La ciudad es la mayor invención humana: una conferencia del arquitecto Fernando González Gortázar

Oct 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 2781 Views • No hay comentarios en La ciudad es la mayor invención humana: una conferencia del arquitecto Fernando González Gortázar

 

El 28 de mayo de 2015, el arquitecto y escultor Fernando González Gortázar (1942-2022) tuvo un encuentro con alumnos de la Universidad de Guadalajara. Publicamos sus palabras a manera de discurso, en las que expuso sus convicciones estéticas y políticas, siempre marcadas por un innegable equilibrio entre la libertad creativa, la tradición subvertida y la responsabilidad social

 

POR FERNANDO GONZÁLEZ GORTÁZAR
La historia del nacimiento de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara (hoy Centro Universitario de Artes, Arquitectura y Diseño) debe ser platicada, aunque sea brevemente. Es una historia conmovedora, muy ejemplar y francamente única. Don Ignacio Díaz Morales había egresado de la Escuela Libre de Ingenieros al igual que notables personajes de esa generación, empezando por Luis Barragán, Pedro Castellanos y Rafael Urzúa. Era una escuela muy curiosa porque estaba dirigida por un personaje que era ingeniero civil y licenciado. Con seis meses más de estudio al terminar el programa de estudios, con materias de tipo historia del arte o dibujo, se les otorgaba el título de Ingeniero Civil y Arquitecto. Díaz Morales era un hombre con una avidez de conocimiento admirable y comenzó a ir a la Academia de San Carlos en la Ciudad de México, cuyo origen está en la Colonia, que era la única escuela de Arquitectura en todo el país.

 

En esa época los calendarios escolares en la Ciudad de México y Guadalajara estaban invertidos. El país estaba dividido en dos calendarios: (en) el que correspondía a Guadalajara, las vacaciones largas —de cambio de año— eran en verano, mientras que en la Ciudad de México y el norte del país, eran en inverno. Aprovechándose de eso, Díaz Morales en sus vacaciones iba para allá. Le nació la idea de que a toda costa se tenía que crear una escuela de Arquitectura. Lo intentó por muchos años y trató de financiarla con aportaciones de la iniciativa privada. Organizó un par de reuniones con los “ricachos” tapatíos que siempre le dijeron: “Claro que sí”. Le firmaron pagarés y cuando Díaz Morales mandó a su secretaria a cobrarlos, ni uno solo soltó la lana. Eso ocurrió dos veces hasta que llegan un gobierno del estado y un rector de la Universidad de Guadalajara que lo apoyan. Entonces, Díaz Morales, a quien se le vuelve realidad el sueño, se encuentra con que no tenía manera de convertirlo en realidad: no había maestros. Había algunos intelectuales tapatíos que podían dar ciertas materias generales de cultura general. Me dijo que los buenos de México, que era el lugar lógico del que podía echar mano, no se iban a venir a Guadalajara; empezando porque tenían mucha chamba y porque los sueldos de la universidad eran bajísimos. Y él no quería a los de segundo orden. Quería a gente de primera.

 

Entonces tuvo una de esas ideas luminosas que una vez tenida uno dice: “¿Cómo no se me ocurrió antes?” Europa estaba pasando por épocas terribles por la posguerra. La mayoría de las universidades estaban cerradas y las que estaban abiertas trabajaban de manera muy precaria. Los maestros estaban casi muertos de hambre y muchísimos de ellos deseaban emigrar. Entonces Díaz Morales se dijo: “¿Y por qué no nos traemos a Guadalajara a arquitectos europeos?” Tocó la feliz coincidencia que el ingeniero Matute Remus estaba fundando el Instituto Tecnológico. Entonces la Universidad acomodó Arquitectura como parte de ese tecnológico, por lo que el rector y el gobernador le dijeron: “Claro que sí, pero con una condición. No sólo traiga maestros para Arquitectura porque los necesitamos para todas las Ingenierías”.

