La Casa del Lago: Gastón García Cantú versus Juan Vicente Melo
POR HUBERTO BATIS
Luego de nuestra polémica por la crítica que hizo a Cuadernos del Viento, Juan Vicente Melo me recibió con efusividad amistosa en la Revista Mexicana de Literatura, que dirigía Juan García Ponce con un Consejo de Redacción en el que estaban Inés Arredondo, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina, Gabriel Zaid, Federico Álvarez, el mismo Melo y Rita Murúa como tesorera.
Cuando García Ponce me invitó a colaborar en la revista, Inés le preguntó: “¿Quién es Huberto Batis para entrar a la Redacción?” “Es gente bien”, le dijo. Ese era el adjetivo principal que tenían para calificar a alguien, que “era gente bien”. No que era bueno, sino “bien”. Inés tenía sus dudas. Fue tal su escrutinio que quiso conocerme más y al conocernos nos enamoramos.
Melo había estudiado Medicina en la UNAM. Su padre —que era un médico connotado en el puerto de Veracruz, donde tenía un hospital— lo envió a París para especializarse en medicina tropical. Pero allá a Melo le ganó la literatura. Dedicó su tiempo a leer, a escribir y a conocer artistas, entre ellos a Emil Ciorán, con quien mantuvo charlas largas. Aquí conocimos a Ciorán por las traducciones que hizo Esther Seligson. A su regreso empezó a trabajar en el hospital de su papá, pero buscó venirse a México con José Emilio Pacheco, quien se lo llevó a Difusión Cultural con Jaime García Terrés.
En 1962, Juan Vicente Melo comenzó a dirigir la Casa del Lago, que se volvió un éxito por la cantidad de público que asistía todos los días. Al principio la Casa del Lago era un club de ajedrez que había iniciado Juan José Arreola en el Bosque de Chapultepec a las sombra de los árboles. Luego empezó a declamar poemas y formó un grupo que declamaba en coro: se llamó Poesía en Voz Alta. Iban por toda la Universidad y las Preparatorias ofreciendo espectáculos. Luego se les ocurrió hacer obras de teatro clásico. Solían representarlas en los jardines de la UNAM y pronto les empezaron a prestar los auditorios de las Facultades.
El éxito de la Casa del Lago aumentó cuando comenzaron a hacerse conciertos con la Orquesta Filarmónica de la UNAM. Melo, como buen amante de la música, asistía a todos los conciertos y escribía reseñas críticas. Era muy amigo de Eduardo Mata, que era un compositor joven. Luego empezaron a poner obras de teatro con Juan José Gurrola. Por ahí estaba también Antonio Alatorre y su mujer, Margit Frenk, Enrique Alatorre y su esposa, Yolanda Iris, además de un amigo de ellos, el compositor Joaquín Gutiérrez Heras, Quinos, que también hacia música de películas.
Gurrola triunfó en la Casa del Lago cuando puso obras de Robert Musil y Pierre Klossowski, que García Ponce le ayudaba a concebir para ponerlas en escena. Cuando montaron Roberta esta tarde, de Klossowski había una escena para la que pusieron un cajón grande de madera en el patio de la Casa del Lago. Los espectadores teníamos que ver lo que pasaba dentro por unos agujeros. Adentro había espejos y ahí se reflejaban los actores, entre ellos la vedette Fuensanta Zertuche y las escenas eran subidas de tono. Por eso eligieron que se les viera así. Las escenas eran en un baño, en el que aparecía un gigante y un enano que le ponía un anillo en el clítoris a Fuensanta. Era una escena brutal.
Recuerdo haberme disputado con Ramón Xirau un sitio para ver. “Déjame ver a mí”. “Ahora a mí”. Ahí estábamos agachados espiando por un agujerito.
Luego Gurrola hizo la película Tajimara a partir de un cuento de García Ponce. Ambos la dirigieron, sobre todo Gurrola. Éramos los cuatro Juanes: Juan Vicente Melo, Juan José Gurrola, Juan García Ponce y yo, Juan Huberto, un Juan honorario.
