico apasionado por la experimentación formal que sigue desmontando películas y detonando mentes. La luz de la tarde se nos escapa conforme avanza la conversación y, poco a poco, vamos quedando a oscuras, en el hall del edificio de la colonia San Rafael donde vive, como si se tratara de un radioteatro.

 

¿Cuál es el estado actual de la crítica de cine en México?

 

Yo creo que nunca ha habido tantos críticos como hoy. Esto, por supuesto, es gracias al internet. La mitad de lo que encuentras publicado son repeticiones de boletines de las distribuidoras. El arte de la crítica se está perdiendo. Por eso me encanta participar cada año en el concurso de crítica cinematográfica Fósforo, que organiza la Filmoteca de la UNAM, porque ahí me entero de las preocupaciones de los chavos. Sin embargo, me encuentro con algo terrible: casi no leen crítica de cine.

 

Los críticos jóvenes buscan el ensayo, pero no tienen categorías de análisis cinematográfico, no tienen la persistencia ni la consistencia para hacer el esfuerzo de desmontar una película… o no saben por dónde. Construyen entelequias, que es una herencia de la crítica de cine viejísima, y leyéndolos no te enteras muy bien de cómo es la película. Existen excepciones, por supuesto, pero hay todo tipo de posturas. Entre ellas, existe una generación de estúpidos que cree que sólo existen las películas que pasan en los festivales y eso es espeluznante. No se habla de cine mexicano. Hay muchas lagunas de interés y se tiende siempre al manejo de los grandes nombres: “Sólo me interesan las películas de David Lynch, de Pedro Costa…”

 

En la pandemia he visto algo muy importante: que el cine dejó de ser consumido como arte para convertirse en una necesidad del relato que requiere la gente que está en confinamiento. A mí me sorprende la respuesta que pueden tener mis notas del Confabulario. Nunca me imaginé publicar algo y que tuviera 6 mil entradas registradas, aparte de los que la leen en el periódico. Ese interés me parece formidable.

 

Título profesional de Jorge Ayala Blanco como ingeniero químico por el IPN.  Crédito: Archivo Jorge Ayala Blanco

 

¿La forma de acercarse hoy a las películas a través de plataformas u otros dispositivos ha modificado la manera cómo se escribe la crítica?

 

No necesariamente. Las personas que escriben crítica siempre son supraculturales. Hoy hay cientos de nuevos cineastas y hay muy pocos críticos de cine. En algún momento era tan fácil hacer películas que mejor se clavaban en eso, aparte de que para ser crítico de cine necesitas cierto talento literario, periodístico y tener una buena tribuna, o no existes.

 

¿Quién lee hoy la crítica de cine?

 

No tengo ni idea. Durante mucho tiempo la única respuesta que tenía era cuando me decían: “Tu nota influyó porque te están insultando”. Eso quería decir que ibas bien, pero en la época actual hay muy poca retroalimentación.

 

Pienso en usted como un puente entre diversas generaciones de críticos que arranca con su descubrimiento de los textos de Efraín Huerta, amén de un gran poeta, un gran periodista cinematográfico, que usted descubrió siendo niño leyendo las páginas de El Fígaro.

 

Pero él no era un crítico. Podía acercarse de una manera inteligente o sensible al cine, pero no era crítico; igual que mi abuelito honorario, Francisco Piña, al que le debo cantidad de cosas, incluso consejos de vida. El tipo de crítica que hacían era un acercamiento más bien impresionista, de hombres cultos que se interesan por el cine. Efraín tenía un buen punto de vista, pero no pasaba de tener una intuición interesante. De ninguna manera había una exigencia con el propio lenguaje. Eran delirios sensacionales, pero poco tenía que ver con el análisis cinematográfico.

 

Jorge Ayala Blanco con su familia durante su infancia. Crédito de foto: Archivo Jorge Ayala Blanco

 

¿Esto cambia con la aparición de la revista Nuevo Cine en 1961, comandada por Emilio García Riera?

 

Nuevo Cine es fundamental porque es el medio que aclimata todo lo que va a ser la nueva crítica. Aunque Cahiers du Cinéma influye mucho más en México que cualquier otra revista de las que andaban por ahí. Sin embargo, la perspectiva de todas partía de la idea del “cine de autor”, donde cada cineasta era una concepción del mundo que había que desentrañar. La mafia de Nuevo Cine no sabía de cine, quizás un poco José Luis González de León, La Bruja, que era el maestro de todos ellos. Él había estudiado en el IDHEC de París, había hecho una película que se llamaba The Big Drop (1958), y era mucho más analítico.