 

Entonces Díaz Morales hizo dos viajes de reclutamiento. El primero en 1948, el segundo en 1949. En el primero, gracias a circunstancias muy especiales, recluta por intermediación de su esposa —porque a él nunca lo conoció— a Mathias Goeritz, que fue el primer maestro europeo en llegar a Guadalajara, el 12 de octubre de 1949. Ese día Mathias bajó del tren que lo traía de México. Y después de él llegaron maestros notabilísimos de escuelas o facultades de Roma, Florencia, Milán, Stuttgart, Viena y, posteriormente, de La Sorbona parisina. Vinieron también otros maestros españoles. Y con esa plantilla de maestros, en la que cada quien hablaba un idioma diferente —nadie hablaba español— y cada quien tenía un bagaje cultural diferente, arrancó una escuela que pudo ser un caos precisamente por eso, por la disparidad de la gente. Pero fue como una orquesta de solistas, solistas incipientes porque todos eran muy jóvenes, que gracias al director de la orquesta —la batura Díaz Morales— sonó como una sinfónica de solistas y comenzó a producir productos notables, entre ellos la creación de un lenguaje arquitectónico que tuvo muy poco que ver con el de Díaz Morales, Barragán y el resto de su generación.

 

¿Cómo era la escuela? Era una escuela pequeña. Yo debo haber entrado en 1959. Habían ya pasado por esta escuela generaciones de arquitectos notabilísimos. Realmente fue milagrosa la producción de las primeras generaciones. Salieron Gabriel Chávez de la Mora, Enrique Nafarrate, Alejandro Zohn, Máximo Dhen, mi hermano Federico.

 

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La ciudad ha sido el tema central de mi vida, de mi ejercicio profesional y de mi reflexión acerca de la arquitectura y del urbanismo. La ciudad es la mayor invención humana. No puedo imaginar algo más novedoso, más radical, más sorprendente, más interminable, más inacabable que la ciudad.

 

Hay una especie zoológica que ha evolucionado junto con el resto de los seres vivos por millones de años. Y, de repente, esa especie decide construir un universo paralelo hecho a su imagen y semejanza. Además, la ciudad es una suma de visiones, de épocas, de generaciones, de grupos humanos, de culturas. Es una acumulación de experiencias, de riquezas. Es, en sus grandes ejemplos, la mayor de las obras de arte.

 

Piensen en las ciudades memorables. Es decir memorizables, desde Pátzcuaro hasta París. París tiene la catedral de Notre Dame, la Torre Eiffel y un sinnúmero de edificios y monumentos. Pátzcuaro no tiene uno solo. Pero en ambos casos, si se preguntan cuál es la obra maestra de París, su obra maestra es París, la ciudad completa. ¿Y cuál es la obra maestra de Pátzcuaro? Es Pátzcuaro. Una por su ostentación, la otra por su humildad, son creaciones completas, obra maestras de lo que hemos dado en llamar arte. Además, un arte en el que no sólo cada generación aporta su huella y su mirada de grupo, sino en donde también interviene el azar, la casualidad, la chiripa, lo imprevisto, lo no previsible.

 

Fíjense cómo las ciudades rigurosamente planeadas, tipo Islamabad o Brasilia han fracasado. Son ciudades corsé en las que la gente no puede moverse con libertad. Falta ese elemento irracional, ese elemento no planeado, ese fruto de la vida. Las ciudades han tenido demasiados técnicos y demasiados pocos poetas. Los seres humanos somos como las cebollas. Tenemos muchas capas; estamos construidos en muchos niveles. Desde el más externo de las necesidades prácticas inevitables: respirar, transportarnos, tener vivienda, salud, recreación, hasta lo más profundo de la sensibilidad del espíritu y del habla. Una ciudad que pretenda ser un buen hogar para sus habitantes tiene que satisfacer todas estas necesidades. A nuestras ciudades les falta pensar más en la calidad de vida completa para no ser lugares no para sobrevivir, sino lugares para vivir de manera plena. La mayoría de nuestras ciudades son lugares que impiden eso, nos obstruyen, nos deforman incluso el sentido de la armonía estética, de la armonía social, de la armonía ecológica. La ciudad, al igual que la arquitectura —porque la arquitectura y el urbanismo son la misma cosa a distinta escala— debe ser una serie de amistades; debe estar amistada con la naturaleza, con la historia, con la tradición y con la justicia. De tal manera que un sistema político-social-económico injusto produce necesariamente ciudades injustas. De tal manera que la lucha por tener mejores ciudades no puede desligarse de la lucha por tener mejores sociedades, y una buena ciudad hace ciudadanía. Uno de los grandes vicios de nuestro sistema político es el ejercicio patrimonialista del poder. Y ese ejercicio patrimonialista y autoritario nos lo hemos creído. Hemos llegado a pensar que los dueños de la ciudad no somos todos, los que la habitamos, sino los que la gobiernan transitoriamente y hacen con ella lo que les da la gana, dándonos la espalda a los que la habitamos.

