La delgada línea que divide el lado derecho del izquierdo
POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
Para Alejandro Magallanes
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Toda su vida ha vivido en el lado derecho. Es lo único que conoce. Es ese su lugar en el mundo, el sitio que le pertenece y al que pertenece. Es su cuna y será su tumba. Así se lo hizo saber su padre una lejana tarde de verano en cuanto él tuvo uso de razón. Somos del lado derecho, le dijo con voz de acero, así ha sido siempre y así siempre será. Él creyó distinguir que algo se deslizaba por el rostro exhausto pero aún bello de su madre: la sombra de una duda fugaz aunque innegable. ¿Por qué?, se atrevió a decir impulsado por esa sombra y protegido por la inmunidad de la niñez, ¿es que existe otro lado? La ira que encendió los rasgos paternos como un fuego secreto habría bastado para hacerlo comprender, pero hubo de ser reforzada por palabras atronadoras: Claro que no. Además, ¿qué se gana con preguntar? Las preguntas sólo sirven para producir respuestas que traen problemas. Por eso en el lado derecho no nos gustan las preguntas y mucho menos las respuestas. Y con esto quedó zanjado el asunto.
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A partir de entonces, a la manera de un tapabocas, la réplica de su padre lo ha detenido de hacer nuevas inquisiciones. No es que aquella preocupación de la infancia haya continuado acompañándolo: por el contrario, está tan sepultada en su interior que casi ni la recuerda. O eso es lo que se dice a sí mismo para convencerse. Incluso en la célebre ocasión en que su padre quemó el diario donde se hablaba de algo llamado el lado izquierdo, y que él había localizado por accidente mientras revisaba y clasificaba los objetos contenidos en un viejo arcón que su madre fallecida semanas atrás no había abierto en varios años, no pensó en inmutarse. Se limitó a ver arder las páginas, una plácida fuente de luz en el anochecer que se venía encima, hasta quedar transformadas en una masa ennegrecida que se le desbarató entre los dedos. Algo, no obstante, y pese a que se niega a admitirlo abiertamente, persiste de esa hoguera: una flama minúscula. La mención, inexplicable y asombrosa, de un lado izquierdo.
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Por lo demás, la vida en el lado derecho ha transcurrido sin demasiados contratiempos. Como debe ser, diría su padre con aplomo militar, nada de sorpresas que lleven a preguntas que a nadie sirven. Niñez, pubertad, primera juventud y madurez inicial han fluido con la discreción de un río poco caudaloso en cuyo curso no se atraviesa roca alguna. No ha habido hermanos ni hijos pero sí amigos, novias, estudios y calificaciones convencionales, una carrera tibia seguida de un matrimonio igualmente tibio, un par de amantes no muy memorables aunque necesarias para dar a la rutina un leve resplandor como de resolana. Todos los planes se han visto realizados puntualmente porque desde siempre se reducen a lo básico: como debe ser, para no generar preguntas que requieran respuestas. La única estática que altera su cotidianidad trocada en una transmisión gris pero impecable proviene del terreno de los sueños.
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En honor a la verdad, sin embargo, habría que hablar de un solo sueño, una misma secuencia de imágenes que se repite sin variaciones en noches en que la mente deja de ser un simple vacío incoloro que no guarda nada relevante para la mañana siguiente. Justo en ese vacío se va dibujando una delgada línea que lo divide en dos con parsimonia y precisión, estableciendo una idea de opciones o hemisferios que desorienta. Plantada en la línea surge de pronto una señal rectangular en la que dos flechas apuntan en direcciones contrarias: encima de una se lee Lado derecho, mientras que el rótulo de la otra reza Lado izquierdo. Él se encuentra de pie evidentemente en la mitad que le corresponde de nacimiento, inquieto por esa noción de mitad que se le presenta sólo en ese sueño, la mirada fija en la línea divisoria y en lo que hay más allá. Y lo que ve hace latir su corazón con mayor rapidez: formas al parecer familiares pero a la vez desconocidas que empiezan a poblar la nada del lado izquierdo, dotándola de una textura y una profundidad que brillan por su ausencia en el lado derecho. Parte de ese brote de color insólito y proliferante es la figura de su madre muerta, que cobra consistencia como si emergiera de la bruma a medida que el vacío donde se halla deja de serlo para llenarse ni más ni menos que con las mismas cosas con que él ha convivido día tras día a lo largo de su existencia aunque consideradas desde otro ángulo, otra perspectiva que les concede un lustre inédito: no mejor sino sencillamente distinto. Entre las manos su madre lleva el diario carbonizado por su padre, y se lo extiende con un gesto sugerente como si se tratara de una ofrenda. El sueño concluye con la voz materna reverberando en ese lado izquierdo rebosante ya de una vida propia, luminosa: Siempre habrá una pregunta y una respuesta para todo. Siempre habrá dos lados en el mundo.
