La dolorosa música del gimnasio

Ene 27 • Conexiones, destacamos, principales • 15744 Views • No hay comentarios en La dolorosa música del gimnasio

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En un gimnasio de la Ciudad de México, entre rutinas y aparatos, existe una vida de barrio en la que sus miembros sufren y disfrutan sus ejercicios al ritmo de un soundtrack, personal o compartido, atendiendo al mandamiento de los campeones: No pain no gain

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POR J. C. GUINTO

Asisto cada mañana a un gimnasio de la colonia Guerrero, ubicado sobre la calle de Lerdo, a un lado del Salón Los Ángeles. Se llama Guerrero Gym. En la entrada hay varias motonetas estacionadas, y un gato pardo escondido entre las llantas. Dejo el carnet con la recepcionista y subo las escaleras, debajo hay un montón de trozos de plástico y metal que huelen a perro mojado, son los esqueletos de varios aparatos viejos. Arriba se oye el sonido de los fierros de las máquinas para hacer ejercicios.

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Llego al salón, me quito la sudadera bajo la mirada de hombres y mujeres forzudos impresos en pósters de los años ochenta. Me pongo los guantes, hago movimientos de calentamiento. Un gato negro con manchas blancas se restriega en mis piernas, lo ahuyento y sale corriendo. Alguien ha conectado su celular en el sistema de sonido y suena “Love Spreads”, de los Stone Roses. Saludo a José y me dice, mientras masca chicle, hoy te toca hacer pecho y espalda, campeón. Y ríe, muestra los dientes, las arrugas de la cara. Su risa es canina. Digo que sí y me lleva hasta una banca, me da dos mancuernas y ordena que me acueste, extienda los brazos y las levante hasta la altura de mi pecho. Debo hacer cinco series de 15 repeticiones. Sostengo el peso, lo alzo, mantengo firme la espalda. José camina por el gimnasio, es nuestro instructor. Nos proveé de rutinas, coloca en su lugar las barras y discos abandonados en el piso, apaga las luces de las zonas en donde no hay gente y nos llama campeones a todos.

Pancho Pantera se prepara para su debut en el Cirque du soleil. Foto: Germán Espinosa / EL UNIVERSAL

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José es corto de estatura, cada vez que le pregunto su edad dice que tiene 16 años, un chamaco. Su cuerpo es pequeño pero correoso, se notan firmes los músculos de sus brazos. En la madrugada, antes de que lleguen los clientes, realiza una rutina de ejercicios. Dice que se chinga cada mañana para mantenerse en forma y para que vean que no es un improvisado. Tiene toda la vida en esto. Hay que hacer ejercicio diario, continúa, hay que pelear con el peso, subimos y bajamos, pero los músculos hay que ejercitarlos siempre. Mastica chicle y dice que descanse. ¡Duro!, grita a los otros para darles ánimos. Los demás alzan pesas, jalan remos, pedalean.

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Un chavo güero, de brazos marcados y calva incipiente, saluda de manos a cada persona que se encuentra, y después se pone a colocar peso en la prensa inclinada. Se acuesta y flexiona las piernas, las sube, carga, suelta el aire con fuerza y baja. Después llega una señora con una camiseta que tiene impresa la cara de Chayanne, saluda a José, platican y se sube a la bicicleta, de allí no baja. Arriba del gimnasio hay un cuadrilátero y dan clases de lucha libre. A veces me asomo y veo a los alumnos saltando, aventándose de un lado al otro, rebotando en las cuerdas, corriendo y sudando. A través de las ventanas se ve la Parroquia de Nuestra Señora Reina de los Ángeles, severamente dañada durante el reciente sismo del 19 de septiembre, también edificios y casas grises de la colonia Guerrero; del otro lado se ve el multifamiliar de Tlatelolco.

