La boca del final
POR PABLO VINCI
Creo que tendríamos unos diez años. Frente al colegio había un obrador municipal que expulsaba agua con mucha fuerza. El líquido sucio bordeaba el cordón y, por la caída de la calle, se transformaba en un torrente poderoso, fuertísimo.
Un día, no me acuerdo a quién, se le ocurrió aprovechar la corriente y organizar carreras. Podían intervenir barcos de papel, tapitas de plástico, corchos, restos de cigarrillos, boletos, o cualquier cosa lo suficientemente liviana como para que la corriente la llevara hasta Avenida del Trabajo.
Eran cuatro cuadras con obstáculos: autos parados cerca del cordón, cruces de calles, hojas secas y basura, que podían desviar nuestros bólidos y dejarlos muy atrás, casi fuera de competencia.
No sabíamos qué era lo mejor para usar en las carreras, porque un día ganaban las hojas de los árboles, otro los papeles celofán y otro los puchos. Todo valía.
Un día se me ocurrió probar con la pelusa de un bolsillo, pico en punta desde la largada, pero antes de llegar a la mitad del recorrido, el peso del agua que absorbía la hizo retrasar tanto que la abandoné y me fui al lado del que iba adelante.
Sanguinetti llegó varias veces primero con pétalos de unas florcitas amarillas que crecían entre los yuyos. Los apoyaba en el agua como si quisiera embellecer la zanja con una delicada decoración y perfumar el camino que todos debíamos andar. Nadie lo dio nunca por ganador: jugaba con flores.
El gordo Capeci, un estudioso del único deporte que practicaba con posibilidades de ganar, había descubierto que los puchos de los cigarrillos de mujeres avanzaban más rápido que los otros porque eran más finitos. Yo aporté un razonamiento que el gordo tomó como genial: si los conseguíamos secos era mejor, porque los que venían chupados eran más pesados. Con esta tecnología, el gordo ganó cinco carreras seguidas, y yo dos. Habíamos encontrado el elemento perfecto, ideal para la victoria diaria.
Pero un día el Narigón Lacolla ganó con un ojalillo de cartón, de ésos que aseguran las hojas en las carpetas, y entonces comprendimos la imposibilidad del éxito permanente. Por eso ya no nos preocupamos más por conseguir nuevos materiales y corríamos con lo primero que encontrábamos tirado en la calle.
Ganaba el que llegaba antes a la alcantarilla de Avenida del Trabajo, es decir, el dueño del primer objeto que cayera por esa boca de tormenta. El segundo tenía que prestar atención, porque en cuanto la nave del primero se metía en la alcantarilla, como si se dirigiera a la victoria, el siguiente debía actuar con reflejos rapidísimos para salvar a su barco del naufragio. Con el tiempo ésta fue la habilidad más festejada, salir segundo y no perder una nave que había conseguido un desempeño tan notable.
Habían transcurrido semanas de competencias cuando empezamos a notar que el ganador llegaba al final de la carrera, miraba caer su barco, seguía caminando unos metros más y tomaba el colectivo sin mirar hacia atrás ni decir una palabra. El segundo, en cambio, festejaba y gritaba sin importarle que el 103 siguiera de largo, aunque después hubiera que quedarse esperándolo media hora y perderse el principio de El Zorro.
Yo había encontrado una rodaja de corcho que hizo estragos durante muchos días. Siempre avanzaba a unos cincuenta centímetros detrás del líder de la carrera. Con el tiempo pude desarrollar la habilidad de sacarlo fuera del torrente con un golpe del dedo mayor —el tincazo— justo en el momento en que el ganador caía en la catarata. Así fue como el corcho y el tincazo accedieron a la gloria.
Mi corcho era una nave incomparable. Hasta llegué a creer que lo comandaba telepáticamente, porque en las bocacalles aumentaba la velocidad y a veces, cuando algún camión llegaba a la esquina, como por accidente, el corcho se quedaba unos segundos en algún montoncito de basura o detrás de un cascote. A veces tomaba la primera posición, entonces, para salvarse, se quedaba trabado unos segundos en alguna hoja y seguía la carrera después de perder con tranquilidad el primer puesto.
El segundo lugar se había transformado en el más alto de los lugares del podio.
Yo disfrutaba de la gloria diaria de mi permanente y asegundado lugar hasta que un viernes el corcho tomó la punta y empezó a adelantarse como ninguno se había adelantado nunca. La ventaja era abismal. El corcho y yo llegamos a metros de la alcantarilla con ventaja de una cuadra. A los demás, sólo los veía saltar de un lado al otro del torrente alentando a sus naves, seguros de mi desaparición. En ese momento creí que la diferencia que les llevaba era una ventaja, y pensé que si usaba mi tincazo salvador podría evitar ganar la carrera. No me verían desde tan lejos. Trampa, hacer trampa.
O poner una piedra en el camino. Total, en cuanto me pasara alguno, mi corcho inteligente se desprendería solo y navegaría mirando satisfecho al de adelante hasta dejarlo de ver de golpe, como siempre, y se quedaría esperando el tincazo que todos los días lo expulsaba del torrente de la muerte, y escucharía el silencio del ganador. Sabría, otra vez, que el dueño del primero ya habría tomado el colectivo, y que todos estarían a mi alrededor pidiéndome que lo mostrara a él, a él mismo, al segundo de siempre, al inagotable corcho, al colosal pedacito de corcho que sabía qué hacer ante los obstáculos, al incomparable corcho, al incomprensible milagro cotidiano.
Pero en los últimos metros el corcho, con convicción suicida, aumentó la velocidad, seguro de su última carrera, y se me fue por la boca del final.
Ese día creyó que el verdadero éxito tenía que ver con llegar primero y fue lo último que creyó.
De lejos escuché el apasionado y estúpido festejo de todos los que quedaban tan atrás. En lugar de mirarlos levanté de golpe el brazo, copiando el gesto que hace que paren los colectivos.
El Zorro todavía no había empezado.
Tomé el 103 antes de que llegaran los demás.
*Ilustración: Leticia Barradas.