 

Yo encontré mi vaca en el año 65 y desde entonces estoy ordeñándola. El abecedario del cine mexicano, que es mi forma de hacer cine, se ha ido depurando en sí mismo. Primero, en contra de las deformaciones de esa generación de críticos de Nuevo Cine que hacían una película y ya se llamaban auteurs a sí mismos, o decían de sus cuates: “Son grandes cineastas porque son mis amigos”. Yo intenté romper con todo ese amiguismo, con las relaciones públicas hechas a través del cine.

 

La prueba de ello es que no existe un ensayo histórico antes de La aventura del cine mexicano (1968). Me parece terrible que nadie hubiera escrito siquiera un ensayo analítico sobre lo que representaba nuestro cine. Por eso me lancé a los 23 años a escribirlo con lo que había visto, que era muchísimo, porque existían los cines de barrio, la televisión y aún había mucho rejuego.

 

En 1965 usted es becario del Centro Mexicano de Escritores (CME), donde plantea dos proyectos, uno titulado Los grandes temas del cine contemporáneo y otro enunciado como “una visión crítica sobre la realidad mexicana tal como ha sido deformada por el cine nacional”. Ambos son trabajos seminales de una obra que ha desarrollado a lo largo de los años. ¿Se imaginaba que estas iban a ser las líneas de su trabajo en adelante?

 

Se fue dando. Es muy curioso que lo que me planteaba entonces se convirtiera con el tiempo en series de libros. Dentro de la biblioteca Ayala Blanco de la ENAC (Escuela Nacional de Artes Cinematográficas) existen tres series: la de la investigación dura, que es la Cartelera cinematográfica, que prácticamente ya se terminó y llega hasta diciembre de 1999. La otra sería la de cine extranjero, que sigue siendo la de “los grandes temas” porque me encanta acuñar conceptos. Desde el título mismo del artículo ya estoy enunciando su sentido, o sea el tema, y es lo que escribo cada semana. Por otra parte, lo de “las deformaciones de la realidad… bla bla bla”, hoy lo veo con una candidez bárbara. Era muy ingenuo en el año 65 cuando hice ese proyecto. Lo que ocurrió es que, sobre la marcha, uní las dos posibilidades en La aventura del cine mexicano.

 

¿No hizo el otro libro?

 

No, porque se estaba haciendo con las críticas que escribía para México en la cultura. En Novedades tenía la condición de que podía escribir siempre y cuando no hablara de cine mexicano. Los periódicos en gran medida vivían de la publicidad, y me dijeron: “Con tus críticas no vamos a afectar a nuestros anunciantes”. Esta imposibilidad de escribir sobre cine mexicano en el suplemento es la que faculta para hacer La aventura…

 

Cuando salgo de Novedades y, gracias a José Emilio Pacheco, paso a La cultura en México, de la revista Siempre!, empiezo a escribir de cine mexicano. Me toca la entrada del echeverrismo, es decir, de un cine que estaba, muy deliberadamente, en manos del Estado. No quise formar parte de la promoción descarada a las películas que patrocinaba Rodolfo Echeverría, el hermano del presidente. No lo necesitaba. Afortunadamente nunca he tratado de vivir de la crítica de cine, creo que esa fue mi gran salvación. Nunca tuve la necesidad de vender mi pluma. Empecé a dar clases, vivía de hacer traducciones, encontré otra manera de subsistir sin la necesidad de crear capillas.

 

Andando el tiempo encontré otro núcleo interesante con una generación 12 años menor que yo, que era la de Gustavo García, Andrés de Luna, José Felipe Coria y José María Espinasa, con la que me sentía más afín, y esa diría yo que es mi verdadera generación, porque todos los otros eran mayores que yo.

 

María Sánchez Vda. de Blanco y María del Carmen Sabina Blanco, abuela y madre del crítico, respectivamente, fueron cruciales en su educación por el aprendizaje del francés y las visitas al cine. Crédito de foto: Archivo Jorge Ayala Blanco

 

Análisis y crítica congenian en sus textos…

 

Trato de que congenien, aunque son cosas completamente distintas. Lo que menos conocen los críticos es el análisis. Eso lo conocen ustedes los cineastas… y a veces ni eso.