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Llega un señor corpulento que siempre trae puestas bermudas caqui, tiene la espalda ancha, frente arrugada y corte de cabello estilo militar. Se llama Jesús y le dicen el Tanque. Quihubo, le dice sonriendo a José, y saca de su bolso de lona una bebida energética, y se la toma a grandes tragos, estruja la lata y la avienta al bote de basura. Sacude los brazos, truena el cuello, chasquea la boca, camina y se coloca bajo la barra. Aúlla cuando carga las pesas. Alza el cuerpo, se estira. Aprieta. Es un toro.

En los gimnasios públicos los atletas se preparan con los utensilios a la mano. Los vecinos ganan músculo y hacen “round de sombra“. Foto: Germán Espinosa / EL UNIVERSAL

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Termino la rutina. José me manda colocar tras el remo, lo tomo, lo jalo hacia mí, sostengo y suelto, voy con el peso y retorno. Haz cinco series de 15 repeticiones, me dice, déjate llevar y jala con fuerza, no te encorves, no jales con el cuerpo, sólo utiliza los brazos. Hago lo que ordena y sudo. Termino la primera serie. Miro a los demás, también sudan. Cada mañana los veo llegar y ponerse a cargar peso, los oigo pujar, y ellos me oyen gruñir. Tenso los brazos, siento que se contrae mi pecho y espalda. Descanso y tomo un poco de agua.

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Por las poleas suben y bajan los cables que sostienen las placas de metal. Hacen ruido, tilín, tilín, talán, talán. Los aparatos de fierro son de color negro, los asientos forrados de vinil color verde están desgastados. Las columnas descarapeladas están pintadas de azul cielo. Hay grandes espejos empotrados en las paredes. Y también fotografías desteñidas de hombres y mujeres con los músculos marcados y risas forzadas. En las bocinas se oye “Fireside”, de los Arctic Monkeys.

Bombeando fierro para ganar músculo. Foto: Germán Espinosa  / EL UNIVERSAL

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El Tanque le pide a José que lo ayude con las pesas, ¡abuelita de Batman!, le contesta de inmediato. Colocan en la barra cuatro discos de 20 kilos a cada lado, lo cual da un peso total de 160 kilos. El Tanque se coloca bajo la pesa, en el rack para sentadillas. Su joroba tiene una forma ondulada en donde se acuna la barra. Tiene tatuados en los brazos una virgen y un águila. El hombre suspira, tensa los músculos, la cara se le arruga, aprieta la boca, los ojos, y sostiene la pesa. Da dos pasos atrás, José vigila que no se caiga. El Tanque baja y sube pesadamente, aúlla, abocina la boca, saca la lengua y hace una última repetición. Regresa la pesa y se sacude los brazos. Después camina por el gimnasio, da vueltas con los ojos muy abiertos, murmura y vuelve al rack para hacer una nueva serie.

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José nació en La Piedad, Michoacán. Cuenta que la última vez que estuvo allá quiso bañarse en un río cercano, y que después de nadar se recostó en una gran piedra lisa y gris. En ese entonces, dice, estaba más ponchado. De pronto llegó una niña a decirle que se fuera de allí porque lo estaban vigilando. Quién, preguntó José. La niña señaló con la mirada hacia arriba. Cerca, en la cima de una loma y bajo un árbol, un par de tipos con sombreros, cigarros en la boca y armados, lo miraron a través de sus lentes oscuros. José regresó rápido a la capital y desde entonces no ha vuelto. Cuenta, cada vez que nos ayuda a cargar las pesas, que le gusta cantar rancheras, y que de joven salía con su guitarra a recorrer los bares de la Zona Rosa. Un día, en un restaurante, un tipo bigotudo que tenía gruesas cadenas de oro en el cuello, lo llamó. Oiga, le dijo, ¿se sabe canciones de Michoacán? Pos claro, le contestó. Y que se arranca. Cantó todas las que se sabía. El tipo solicitó más, y él lo complació. Comieron juntos y José le preguntó si acaso era de Michoacán. No, amigo, le dijo muy serio, Michoacán es mío. José ríe como perro cada vez que cuenta la anécdota. En las bocinas se oye a todo volumen “Sugar Daddy”, de Sturgill Simpson.

