La ciencia ficción es una cruel amante
POR BERNARDO FERNÁNDEZ “BEF”
Siempre ha sido ingrata conmigo. Me ha desconocido, maltratado frente a mis amigos, ha ejercido una refinada crueldad sobre mi persona y sin embargo, siempre vuelvo a ella.
Sí, la ciencia ficción, mi primer amor literario me ha tratado mal toda la vida; no obstante vuelvo a ella. Y es que me ha prodigado algunos momentos de dulce victoria por los que vale la pena todo el sufrimiento.
La historia se extiende por varias décadas. No sabría ubicar exactamente el punto espacio-temporal en el que se cruzaron nuestros caminos. Fue, lo tengo claro, en los setenta y a través de la teta de vidrio, como llamaba Harlan Ellison a la T.V.
Dentro de ella existía todo un universo audiovisual que de niño me voló la cabeza. Entre muchas otras series que hoy matan de risa a los millennials por sus modestos valores de producción, programas como Batman, Tierra de gigantes, Perdidos en el espacio, Fuga en el siglo XXIII, El Hombre Nuclear, Invasión OVNI, Galáctica y muy especialmente Doctor Misterio plantaron en mi cabeza el germen que habría de florecer en poco tiempo.
(No, no me tocó ver ni Ultramán ni Viaje a las estrellas, llegué después pero en mi adolescencia devoré la segunda ejecución de la Dimensión Desconocida).
Me gustaría decir que vi la primera entrega de La Guerra de las Galaxias en el cine pero no fue así, yo era muy niño aún y no la vi sino hasta adolescente, no obstante para cuando a los nueve años vi El Imperio Contraataca ya había devorado decenas de películas de fantaciencia que iban desde Meteoro y una cantidad obscena de cintas de Godzilla hasta Encuentros cercanos del tercer tipo y la desconcertante El Planeta Fantástico. Pero tengo muy claro que la batalla de Hoth marcó a hierro candente mi niñez.
Sin embargo tuve dos puntos de quiebre absoluto que sellaron mi destino. El primero fue cuando a los 11 años quise leer por primera vez un libro sin monitos. Habiendo crecido en una familia de lectores, los niños leíamos cómics para después graduarnos a la lectura formal. Mi papá sugirió que leyera Miguel Strogoff, uno de sus libros de niñez.
Yo elegí Fahrenheit 451 y ahí cambió mi vida. La historia del bombero Montag me abrió la puerta a un universo literario que desde entonces me envolvió y llevó a viajar por el Cosmos. Inmediatamente después de Ray Bradbury mi papá me regaló una edición de los cuentos completos de Edgar A. Poe y todo cayó en su lugar. Asimov (del que después renegaría), Heinlein, Zelazny, Aldiss, Clarke, Lem, LeGuin, Ballard, Henderson, Dick y toda la pandilla llegaron después, invitados a la fiesta. Y ése fue mi trampolín para convertirme en un lector voraz, vicioso.
Todo esto al mismo tiempo que los cómics terminaban de forjar mi vocación profesional. Valerian y Laurie: Agentes Espacio Temporales, de Jean-Claude Mézières y Los Cuatro Fantásticos de Stan Lee y Jack Kirby así como los vistazos furtivos que le echaba a las revistas de adultos como Heavy Metal y Epic me mostraron el camino que yo quería recorrer. El rumbo quedó definido años más delante, tras leer el Dark Knight de Frank Miller y Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons.
(Paréntesis personal: cuando terminé de leer Watchmen pensé “si esto se puede hacer con las palabras, yo quiero ser escritor”)
Peeeero lo que realmente me voló la cabeza fue ver alos trece años, con diferencia de semanas, dos cintas: Blade Runner de Ridley Scott y Brasil de Terry Gilliam. Mi vida nunca volvió a ser la misma.
Cuando llegó el momento de decidir qué quería hacer con mi vida, me planté frente a mis padres y para su escándalo dije “quiero hacer cómics”. Durante mis años universitarios, en los que estudié diseño gráfico en la Ibero, descubrí que mi estilo de dibujo, totalmente caricaturesco, no encajaba del todo con el tipo de historias cyberpunk que quería contar. Y sí, me declaro hijo literario de William Gibson, Bruce Sterling et al.
Así fue como entré a la narrativa, por la modesta puerta trasera del guionismo de cómics… ¡de ciencia ficción!
Pocos esfuerzos de aquellos años cristalizaron. El saldo positivo fue que mis amigos dibujantes tardaban tanto en ilustrar mis guiones que decidí dibujarlos con palabras: comencé a escribir cuento.
En ese tiempo, mediados de los noventa, la escena de la ciencia ficción nacional era aún más ala y subterránea que ahora, si es que tal cosa es posible. Eran años en que presentarse con otros escritores diciendo que te dedicabas a los subgéneros era un suicidio social.
Fue la época en que uní fuerzas con mi amigo y gurú personal Pepe Rojo y con Joselo Rangel, que llevaba pocos años aún tocando la guitarra con Café Tacvba. Juntos empezamos un fanzine al que bautizamos SUB por Subgéneros de Subliteratura Subterránea, esfuerzo que duró un lustro y al que se sumaron varios amigos que en aquel entonces comenzaban a escribir, como Alberto Chimal y Gerardo Sifuentes, y otros que ya tenían una carrera firme como Gerardo Horacio Porcayo y José Luis Zárate. Una lejana nieta de la legendaria Crononauta, editada treinta años antes por Alejandro Jodorowsky y René Rebetez, abuela literaria a la que SUB jamás conoció (igual que yo con mi abuela materna).