 

Sus propias búsquedas formales literarias también se han modificado a lo largo de los años…

 

Ahora trato de escribir en plano secuencia, porque cada parágrafo es un enfoque distinto sobre una película, un enfoque totalizador. Eso me permite establecer un prisma en cada texto y tener diferentes reflejos que muchas veces pueden ser hasta contradictorios. Eso me parece fascinante. Hasta en la peor película hay aspectos interesantes y rescatables que puedes estructurar desde la crítica porque están estructurados en la película; y esa idea del reflejo me parece fundamental porque estás trabajando un lenguaje sobre otro lenguaje. Estás haciendo una operación, casi diría, de traducción. La crítica no puede ser una estructura independiente. Siempre depende del objeto que estás tratando de dilucidar. Esto obliga a que tu enfoque tenga que ser múltiple porque la película misma está dictando cómo quiere que se le vea y si no la obedeces estás traicionando a tu objeto de conocimiento.

 

Suena muy sencillo, pero no lo es.

 

Es una operación que haces todos los días. Me levanto a las cinco y media de la mañana, me pongo los lentes de contacto y hasta las ocho tengo realmente el mejor momento para trabajar. Las buenas intuiciones para mí son las que tengo a esas horas habiendo visto la película el día anterior. El resto del día lo uso para desarrollar esas intuiciones que tuve en la mañana. Necesito el silencio absoluto para poder escribir temprano. Después puede haber todo el ruido del mundo, incluso el ruido de una redacción de periódico. Me da exactamente lo mismo porque ya estoy desarrollando lo que tenía planteado. Ya no se vuelve una entelequia, porque ya es una estructura de lenguaje lo que estás estableciendo, ya no es ese tipo de crítica, que me parece patética, que se escribe como si no existiera la película y sólo existiera el guion. Lo que me importa es lo que está en la pantalla que, a veces, está negando los planteamientos mismos del guion. Esa pluralidad de enfoques es la que estoy buscando.

 

Una de las ideas que desarrollé en uno de los libros sobre el cine actual era la idea de los delirios formales. Las películas ya no narran, deliran relatos, empezando por las películas genéricas, que ya son delirios en sí mismas.

 

¿El delirio es una de las características del cine mexicano contemporáneo?

 

No exactamente, creo que no tiene una característica en sí mismo. Lo que lo hace apasionante para mí es que cada película es un caso distinto y cada vez hay más. Puede haber corrientes genéricas, pero aún así hay variaciones.

 

Si uno lee hoy La aventura del cine mexicano se encuentra con una prosa muy distinta a la que hace ahora.

 

¡Y que podría publicarse hoy otra vez en esa maravillosa colección que está haciendo Paco Ignacio Taibo II! ¡Se los regalo! El libro tiene una vigencia porque tiene el mejor corpus de trabajo, es el análisis de “la época de oro”. Lástima que no están algunas películas que hoy me parecen fundamentales y que ahí están medio mencionadas, como La noche avanza (Roberto Gavaldón, 1951), o las películas que acabo de descubrir esta semana. De pronto me encuentro con una película escrita por Tito Guízar que nadie conoce y es fascinante, El pecado de ser mujer, una película de Zacarías Gómez Urquiza, del 54, absolutamente delirante, un melodrama sublime.

 

Hoy mi prosa es hiperconceptual, no hay marcha atrás. Sería ridículo negar que has evolucionado. Hay otras etapas de mi crítica que me hacen mucha gracia. Por ejemplo, vi en la televisión El hombre de la media luna (1976), de Bolaños, luego leí lo que escribí y vi que era una sátira absolutamente sensacional. Ya no podría tener ese humor. Mis críticas de entonces eran como objetos de escarnio.

 

Leyendo, de pronto me encuentro a Mayakovski, él le da una bofetada al lenguaje literario, inventa palabras, neologismos sensacionales. El neologismo fue importantísimo para mí en una época porque era crear algo que no existe.

