La Consagración de Gasançon
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Con programas que fueron de lo regular a lo bien pensado, de Purcell a Stravinski, el clarinete fue el instrumento protagonista de las dos presentaciones más relevantes en vísperas de primavera
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POR IVÁN MARTÍNEZ
Entre las coincidencias simpáticas que se dan en nuestra programación, una de las que más feliz me ha hecho fue ver que confluyeran hace un par de semanas, como solistas, dos de los clarinetistas más destacados en el medio orquestal mexicano. Lo hicieron en el Palacio de Bellas Artes, cada uno con sus respectivas instituciones: Eleanor Weingartner con la Orquesta Sinfónica Nacional ofreciendo la página más sublime de su repertorio, el Concierto en La Mayor K. 622 de Mozart, y Martin Scalona con la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, sirviendo desde el foso el subestimado Concierto negro de Stravinski para el lucimiento de dos solistas de la Compañía Nacional de Danza.
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El de la Sinfónica Nacional fue el segundo programa de su temporada regular (viernes 9 de marzo), dirigido por la batuta huésped de Ludwig Carrasco, recién nombrado director artístico de la Orquesta Filarmónica de Querétaro. Se trató de un programa clásico que comenzó con la obertura para la ópera Euryanthe, de Weber, la que contó con una lectura más bien flojita, que puede pasar por correcta, pero sin mucha energía o viveza. Sin interés. Que sirvió más para relleno que, como podría ser en un programa mejor pensado, como manifiesto artístico de las intenciones de todo el concierto. Su ejecución me ha hecho pensar en que la elección y la forma en que se presenta una obertura no debería estar sólo relacionada con su practicidad o con la cercanía estética con las obras centrales, sino servir de adelanto artístico y técnico, para ofrecerle al público una preparación integral de lo que escuchará luego.
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No es que el Concierto de Mozart o la Serenata no. 1 en Re Mayor op. 11 de Brahms resultaran brillantes, de hecho lo escuchado está cercano a la rutina, pero sí es notorio un trabajo más cuidado en su preparación. A Mozart lo salva la perfección de su composición: líneas escritas para cantar solas, pasajes virtuosos cuya escritura idiomática para el instrumento se ajustan perfecto a intenciones musicales intrínsecas, que se transparentan aun con una ejecución plana. Debe haber un desastre para que una obra así no funcione, y no fue el caso, pero a la vez se necesita un artista que intente salir de la comodidad de sólo tocar las notas para volver trascendente la experiencia de escuchar en vivo la que para mucho es la página concertante más prominente de la literatura mozartiana. No ha sido la noche de Weingartner, quien sufrió con los accidentes naturales de su instrumento (la caña, o lengüeta) exponiendo la pobreza de sus articulaciones y limitando sus capacidades dinámicas.
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Si la dirección de Carrasco al Mozart fue distante, indiferente, en la Serenata de Brahms se mostró más directo. Más protagonista en la construcción del discurso musical. Pero no le ha ayudado que los atrilistas principales de la orquesta no estuvieran presentes y él no ha podido, con esta reducción de la OSN, hacer mucho por lograr ejecuciones más limpias de los metales (sobre todo los difíciles cornos) y de algunas maderas (flautas y clarinetes). Con problemas de afinación y de intensidad que no menosprecian su propia claridad, y sin posibilidades de presentar un concepto redondo de sonido, de hacer brillar a la Sinfónica Nacional, Carrasco sigue sin tener una oportunidad en esta ciudad de probar lo que puede hacer como director.
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Así de mediocre pudo augurarse –si pensáramos en el programa que la Compañía Nacional de Danza preparó para esta semana como un programa sinfónico– la función de ballet a la que asistí el martes 13, si escucháramos sólo su “obertura”: diversas músicas de Henry Purcell (sobre todo selecciones de la siempre socorrida música incidental para la pieza teatral “Abdelazer, o la revancha del Moro”) cuyos arreglos de Simon Sadoff le imprimen innecesarios colores fáciles de caer en interpretaciones ramplonas, como la que la batuta del francés Sylvain Gasançon ofreció al frente de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes.
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Lo interesante vino después con las dos obras de Stravinski incluidas: el Concierto negro para clarinete solista y banda de jazz (Ebony Concerto) y La consagración de la primavera, inobjetable columna del arte del siglo XX que ya sea como partitura o como coreografía, uno intuiría suceso de gran expectativa tanto para el público de una y otra disciplina. Demis Volpi es el encargado de ambas coreografías (de estreno mundial la de La consagración) y corresponde a los críticos de danza su revisión.
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Scalona y Gasançon han hecho correr este breve Concierto con fortuna y precisión, el argentino se ha lucido con un sonido amplio y directo en los primeros movimientos, aunque se ha perdido en los tutti del tercero y la coda pudo ser menos recatada.
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El verdadero suceso artístico ha sido la consagración en México de Gasançon, ganador de una de las ediciones del extinto Concurso de Dirección Eduardo Mata, a quien ya se le admiraban sus capacidades técnicas e intelectuales por cuantas veces nos ha visitado con diferentes orquestas, pero que nunca había tenido un reto como el de esta obra, con una orquesta como ésta (doble reto), y permitiendo, a la vez de presentar su propia lectura a la partitura, servir con eficacia al espectáculo de la noche, la danza (triple reto). La orquesta del Teatro ha sonado brillante, precisa y ha ofrecido una ejecución viva, violenta y emocionante, que debe quedar registrada así por sí sola.
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Foto: La clarinetista Eleanor Weingartner interpretó el Concierto en La Mayor K. 622 de Mozart, junto con la Orquesta Sinfónica Nacional. / Palacio de Bellas Artes / Fernanda Marcial
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