La ciudad y sus texturas

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La primera novela de Sandra Olguín captura la esencia de la metrópoli a través del retrato fiel de la vida de un mercado y sus personajes

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POR RODRIGO MENDOZA

 

La ciudad antes llamada Distrito, primera novela de Sandra Olguín, captura la esencia de la corrupción y decadencia de la metrópoli a través del retrato fiel de un mercado y sus alcances económico-culturales.

 

 

La ciudad es un estanque de contaminación; de bruma; de ruidos ensordecedores; de colores opacos y vivos y aglomeraciones. Así entiende Sandra Olguín a la Ciudad de México, antes llamada Distrito Federal, y así la describe. Uno de los mayores méritos de su novela es saber poner en el papel la monstruosidad capitalina y todo lo que la caracteriza a los ojos de sus habitantes y de los turistas.

 

Olguín acierta al crear una historia –que no parece ficticia– en una ciudad que registró un cambio político hace un año pero que parece no haber capitalizado en ningún sentido. La escritora no cede ante la tentación panfletaria pero nunca deja de ser justa en su mirada hacia la inclinación política inevitable de una urbe tan grande como la capital mexicana. Así, semejante a Alfonso Cuarón con su Roma, Olguín utiliza el trasfondo político en aras de la arquitectura dramática de su narración sin dejar de ser crítica.

 

La acción transcurre en un mercado de la Ciudad de México, uno de los cientos que existen, en cuyo interior no sólo se llevan a cabo intercambios comerciales, sino incluso alteraciones históricas que definen la parte medular de la cultura chilanga. Entre verduras, juguetes, carne de res, hierbas y piratería, Olguín demuestra su capacidad narrativa al describir olores, colores y texturas en esos lugares tan cercanos y misteriosos a la vez. La ciudad antes llamada Distrito refleja la invariable relación entre comercio y corrupción: sobornos, ineficiencia policíaca, políticas públicas, violencia, pobreza y un extenso etcétera. Es ese microcosmos mercantil el que representa la totalidad de la Ciudad de México y todas sus variantes. La violencia que se describe en su interior es la misma que azota las calles y las vidas de millones de capitalinos. La novela no busca sólo plasmar una situación cotidiana por demás conocida (el control que ejerce el Estado sobre los espacios públicos y la violación a los derechos humanos que acarrea), sino que también pretende crear una fábula sobre el sentido oculto de la justicia y los caminos extraños que hay que recorrer para buscarla, si es que algún día se le encuentra.

 

Cierto es que Sandra Olguín peca un poco de seguir estereotipos chilangos; el policía corrupto con obesidad; el joven tatuado que no puede ser otra cosa que delincuente; la mujer de edad avanzada que controla los movimientos clandestinos y el melodrama inherente a la injusticia que el mundo impone a las clases bajas. Si bien la constitución de sus personajes no resulta envidiable, sí asombra la capacidad de la autora para observar lo que la capital de México es capaz de conjugar en sus calles, los olores que desprende, los diálogos que emite y el poder político que la viola sistemáticamente. La ciudad antes llamada Distrito es una visión acaso demasiado pesimista de un espacio inabarcable que no puede evitar sentirse perdido en su propia inmensidad. La novela es un testimonio de todo lo que ha salido mal políticamente en los vanos intentos por gobernar la ciudad, por hacerla un lugar mejor, por pensar que puede ser un espacio seguro. No es grato recorrer las páginas, a la par que se recorre mentalmente los rincones de la ciudad misma, y ver la descomposición, degradación y desamparo que constituye su esencia contemporánea.

 

A pesar de ser capitalina de nacimiento, la mirada de Sandra Olguín está distanciada por su lugar de residencia (Amberes). Sin embargo, eso no influye en el relato fiel de una ciudad caótica, hipnótica y traicionera como la Ciudad de México. Quizás son esos ojos distantes los que la hicieron caer en estereotipos, pero probablemente le ayudaron al mismo tiempo a recorrer mentalmente el espacio infinito y maltratado de su lugar de nacimiento y comprender mejor que nadie el corazón de una ciudad que enamora y repele a partes iguales.

 

La novela acerca al lector a la inconformidad ante las fuerzas del orden deficientes que ¿resguardan? al país y sus ineptos gobernantes, que se ven sobrepasados por el tamaño y complejidad de la urbe y por su propia ambición. La ciudad se convierte en un nido de corrupción e impunidad que revela el caos político que afecta a todo el territorio nacional. Leer La ciudad antes llama Distrito es como unirse a una voz que no ve nada apreciable en su alrededor, que se indigna con la impunidad y la opacidad de la política. Sandra Olguín es la voz de millones de mexicanos que no caben en su descontento. Esta novela protesta y señala con convicción, aunque tampoco se jacta de encontrar soluciones.

 

Sus personajes tal vez carecen de un matiz que los haga trascendentes, que obligue al lector a recordarlos, pero la capacidad descriptiva que revela la naturaleza del monstruo capitalino es lo que sostiene este libro. Sandra Olguín –igual que José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes y Agustín Yáñez, por decir algunos– logró capturar una pequeña parte de la esencia de esta ciudad. Acaso el lector podría quejarse de la sobrada cantidad de páginas o de lo previsible del final pero no de la eficiencia de la escritora por reconstruir un submundo que los habitantes de la ciudad quieren olvidar. En ese mercado, en ese microcosmos, se refleja la vida comercial y política de México y se reúnen las clases medias y bajas con lo peor de la fuerza política y ambas son, en conjunto, la esencia de la ciudad antes llamada distrito.

 

FOTO: La ciudad antes llamada Distrito, Sandra Olguín, México, Caballo de Troya; 2018, 336 pp.

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