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Estas frases lo golpean como un bofetón propinado por una mano invisible durante el funeral de su padre, al que acude con una corbata negra que su esposa le ha anudado mal y los ojos perfectamente secos. Con esos ojos escudriñó el cadáver paterno cuando tuvo que ir a identificarlo a la morgue —lo habían localizado tres días después del deceso en la casa que, según comentó un vecino, olía más a soledad concentrada que a muerte—, y esos ojos son los que ahora recorren impasibles el salón de la funeraria donde se ha reunido un pequeño grupo de personas de semblante gris a las que él no recuerda haber visto jamás y que cuchichean entre ellas sobre lo incorrecto y aun ofensivo que resulta el hijo que no derrama ni una lágrima por el padre que yace en su ataúd rodeado de escasas coronas florales, el traje impecable sin la más mínima arruga, el rostro bien trabajado por dedos pulcros y delicados. También con delicadeza, una delicadeza rara pero que no puede negar, él coloca una mano en la frente de su padre unos segundos antes de que un empleado de la funeraria cierre quizá con demasiada ceremonia el féretro, y en cuanto la retira advierte un hormigueo eléctrico que le sube por el brazo y lo obliga a observarse con azoro gradual la otra mano, esa que no tocó la fría piel paterna, esa que permanece colgando cerca del bolsillo del pantalón como un apéndice ajeno mientras él se pregunta por qué no la utilizó en lugar de la otra para dar la última caricia, y es entonces que llega el bofetón asestado por una tercera mano de la que se desprenden cual semillas las palabras de su sueño —Siempre habrá dos lados— y que comienza a trazar a partir del ataúd transportado hacia la tumba que lo acogerá una línea delgada, casi imperceptible pero irrefutable, que divide la realidad en dos mitades de una simetría hermosa, prístina, matemática.
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En las semanas siguientes al entierro de su padre, salpicado por una llovizna tenaz que no tardó en disolver la comitiva de semblante gris hasta reducirla tan sólo a su esposa, él atestiguará el paulatino alargamiento de la línea en todo lo que lo circunda. La verá desplegarse en calles y fachadas, en bares y restaurantes, en habitaciones y oficinas, en cuerpos y rostros, en la luz y en la sombra. Cuando no la mire directamente la sentirá moverse a su alrededor como una rasgadura sutil en el tejido del mundo, segmentando y separando, fraccionando y partiendo, seccionando y distribuyendo con un sigilo eficaz. A medida que se acostumbre a la presencia de esa especie de frontera tenue, incluso en sueños que no puede o acaso no quiere recordar, irá cayendo en cuenta de que de alguna manera que no alcanza a explicarse cabalmente siempre había sido consciente de que existía, o si no siempre al menos desde aquel crepúsculo en que su padre quemó las páginas donde se hacía mención de algo misterioso llamado el lado izquierdo. El hecho de que la convivencia con la línea se vuelva cada vez más palpable, más íntima, traerá como efecto obvio la tentación de cruzarla para saber de qué modo se ven las cosas desde el otro lado —increíble que la certeza de que hay otro lado además del derecho esté ya instalada en la rutina con tal naturalidad—, pero él vencerá la tentación diciéndose sin mucho convencimiento que su vida entera ha discurrido sin mayores sobresaltos en el sitio que le pertenece y al que pertenece. Como debe ser. Y mientras la voz de su madre resuena procedente del pozo de los sueños, se dirá para sus adentros: ¿Como debe ser?