 

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La creación artística es el mayor de los misterios. No existen metodologías. Varían de persona en persona y dentro de cada persona de ocasión en ocasión. Sin embargo, yo sí creo en las musas, esos extraños espíritus que vivían en El Parnaso y cada una de las cuales estaba a cargo de una de las artes. Cuando uno está creando no sabe bien a bien lo que está haciendo ni a dónde va a llegar. Y cuando uno termina de hacer una obra —un proyecto en el caso de nosotros los arquitectos— tratar de reconstruir cómo llegaste hacia él frecuentemente es imposible. A lo largo del camino hay cambios, ajustes, adaptaciones, innovaciones producidas precisamente por eso tan misterioso que llamamos inspiración y que sirvió para que los griegos inventaran a las musas. Parece realmente como si nuestro proyecto lo hubiera hecho otro. Nuestro maestro de Estética en la escuela, el canónigo Luis Medrano —que era un pensador notable—, decía que el acto de creación artística es un acto de enajenación. Y el diccionario le da muchos significados a esa palabra: uno de ellos es atraer, embelesar, enamorar. Desde ese punto de vista, el acto creativo es enajenante. Otra acepción de la palabra es intercambiar una cosa por otra. Pero curiosamente la palabra enajenación también quiere decir locura. Un enajenado es un demente. Y el acto de creación artística, en este sentido, es exactamente un acto de enajenación. Es como si habitara otro ser adentro de ti que se encargara de hacer aquello que tú no eres capaz.

 

Lo terrible es que no hay manera de domesticar a las musas. Ellas hacen lo que les da la gana y cuando les da la gana. Uno nunca puede ordenarles que vengan a trabajar. A lo más que puede llegar, y eso es algo que da la experiencia, es a ponerse de tal manera de facilitar que las musas vengan: aprender a convocar a las musas. Gabriel García Márquez contaba una anécdota muy bonita. La historia de Cien años de soledad le había estado rondando por la cabeza durante décadas. Un día iba con su familia en el coche, de vacaciones, en la carretera de México a Acapulco. Y a mitad de la carretera —así me lo dijo— encontró “el tono” en el que esa historia debía ser contada. Entonces le pidió perdón a su familia, se dio la media vuelta, se regresó a la Ciudad de México y se encerró durante año y medio a escribir semejante obra maestra. Esa fue la aparición de la musa. Es como San Pablo que va camino de Damasco y un rayo lo tumba del caballo y ve lo que no había visto. Eso es la inspiración. En gran medida, el éxito o el fracaso de cada uno de nosotros depende de que encontremos la manera de contar las cosas. En la historia que García Márquez estaba elaborando, la anécdota podía ser buena, interesante, original, pero hasta ahí no había creación. La creación artística comienza cuando se encuentra el tono. Ese tono unos lo pueden encontrar bailando en una discoteca, otros subiendo una montaña, otros oyendo a José Alfredo Jiménez. Cada quien debe encontrar su modo. Repito, de ahí depende en gran medida el éxito o fracaso de todo creador artístico. Esa es nuestra tarea: encontrar la manera de decirle a las musas que te ayuden. Y estar atento para que cuando aparezcan, no pase desapercibido.