En 1967, a Melo se le planteó un problema en la Universidad. Un día me habló y me dijo que estaba “detenido” en la Dirección Jurídica de la UNAM. Le dije: “¿Cómo ‘detenido’? Si eres el director de la Casa del Lago”. Me respondió: “Por eso. Me acusan de ladrón, de borracho, de homosexual, de sospechoso del asesinato de Albice Querel”. También lo acusaban de haber violado a un jardinero, un hombre grandote y fuerte. Melo era chiquito.
Albice Querel era un estudiante italiano que había venido a la Facultad de Filosofía a estudiar el arte mexicano en el Colegio de Historia. Su padre era una persona importante en Italia. A Albice lo mataron en la casa de Héctor Valdés, compañero mío de la Facultad que por entonces estaba en Montpellier, pero le había prestado la casa a Albice. No sé cuánto estuvo detenido Melo. El caso es que él figuraba en el carnet de direcciones de Albice Querel. Nunca se supo quién lo mató.
La persecución había empezado con García Ponce en la Revista de la Universidad. Gastón García Cantú, director de Difusión Cultural, le dijo: “¿Usted por qué se está desperdiciando aquí? Váyase a escribir a su casa”. Y después lo acusó de que no venía nunca. A José de la Colina lo acusó de estar agazapado en su escritorio. García Cantú publicó en la revista Siempre! algo que nunca debió haber escrito: que Melo era sospechoso del asesinato de Querel y que cómo la UNAM iba a tener de funcionario a un borracho, ladrón y, además, sospechoso de asesinato. Luego se iba a arrepentir de eso y de atacar a Juan Rulfo y a Carlos Fuentes por asistir a las reuniones del PRI. A Rulfo lo acusó de ir en busca de la torta, cachucha, camiseta y el refresco que regalaban en los mitines. Cuando Benítez vio que García Cantú atacaba a Rulfo y a Fuentes, cayó de su gracia.
Todo eso era una locura, una invención de García Cantú, a quien le llegaron rumores de las “pachangas” que organizábamos en la Casa del Lago en las exposiciones de las 7 de la noche, en las que nos quedábamos un grupo que llamábamos “familiar”. La pasábamos muy bien bebiendo en el coctel. Las empresas vinateras mandan gratis cajas de botellas de sus productos a los cocteles culturales como propaganda. Melo tenía en la bodega varias cajas, nos la seguíamos en las casas de Gurrola y Melo. Ellos vivían puerta con puerta en el conjunto de departamentos conocido como Peyton Place en la calle de Mazatlán de la colonia Condesa. Las fiestas eran en uno o en los dos departamentos al mismo tiempo, según como estaba el ambiente. Esas fiestas familiares eran tumultuosas. Puede decirse que bebíamos como cosacos. Nos la pasábamos muy bien con nuestras mujeres y la mirada reprobatoria de algunos compañeros, como el pintor Vicente Rojo y su mujer, Albita Cama, o como Federico Álvarez y su mujer, Helena Aub. Ellos bebían leche mientras nosotros bebíamos ron o vodka. Decían que cómo podíamos destruirnos la vida así. Ahí se la vivía todo mundo: las hermanas Pecanins, la actriz Pilar Pellicer, Pixie Hopkin y Martha Verduzco. García Ponce vivía muy cerca, en un edificio de la calle de Sonora, por el Parque México, sus fiestas eran épicas y elitistas.
Alarmado por Melo, fui a ver al rector Barros Sierra. Le dije lo que estaba ocurriendo, una cacería de brujas, que estaban persiguiendo a Melo. El hermano del rector era crítico de música y cuando le dije que Melo era un escritor muy bueno dijo: “Mi hermano dice que es muy mal crítico de música. ¿Pero es cierto que se emborrachan?” Le respondí que en nuestras casas, que empezábamos en la Casa del Lago pero la seguíamos en nuestros domicilios.