Para ese momento ya había una primera generación contemporánea de escritores del género, misma que floreció alrededor del premio nacional de cuento del género Puebla, otorgado desde 1984 por ese estado y el Premio Kalpa al mejor cuento del año, concedido al alimón por la UAM y la AMCYF, Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía, de existencia tan fugaz como intrascendente (todo hay que decirlo).
De aquella generación destacaron Mauricio-José Schwarz, Héctor Chavarría, Arturo César Rojas, Irving Roffé y Gabriela Rábago Palafox, entre otros. Previo a ellos hubo varios precursores como Manú Dornbierer, Jaime Cardeña, Gonzalo Martré, Carlos Olvera y varios más. Pero como dije al principio, la ciencia ficción es una cruel amante: ninguno de ellos logró consolidar una carrera como fantasista. Muchos se diluyeron, unos más se dedicaron a otros géneros sólo para volver a la CF de manera esporádica.
La siguiente hornada, que incluía a los propios Zárate y Porcayo también arropó a Ricardo Guzmán Wolffer y Gabriel Trujillo. Aunque todos ellos siguen publicando, pienso que merecen mucho más éxito y lectores.
Hago un pequeño alto ególatra: la ciencia ficción volvió a maltratarme. Nunca gané ni el Puebla ni el Kalpa. Las dos veces que entré al premio Mecyf de novela del género, convocado por la extinta editorial ViD, perdí miserablemente. Mi primera novela, Gel azul, sufrió rechazos de prácticamente todas la editoriales a las que la mandé. Vuelvo a ello más adelante.
Así, los primeros triunfos editoriales de mi generación fueron abriendo carriles más amplios sobre el camino transitado por nuestros predecesores. El premio Kalpa otorgado a Pepe Rojo en 1996 por “Ruido gris”, el Mecyf de novela a Gerardo Sifuentes por Pilotos infernales y sobre todo la fulgurante carrera de Alberto Chimal, a mi ver el mejor cuentista de mi generación dentro y fuera de la literatura de la imaginación, fueron triunfos colectivos para los cienciaficcioneros de mi hornada.
Poco a poco, la ciencia ficción nacional se ha movido de los márgenes al centro. Muy lentamente, despacito.
Ha habido muchas antologías de cuento. De todas las calidades, no se piense que por ser ciencia ficción mexicana es automáticamente buena, yo he leído mucha basura. Pero también me he encontrado con piezas notables que me han volado la cabeza.
Novelas hay menos. Y aquí vuelvo a mi historia. Cansado de ser “El Señor Mención Honorífica” en los concursos de ciencia ficción —incluido el premio UPC convocado en España— decidí probar suerte en el género policíaco. Baste decir que la novela negra me recibió amorosa en sus brazos, con una ternura y amor que la ciencia ficción jamás me ha prodigado.
Pero soy necio. Gel azul fue finalmente comprada y publicada por una editorial española. Al siguiente año de su publicación ganó el premio a mejor novela breve otrogado por la Asociación Española de Ciencia Ficción, Fantasía y Terror. Sólo así logré publicarla en México al lado de otra historia, El estruendo del silencio. Mi siguiente novela, Ojos de lagarto, mi libro favorito, enmarcada en el subsubgénero de las aventuras weird se publicó el mismo año.
La ciencia ficción me volvió a mostrar su mala cara: Ojos de lagarto gozó de nula promoción por parte de su editorial y se perdió en el limbo de las mesas de remate. Sin embargo se publicó en Alemania, Holanda y ¡en China! lo que me permitió visitar aquel país, promoviéndola.
Desde entonces, caprichosa, la ciencia ficción me sonríe esporádicamente, en encuentros furtivos donde de tanto en tanto me otorga sus favores sólo para negármelos de nuevo: he publicado traducciones al inglés de cuentos en un par de ocasiones (todo un logro siendo un autor latinoamericano). He publicado un par de antologías, una de ciencia ficción mexicana (Los viajeros) y otra, en coautoría con mi viejo cómplice, Pepe Rojo, de nueva ciencia ficción norteamericana traducida al español por escritores mexicanos (25 minutos en el futuro). Mi más reciente libro, Escenarios para el fin del mundo, es una compilación de cuentos del género.
Por otro lado mi libro Hielo negro, híbrido de noir y cyberpunk ganó un premio literario (que no era específico de policíaco o ciencia ficción) y además de llevar tres ediciones inició una serie de novelas protagonizadas por la detective Andrea Mijangos y, la cereza del pastel:
(Tomo aire, inflo mi pecho de orgullo)
El ciclo se cerró el año pasado cuando mi amigo Axel Medellín ilustró un guión mío que se publicó en la revista Heavy Metal ¡y tuve el honor de ser mencionado en la portada!
Con todo, la ciencia ficción me sigue maltratando. Al mismo tiempo que novelas como La caida de los pájaros de Karen Chacek o El beso de la liebre, de Daniela Tarazona —ambas indiscutiblemente de ciencia ficción— se publican en colecciones de literatura general, o que narradores como Cecilia Eudave, Antonio Malpica, Raquel Castro y Jaime Alfonso Sandoval toman por asalto la literatura juvenil con obras enmarcadas dentro de los géneros especulativos, y que una nueva generación —con autores como Martha Riva Palacio, Edgar Omar Avilés y Rafael Villegas, entre otros— se consolida editorialmente…
Al mismo tiempo la ciencia ficción me desconoce. Pasa por la calle y no me saluda. Cuando le preguntan por mí, contesta desdeñosa, “Ah, sí, uno que hace novelas policíacas y dibuja monitos, sí.”
No importa, ingrata. Así te quiero. Y por los planetas lejanos que he recorrido contigo, te querré siempre.
Aunque me pegues.
*FOTO: En la imagen, fotograma de la serie Perdidos en el espacio, transmitida en los Estados Unidos entre 1965 y 1968/ Especial.
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