 

La verdad es que la arquitectura es un asunto muy complicado. Con frecuencia siento que está más allá de mis fuerzas, que no puedo con esto. Uno va a haciendo lo que puede a sabiendas de que hace lo mejor que puede. Pero a veces las cosas te salen mejor y otras te salen peor. Tampoco uno puede perder la autocrítica y pensar que todo lo que ha hecho es bueno. Lo que uno sí puede hacer es tener la frente en alto y decir: “Hice lo mejor que pude. Algunas veces acerté, otras veces me equivoqué”. Lo malo es que cuando los arquitectos nos equivocamos, equivocamos a muchos otros y causamos perjuicios a gente inocente. Hay una frase de Frank Lloyd Wright que dice: “Los médicos entierran sus errores, pero los arquitectos lo único que podemos hacer es sugerirle al cliente que plante enredaderas”. Es una gran frase. Pero fíjense qué responsabilidad tan grande es ser arquitecto.

 

En una ocasión vi en televisión una entrevista con un viejito que fue ayudante de Wright y lo acompañó con sus clientes a presentarles el proyecto prodigioso del edificio de las ceras Johnson. Contaba que Wright le dijo a los clientes: “Voy a hacerles un espacio en el que ustedes adorarán estar”. Esa es nuestra tarea, hacer espacios en donde las personas adoren estar. Me refiero por igual a espacios privados y espacios públicos; a arquitectura y urbanismo; edificios y ciudades. Debemos sentirnos tan bien que no queramos salir de ahí. Son espacios que deben hacernos felices. Si no vemos a la arquitectura como una esperanza de felicidad estamos por mal camino. En el éxito o fracaso de lo que sea, sean sistemas políticos, edificios, una relación de pareja, el único parámetro para medir si triunfa o fracasa es si te acepta o te aleja de la felicidad, que es la mayor de todas las utopías. Esa es la tirada de la vida.

 

En donde los arquitectos debiéramos probarnos, a ver si somos tan salsas, es en la vivienda popular. El gran reto es lograr lo óptimo con lo mínimo. Vean las casas en las que meten al pobre. Son casas inhabitables, que te expulsan, te repelen, en las que quieres estar el menor tiempo posible. Eso tiene consecuencias de otra índole: como la familia está en la calle todo el día no se reúnen, no se conocen, no se quieren, no hay solidaridad. También tenemos falta de áreas verdes. ¿En dónde se va a conocer la gente? ¿Cómo se va a reunir? ¿Cómo se va a formar el sentido de comunidad, la solidaridad social? Nuestras metidas de pata son muy grandes. Desde luego en el desastre de nuestras ciudades tienen que ver los malos gobernantes, los especuladores inmobiliarios, el interés individual antes que el colectivo, los funcionarios que les permiten hacerlo. Pero también tenemos una responsabilidad cada uno de nosotros. No sabemos convivir, no sabemos actuar en comunidad.

 

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Una vez le preguntaron al pintor Paul Klee cuál era el mensaje de su obra. Respondió que él era pintor, no telegrafista. No hay mensaje. El arte nunca tiene mensaje, ni siquiera el arte figurativo. La arquitectura tiene ante todo el deber de ser útil, de servir, algo que nos crea limitaciones que no tienen las demás artes, limitaciones que deben ser enriquecimientos. Pero la arquitectura está más ligada a la realidad que las demás artes hasta por cuestiones tan elementales como la ley de la gravedad.