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La ausencia de sobresaltos se interrumpirá brusca, definitivamente, la mañana neblinosa en que él despierte aguijoneado por la seguridad de que ya no puede ni debe soslayar que en el eje sobre el que gira su universo se ha producido una alteración tajante. Hasta ese término tan equívoco y sujeto a tantas interpretaciones, universo, será rebanado en dos y por ende puesto en entredicho por la línea que con firmeza de espada marcará una suerte de ruta a seguir que conforme transcurran las horas ganará estabilidad y nitidez. Él decidirá seguirla de un momento a otro, casi inconscientemente, luego de extender la mano opuesta a la usada en el funeral de su padre para tocar la frente de su esposa todavía dormida y notar su frialdad, la indiferencia de su piel, como si ya fuera también un cadáver. Y para llevar a cabo su decisión mentirá no sólo en casa sino en la oficina, de donde saldrá a mediodía argumentando una vaga pero urgente visita al médico para descubrir que la línea ha adquirido una pátina plateada que remite a una cicatriz de mercurio. Subirá a su automóvil y con un cosquilleo indescifrable en la boca del estómago conducirá durante horas sin rumbo fijo o más bien con el rumbo fijado a capricho de la cicatriz, dejando atrás la ciudad natal que —apenas se percata— nunca había abandonado por carecer de motivos suficientemente imperiosos para abandonarla. O de un motivo, punto, se dirá, librándose de la corbata anudada como de costumbre por su esposa y arrojándola por la ventanilla por donde irrumpe el vendaval fresco que le revuelve el pelo. La luz irá cambiando para revelar los pliegues de paisajes cuya belleza desolada él admirará en un silencio espolvoreado por las voces crecientemente incomprensibles de anunciantes y locutores y músicos que van y vienen entre la estática del radio. Voces, pensará, que hablan nada más del lado derecho de las cosas.
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Con esa noción en mente detendrá el auto de golpe, sin previo aviso, alzando una nube de tierra que cobrará un tono bermejo gracias al sol que semeja un coágulo de sangre entre dos montañas. Bajará del vehículo a media carretera, aspirando hasta el fondo de los pulmones el oxígeno puro y el olor a vacío que se desparrama por doquier. Advertirá que la línea continúa estirándose hacia la distancia, cumpliendo la función que le ha sido asignada desde siempre pese a su delgadez, y como si alguien le pusiera una mano en la frente comprenderá que las líneas están hechas para cruzarse. Y esta, se dirá, no es la excepción, y cerrando los ojos la cruzará con agilidad: un movimiento veloz, preciso, sin mayor titubeo. El estómago se le encogerá durante unos segundos en los que su existencia entera, de cabo a rabo, se proyectará en la oscuridad de su cabeza: años y años de habitar únicamente en el lado derecho, de comer y beber y amar y trabajar únicamente en el lado derecho, de soñar únicamente en el lado derecho. Pero el instante pasará y él sentirá con enorme claridad que los músculos de su cuerpo se distienden, que en su mirada hay ahora algo inédito que lo aguarda. Instalado en esa nueva perspectiva, abrirá los ojos y parpadeará: uno-dos, uno-dos, uno-dos. Volteará hacia el horizonte y allá a lo lejos distinguirá un fulgor cálido, a lo mejor un diario que arde plácidamente aunque sin quemarse en el anochecer del desierto. Y entonces, por primera vez en su vida, permitirá que sus labios se curven hacia arriba para dibujar desde el lado izquierdo del mundo el cuarto menguante de una sonrisa que es también, y quizá antes que nada, una pregunta.
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ILUSTRACIÓN: Leticia Barradas
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