La Bohème de Giacomo Puccini: Una “nueva época” sin rumbo ni dirección
POR IVÁN MARTÍNEZ
Vale decir que, con el estreno del domingo 3 de noviembre y quedando pendiente solo un par de galas programadas para diciembre, el año operístico oficial ha concluido.
Habiendo programado un título tan tradicional y apropiado en el repertorio de la Ópera de Bellas Artes, como es La Bohème de Giacomo Puccini, no es casual que con él se pondere el tino que ha tenido la nueva administración en su primer año.
Concediendo que los primeros meses no fueron programados por el actual equipo de la Compañía Nacional de Ópera; que —como se ha insistido desde el discurso oficial— “la ópera se encontraba rumbo al despeñadero”; que las reseñas oficialistas justificaron el fracaso de Il Trovatore (Verdi) o que los especialistas aplaudieron luego el decoro con que se produjo El holandés errante (Wagner), lo cierto es que se ha sabido superar las críticas y moldear la promesa de un futuro promisorio y planeado para la Ópera Nacional.
Sin hablar de los cuestionamientos administrativos, que van de los vuelos desde los que se mantiene la oficina a la contratación de familiares, ese futuro debió comenzar a vislumbrarse a partir de que, Ramón Vargas, quien ostenta el cargo de director artístico, se ha encargado de elegir elencos y creativos.
Si los dos títulos intervenidos por la nueva dirección conocieron esos resultados dispares, La Bohème tendría que envolver el verdadero nuevo rumbo de lo que significa o significará lo que pomposamente se ha llamado “Nueva Época de la Ópera de Bellas Artes”: Nada nuevo.
Se trata de una puesta en escena de Luis Miguel Lombana muy reseñada y criticada en el pasado. Al trazo marcado por el actor, quien atinadamente no detenta ahora el título de director escénico, lo acompaña una iluminación bastante torpe diseñada por Rocío Carrillo, que en pasillos fue justificada como un error en la consola pero que ya desde la representación en el Teatro de las Artes en 2010 había obviado su tosquedad, y una escenografía rudimentaria —y estorbosa en el segundo acto— de Nicola Benois, quien también firma un vestuario tan pobre que solo sirve para evidenciar el vacío de dirección actoral.
Sin responsable de dar cohesión artística, cada quien hace lo que puede.
Quizá inconscientemente, la soprano María Alejandres supera cualquier expectativa gracias a que se ve rodeada por colegas, en su mayoría, de dudosa capacidad. Cuestionada en los últimos años por las constantes cancelaciones a sus compromisos en la ciudad de México, Alejandres con esta puesta ha limpiado cualquier duda sobre sus cualidades artísticas: incuestionable canto, un timbre que sabe colorear en cada línea y una actuación, como Mimí, reveladora de su arte.
Entre ella y el errático desempeño del tenor Héctor Sandoval, de afinación incierta en un amplio rango de sus agudos y sobreactuado e inseguro como Rodolfo, de la soprano Leticia Vargas de Altamirano, cuya minúscula voz es proporcional a la timidez ofrecida a su Musetta, y del barítono Óscar Velázquez, vocalmente estable pero torpe en su expresión como Schaunard, llega apenas a notarse el canto del barítono Guido Loconsolo, correcto pero ensombrecido por la tibia, casi plana dirección escénica brindada a su Marcello.
Aunque visiblemente incómodo con la larga cabellera impuesta a su vestuario, el bajo Rosendo Flores ofrece, como acostumbra desde cualquier papel, cátedra operística con su Colline; sólo él y Alejandres se mueven con naturalidad en el escenario y son los únicos cuyas bien colocadas voces viajan sin problema por el teatro. Entrañable igualmente, la presencia del barítono polaco-mexicano Leszek Zawadka como el viejo casero Benoit y como Alcindoro.
Desde el foso, resulta adecuada también la batuta de Srba Dinic: con discreción, aunque por momentos apresurado —sobre todo en el primer acto—, supo acompañar cabalmente a sus cantantes y llevar a la Orquesta del Teatro a un nivel elogiable. Opuesto a su desempeño, la dirección de Pablo Varela continúa sin lograr la unidad vocal a la que había llegado el Coro del Teatro en épocas recientes.
¿Qué encuentro entonces? El impulso naïf de quienes pensaron que las buenas intenciones no requieren de resultados o, peor, que éstos llegan solos. Con ganas de equivocarme en la sentencia, temo que seguiremos teniendo una compañía en la que a cada nueva época corresponde un nuevo conjunto de nombres, pero todos ellos sin ninguna dirección, distintivo o planeación que rinda frutos rotundos, redondos o íntegros.
Nada más, mientras que el público sigue padeciendo y se sigue conformando con golondrinas que no hacen de ninguna temporada primavera: lo fue Muerte en Venecia (Britten) hace uno años y lo fue el mes pasado El holandés errante, pero ya tenemos recetada nuestra dosis de lombanas y espinosas en 2014. Como manifestación artística, la Ópera Nacional es nuestro propio espejo.
*Fotografía: La Bohème, de Giacomo Puccini, se presentó el 3 de noviembre en el Palacio de Bellas Artes; las próximas funciones serán el 5, 7, 10, 14 y 17 de noviembre/Cortesía CONACULTA.
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