 

Incluso, llegó un momento en que podía escribir de dos maneras distintas en una misma semana. Los 25 años que estuve en El Financiero, con Víctor Roura, haciendo Cinelunes exquisito y Cinemiércoles popular, manejaba dos regímenes de lenguaje completamente distintos. Era una delicia. No creo en esa ridiculez de sufrir porque escribes, o en el horror ante la página en blanco. ¡Si no quieres escribir no escribas, idiota! Escribe porque es un trabajo lúdico. Estar encerrado durante la pandemia y tener la posibilidad de escribir todo el día sobre una película es fascinante. Disfruto tanto las ocho horas que puedo dedicar al estudio de una película como la hora y media que tardé en verla.

 

El crítico de cine acompañado de su hijo. Crédito de foto: Archivo Jorge Ayala Blanco

 

Si hoy sus monitores del CME, Juan Rulfo, Juan José Arreola y Francisco Monterde, leyeran sus críticas, ¿qué pensarían?

 

Ya en ese tiempo tenía problemas con los compañeros de la beca porque me encantaba hacer una mezcla de lenguaje popular y lenguaje culto. Eso los irritaba muchísimo y decían que tenía que sostener un solo nivel de lenguaje. Lo que yo quería era extender sus posibilidades, sin caer en el monsivaisismo, que era otra cosa. Quería encontrar una manera de sostener ese difícil equilibrio. Curiosamente, Juan Rulfo siempre salía en mi defensa . A él le encantaba lo que yo escribía porque era lo que él siempre había promovido. Sus libros son cualquier cosa menos una recreación del lenguaje popular, él se inventa un lenguaje sobre el lenguaje y lo desborda.

 

¿No extraña esa escena cultural tan efervescente de los años 60 donde usted se formó?

 

Los grupos culturales ya no existen. Antes era diferente, porque esos grupos tenían intereses comunes y encontrabas afinidades formidables. Curiosamente, me entendía mucho más con Jomí García Ascot, Juan Vicente Melo, Alberto Dallal o Isabel Fraire, la gran amiga de mi esposa Rita Murúa, que además tenían —como decía Sartre— “el valor de ser diferentes”. Y eso que todavía no se reivindicaba la homosexualidad como una comunidad. Era una marginalidad. Una escena cultural te permite un desarrollo
individual.

 

La crítica acompañaba también la formación de movimientos artísticos. Hoy eso no existe.

 

Ya no hay ese sentimiento gremial de pertenecer. Incluso para mí, entrar a PECIME (Periodistas Cinematográficos de México) fue formidable, aunque no tuviera una afinidad total con ellos. Entré e inmediatamente me nombraron jurado joven en el año 62. Siempre estaba un poco en desventaja porque yo no pertenecía al medio cinematográfico, siempre me he considerado al margen, pero la vivencia directa con la gente que hacía cine la encontré a través de PECIME.

 

Para mí era formidable ir a los estudios Churubusco con mi credencial de prensa. Me metía a ver cómo se filmaban las películas del Santo, de Miguel M. Delgado; o veía a Carlos Enrique Taboada filmando Vagabundo en la lluvia (1968) o ¿Quién mató al abuelo? (1971), una película rarísima que nadie ha reivindicado jamás. Él era un tipazo que estaba satanizado por esa mafia de críticos que sólo quería que existieran sus cuates. Encontré ahí a gente como Nancy Cárdenas, que se hizo mi gran amiga y, gracias a ella, entré al CUEC, porque ella se fue de México y me cedió las clases que le habían encargado. Desde entonces estoy ahí.

 

Me acuerdo de Francisco Piña, un día que estábamos comentando una película de Frank Tashlin (Will Success Spoil Rock Hunter? / En busca de un hombre, 1957), donde había un personaje que al final de su vida lo único que quería era cultivar una rosa, que me parece una idea bellísima. Don Paco Pina, que era un hombre sabio, me dijo: “Jorge, hay que vivir la vida como si ya tuvieras resueltos todos tus problemas, ¿qué harías con tu tiempo si no tuvieras que ganarte la vida?” Y yo le respondí: “Ver cine, escribir sobre cine y platicar de cine”. “Haz eso, vive como un jubilado”, concluyó. Y eso fue lo que hice. Dejé la ingeniería y, en 1965, entré a escribir sobre cine en el peor suplemento cultural de la galaxia. En el mismo año entré a dar clases al CUEC, que, en realidad, eran clases de cinefilia. Aprendí cine dando clases y tratando a los otros maestros, a gente como Gonzalo Martínez, que fue quien transformó la escuela y logró que los alumnos filmaran.