 

Se nos ha dicho que el acto de creación artística es un acto de extrema libertad. Y eso no es cierto. Los artistas no hacen lo que quieren, hacen lo que pueden. Y lo único que cualquier verdadero creador puede hacer a lo largo de su vida es pintar su autorretrato espiritual. Si pintas tu autorretrato con honestidad, con franqueza, va a aparecer todo lo que eres. Van a aparecer tus padres, tu entorno, todo aquello que conforma lo que eres. Los artistas somos una especie de médium a través del cual hablan muchísimas cosas. Alguna vez he dicho, hablando en el caso de Luis Barragán, que él ha tenido poquísimos verdaderos discípulos, pero ha tenido infinidad de imitadores. La diferencia entre un discípulo y un imitador es que para el primero el maestro es el punto de partida; para el segundo es el punto de llegada. El discípulo inicia en ese punto de partida para hacer el autorretrato de sí mismo. Y tú no eres Luis Barragán. Ese autorretrato debe ser pintado con franqueza, con verdad. Es muy fácil decir la verdad y es muy difícil sostener mentiras sin que te cachen. Lo único que he querido es pintar mi autorretrato de la manera más sencilla posible. López Velarde escribió La suave patria decía: “Patria, te doy de tu dicha la clave: sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. Si todos nos viéramos cada día en el espejo veríamos que lo que vemos hoy no es lo mismo de ayer. Ya estamos marcados por las últimas 24 horas, ya acumulamos experiencia por 24 horas. Ese es el mensaje que da el arte. El arte, como decía Picasso, es una mentira que dice la verdad. Es una invención que siempre dice la verdad. John Ruskin, un poeta del siglo XIX y una de las influencias mayores de mi vida, escribió: “La biografía de las grandes naciones se escribe en tres libros: el libro de sus hechos, el libro de sus ideas y el libro de su arte”. Y añadía: “No es posible entender uno de esos libros sin leer los otros dos. Pero de ellos el único que dice la verdad es el del arte”. Eso es lo único que podemos hacer: decir la verdad de lo que somos y lo que nos devuelve a través de nosotros.

 

Quiero hablar de algo más. Es el tema de la tradición. Creo que la gran arquitectura siempre forma parte de una tradición. Y creo también que pocas palabras han sido tan mal entendidas como la palabra tradición. Miren, un grupo humano, en tiempos remotos que no sabemos cuándo fue, dio el primer paso en una dirección. Y la segunda generación dio el segundo paso, luego el tercero, el cuarto, el quinto y el sexto. Y esa ruta no ha ido en línea recta. Ha ido cambiando de dirección, ha ido zigzagueando, se ha ramificado. Y nosotros somos la línea terminal de una de esas ramificaciones. El punto en el que estamos es el punto final de uno de esos caminos. A esa sucesión de pasos llamamos tradición. Por lo tanto, las tradiciones son movimiento. La tradición es un concepto dinámico, es una transformación eterna. La tradición es la suma de visiones que cada generación ha tenido de las cosas, y de las cuales somos producto. Pero la única verdad de estar insertos en una tradición y prolongarla es partir del paso número 100 que se dio ayer para dar el 101. Es decir, no hay dos conceptos más incompatibles como el de la tradición y el de la repetición. La tradición verdadera nunca repite, siempre innova, siempre propone.

 

Veamos el ejemplo que nos dio Luis Barragán. Hablando de Juan Rulfo, que en muchos sentidos me parece el hermano gemelo de Barragán, Carlos Monsiváis escribió algo muy bonito: “Cuando uno está leyendo a Rulfo cree que está oyendo hablar a un campesino a sabiendas de que nunca jamás ha habido un campesino que hable así”. Lo mismo sucede con Barragán. Cuando uno ve su arquitectura cree estar viendo una arquitectura popular a sabiendas de nunca jamás ha habido una arquitectura popular así. Ese es el misterio del genio. ¿Cómo los arcaísmos se convierten en novedades absolutas? ¿Cómo son capaces de engendrar tiempos nuevos? Pero la cantidad de herencias que hay detrás de Barragán, Rulfo, Clemente Orozco, de Tamayo, todos los grandes de México y el mundo, son infinitas. Para mí ser un verdadero creador artístico y no ser un heredero, es decir continuador de una tradición, es una imposibilidad conceptual, ontológica.

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Ve el video de la charla de González Gortázar aquí.

 

FOTO: Fernando González Gortázar fue nombrado Doctor honoris causa por la UdeG en 2013 y en 2014 recibió por sus méritos la Medalla
Bellas Artes/ Archivo EL UNIVERSAL

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