¿Qué clase de “puritano” era García Cantú quien logró que no se pudiera beber en la UNAM (hasta la fecha)? Instaló la ley seca, hizo una redada. Abrió nuestros cajones de los escritorios y todas las botellas que encontró las reunió frente a la Rectoría para que vieran que la campaña había sido un éxito.
En la casa de Inés Arredondo, Juan García Ponce y el grupo de la Revista Mexicana de Literatura decidió renunciar cuando Melo fue detenido y acusado. La gente hizo burla de eso. Nos llamaban bonzos porque “nos quemábamos solos”. Ricardo Guerra, director de la Facultad de Filosofía y Letras y esposo de Rosario Castellanos, me dijo que yo había hecho una Batirrenuncia.
Me había unido al grupo y le dije al Rector: “Voy a renunciar con ellos. Aquí tiene mi renuncia”. Me respondió que me los llevara a trabajar a la Imprenta. Cuando se los propuse me dijeron: “No. Vamos a renunciar todos”. Renuncié con ellos y le dije al rector que había fracasado la idea. Todos querían irse.
La renuncia de García Ponce se publicó en La Cultura en México. Benítez, el director de este suplemento de la revista Siempre!, puso una leyenda que decía: “Estoy en total desacuerdo con los insultos de García Ponce a mi colaborador y gran amigo García Cantú”, pero la publicó por la libertad de prensa. ¿Cuándo se ha visto eso? Que la misma publicación desautorice a un escritor de se propio suplemento.
A mí me quedaba un trabajo en El Heraldo de México como coordinador del suplemento de Luis Spota, que hacía junto con José de la Colina. Le pedí a Spota que publicara mi renuncia. Me dijo: “Yo no te la puedo publicar, pero publícala tú. Cuando yo no esté, la metes en el material y le buscas un lugar en el suplemento. Le dices a la capturista que ahí va a ir eso”. Así le hice y me corrió. Spota dijo en El Heraldo que había publicado esa renuncia a sus espaldas. Luego me dijeron que Spota le había mostrado a Barros Sierra mi renuncia antes de que yo la publicara. El Rector le dijo: “Publíquela. Yo ya la tengo aquí en mi escritorio”. Otra cosa que hizo Barros Sierra fue enseñarme luego una carta de recomendación del mismísimo García Cantú recomendándome como director de Publicaciones de la UNAM. ¡Justo al puesto al que estaba renunciando!
Yo dejé el departamento que ocupaba en la esquina de Euler y Mariano Escobedo y Melo se quedó ahí un tiempo. Tomás Segovia, que había entrado como intérprete de la Olimpiada Cultural, nos consiguió trabajo ahí. Nos llamaron a la Coordinación Editorial del Comité Organizador de los XIX Juegos Olímpicos. Nos pagaban muchísimo, mil dólares, que equivalía entonces a siete mil pesos mensuales. Melo escribía de deportes, Ponce de temas culturales. También hizo libros sobre la literatura mexicana de la época y la anterior, y sobre historia de nuestra literatura “para extranjeros”. Eran boletines que se publicaban en inglés, francés y español, que se mandaban a todos los países.
Melo estaba escribiendo su novela La obediencia nocturna, que me dedicó en agradecimiento a que había renunciado a mi puesto en la UNAM en su defensa, y a que había hablado con el Rector en la suya. García Ponce me dedicó el libro Desconsideraciones. Después Melo se fue a Veracruz y después a Xalapa para estar cerca de la Universidad Veracruzana. Llevó una vida muy difícil. Murió en 1996.
*FOTO: En los años 60, ellos se autonombraron los “Cuatro Juanes”. En la imagen, sentados, Juan García Ponce y Juan Vicente Melo; de pie, Juan José Gurrola y Huberto Batis (el Juan honorario), en casa de García Ponce en los años 90/Fotografía tomada del libro Huberto Batis, 25 años en el suplemento cultural sábado de unomásuno (1977-2002).
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