 

Durante muchos años se ha hablado de usted como un crítico rabioso…

 

Sí, esa era la manera de descalificarme. Al no poder realmente competir, o crear algo paralelo, te obligas a negar al que está ahí.

 

De izquierda a derecha: Gustavo García, Emilio García Riera, Carlos Monsiváis, Jorge Ayala Blanco, Raúl Jordán y Jaime Avilés durante una mesa redonda en abril de 1982. Crédito de foto: Archivo Roberto Fiesco

 

¿Quiere recapitular sobre la demanda que Arturo Ripstein interpuso contra usted en 1991 por la crítica de Mentiras piadosas (1988)?

 

No. Es remitirse al pasado y no, aunque en su momento lo disfruté mucho. Después de 30 años, él ya es otra persona y yo también, igual que su cine y lo que yo hago. Escribo de sus películas como una más entre las 100 que incluyo en cada libro. Nunca he tenido nada en contra de nadie, pero, sin duda, alguien ha tenido algo en contra de lo que escribo. No aprecian mi sentido del humor o mi sentido de la ironía, que puede ser muy cáustica y muy punzante. ¡Sí, lo siento! En una época era peor, porque iba al cine a burlarme en serio. Anotaba todas las ridiculeces de la película y escribía sobre ellas. Es una época vieja y muy tonificante, pero no me quedé en eso. En 58 años de escribir crítica cada semana, sin fallar una, tiene que haber una evolución. Y creo que cada vez puede ser uno más objetivo y más subjetivo deliberadamente. La idea es de Bergamín: “Si yo fuera objeto sería objetivo, como soy sujeto soy subjetivo”. ¡Y lo sigo como una religión! Lo que realmente quiere leer el lector es tu punto de vista.

 

¿Quién es el lector ideal?

 

Al que le interesa el desmontado de la película. De preferencia alguien que la ha visto porque hay una cantidad de spoilers impresionantes, a veces hasta los anuncio, pero es inevitable. Quiero saber si vimos lo mismo. Finalmente es lo que yo le pido a la crítica de cine: no quiero ver qué bonita prosa tienes, papacito, sino qué viste ahí que yo no vi.

 

Recuerdo mucho que uno de los grandes descubrimientos de “cine leído” fue cuando encontré un texto suyo sobre aquella película española, El desencanto (Jaime Chávarri, 1976), contenido en Falaces fenómenos fílmicos (1981). Ahí entendí qué era el documental y, sin haber visto la película en ese momento, pude “verla” gracias a su texto.

 

¡Maravilloso! Tal vez eso se deba, en gran medida, a que busco utilizar un lenguaje cada vez más plástico donde veas la película a través de mis ojos. Esa es la crítica ideal en la que puedo recrear la forma cinematográfica. Para mí el significado de una película está en cómo se llegó a esa forma. Lo que menos me importa es calificarla, si es buena o es mala. En el primer libro que publiqué lo enuncié a través de Roland Barthes: “Mientras la crítica tuvo como función juzgar no podía ser sino conformista, o sea, juzgar de acuerdo con el interés de los jueces. La verdadera función de la crítica es desdoblar el lenguaje”. Es el epígrafe de La aventura del cine mexicano y lo he sostenido desde entonces.

 

A propósito, ese libro cierra con una frase que me encanta: “El deber de un cineasta es romperse la cara contra su película, el deber del crítico es recoger los pedazos y descubrir su significado”. ¿Lo sigue sosteniendo?

 

En ese entonces tomaba muy en cuenta al realizador, ahora cada vez menos. Estaba muy influido por la idea del “cine de autor”. Ahora, ¿qué tipo de autor? Hay cineastas que filman siempre la misma película, ¡qué hueva! A mí los que me interesan son como Raúl Ruiz, que hizo 119 películas ¡y todas son distintas!

 

¿Y en México?

 

Cada vez encuentro trayectorias completas más interesantes, como la de Juan Bustillo Oro, Fernando de Fuentes, Alberto Gout, o un Fernando Méndez, que incluso en películas de vaqueritos dirigía momentos geniales, Alejandro Galindo y sus películas de los años treinta o inicios de los cuarenta que nadie conoce, etcétera. Podría volver a escribir La aventura del cine mexicano con otras películas.

 

¿Y las trayectorias de los cineastas mexicanos contemporáneos?

 

Me interesan las películas, no los cineastas. Sabemos que es dificilísimo hacer una carrera en el cine y de pronto hacen unos churrazos asquerosos.

 

En La condición del cine mexicano (1986) analizaba precisamente la carrera de determinados directores…

 

Era el tercer tomo del abecedario y ya voy en el 18. En estos días sale la Q, hace unos días etregué la R y llevo 25 capítulos de la S.

 

El padre de Jorge, Leopoldo Ayala Martínez, quien era latinista e inspiró al crítico justamente a hacer lo contrario: concentrarse en lo que sucede en la actualidad. Crédito de foto: Archivo Jorge Ayala Blanco

 

¿Qué va a pasar cuando llegué a la Z?

 

Bajo la cortina, o me sigo con la CH, La chingonería del cine mexicano, o la LL, que son las dos letras que me salté. Tal vez haré La nueva aventura del cine mexicano, aunque no sé si tendré ánimo para hacerlo.

 

¿Cuál es el estado actual de nuestro cine?

 

Diseminado, vivimos la desaparición de los viejos modelos. Desaparecieron los fideicomisos y toda esa perversión de que cualquiera puede hacer una película, nadie puede recuperar el costo, pero todo el mundo se enriquece a través de la inflación de los presupuestos. Esa cosa viciosa del cine mexicano. No tengo por qué aplaudir ni por qué reprobar la desaparición de los fideicomisos, simplemente cambia el dispositivo y a ver qué se genera. Es la gran posibilidad de que las películas se defiendan por sí mismas y que los cineastas luchen por su producto. Lo que menos me importa es si hay una industria o no la hay. No existe desde que Margarita López Portillo acabó con la producción estatal.

 

Por supuesto que hay temas que se repiten, las películas de buscadoras de desaparecidos, por ejemplo. Tal vez ese sea el tema crucial del momento. Sin embargo, a mí lo que me interesa es la diversidad, ¿Qué tiene que ver Chilangolandia (Carlos Santos, 2019) con Blanco de verano (Rodrigo Ruiz Patterson, 2018)? ¡Nada! Lo que me interesa es encontrar los diamantes incrustados en un pedazo de arcilla casi sin sentido. Trato de señalar aspectos importantes de películas que pasaron sin pena ni gloria. Siento que si yo no lo hago nadie lo va a hacer.

 

Si tuviera que bautizar sus primeros 80 años de vida con un título del abecedario, ¿cuál sería?

 

Sería muy buen chiste: La zozobra de Ayala Blanco, un gran título lopezvelardiano con la más bella palabra del lenguaje castellano.

 

¿Y cómo se siente hoy?

 

A la gente de mi generación la veo como muy perdida, sin intereses, sin pasiones, viéndose el ombligo y rumiando lo mismo. Con excepciones, claro. Lo interesante de llegar a los 80 años es que ya tuviste los 79 anteriores y, de alguna manera, los sigues teniendo. Existe una memoria sensible, no nada más una imaginativa que te remite al pasado. Tienes toda esa superposición de vivencias y eso te hace mucho más rica cualquier experiencia. Espero seguir teniendo algunos planteamientos del joven de 21 años que empezó a escribir crítica de cine en el Novedades, aquella primera sobre El dulce pájaro de la juventud (Sweet Bird of Youth, Richard Brooks, 1962), que rebauticé como El amargo pájaro de la ineptitud. Luego volví a ver la película, ¡y es sensacional, fantástica! El joven Ayala era radical en eso y lo hacía también para llamar la atención.

 

¿Qué le diría hoy a ese joven Ayala?

 

Escribe lo que quieras, idiota. No tengas reservas. Piensa nada más en el objeto que estás creando y ya. Si gusta, si no gusta, si tiene resonancia o no la tiene, si incide o no en un mundo cultural o literario, da lo mismo. Lo que importa es el hecho mismo de hacerlo… Tal vez me pasaría lo que en aquel cuento maravilloso de Giovanni Papini: te encuentras al joven que fuiste y terminas ahogándolo en la fuente porque no lo aguantas, ¡pero claro que lo haría!

 

Crédito de foto:  Archivo Jorge Ayala Blanco

 

FOTO: El crítico lleva casi seis décadas dedicadas al cine; su gran legado es el Abecedario del cine mexicano, que salió a la luz en 1968/ Crédito de Foto: Berenice Fregoso/El Universal

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