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Un muchacho pequeñito, pero de brazos imponentes, marcadísimos, se pone a cargar una barra zeta. Tiene la cintura estrecha y piernas fuertes. Trae puesta una sudadera gris con las mangas recortadas, y la capucha puesta que nunca se quita. Es un aspirante a luchador, me ha dicho José. Le comento que quisiera estar así de marcado. No, hombre, me dice, no te lo recomiendo, está bien arponeado y aun así se las da de muy picudo, por eso viene pocas veces y levanta el mínimo, dice con desprecio. De todos modos, pienso, me asombra el pequeño Hércules. Lo veo jalar de las poleas, alzar pesas, discos. Quizás esté inyectado, pero veo que se esfuerza y sufre como todos cargando los pesos. Cuenta en voz baja las veces que realiza un ejercicio, ciiinco, seisss, sieeete, silba y estira los números cuando termina, ooocho, nueeeve, diezzz. Suelta la barra, camina y saluda a Jesús. Qué transa, le dice. Aquí nomás, bandera, contesta el Tanque, cargando pinches cajitas de cartón, y se carcajean ruidosamente y regresan a sus rutinas.

Bam-Bam nos da una demostración de “Remo al cuello”, ejercicio ideal para trabajar deltoides y trapecios. Foto: Germán Espinosa / EL UNIVERSAL

 

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Termino con el remo. Ahora ven a esta máquina, me dice José. Vas a jalar con tus brazos al mismo tiempo, esto es para hacer pecho. El peso tú se lo pones, mientras más peso, más mamado te pondrás. Sonrío, hago lo que me pide y jalo, resoplo cada vez que hago una repetición. En las bocinas retumba “Goliath”, de The Mars Volta. Me concentro en jalar el peso, en devolverlo. Se estiran mis músculos, los tendones, siento algo parecido a toques eléctricos en mis brazos.

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A un lado mío, el Pato, que trabaja arreglando zapatos y bolsas en el mercado Martínez de la Torre, resopla cada vez que hace una sentadilla. El sudor resbala por su cara. Tiene los cabellos blancos. La mirada fija al frente. La espalda la mantiene recta. Trae puestos unos tenis anaranjados. Un señor blanco, al que apodo el Camarón, y que siempre que viene al gimnasio trae cargando una bolsa del mandado de la que sobresalen ramas de cilantro, le pregunta que dónde compró sus tenis. El Pato abre mucho los ojos, detiene sus movimientos, baja la mirada y le dice que en Tepito. Ah, vientos, dice el Camarón, a ver si un día me lanzo, y saca de su bolsa una Pepsi de 2 litros y le pega un trago largo. Trae puesto un short gris, una camiseta blanca, calcetas azules y huaraches de plástico morado. Le cuelga la papada. Tiene pecas, los ojos irritados, y le salen pelos grises de las orejas. Se aleja y de manera torpe alza un par de mancuernas, resopla con el poco esfuerzo realizado, y da un nuevo trago a su refresco, eructa, suelta las mancuernas y camina hasta la barra plana, alza el peso un par de veces, se levanta y da otro trago a su refresco. Así se la pasa, haciendo breves repeticiones de ejercicios inútiles, tomando refresco y poniéndose rojo por el cansancio.

Los gimnasios públicos son para todo el vecindario, no importando la edad. Foto: Germán Espinosa / EL UNIVERSAL

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Una pareja de novios, que visten de negro, hacen abdominales en el suelo. Él es alto, moreno y gordo, ella es delgada, también morena, y de mediana estatura, siempre andan juntos. Se dan ánimos y besos cada vez que flexionan las rodillas, alzan mancuernas o terminan de jalar el remo. Por las ventanas entran los ruidos de la calle, los olores. A un lado hay un puesto que vende quesadillas y machetes. El delicioso olor de la fritanga llega justo en el momento en que jalo el peso. Huele a carne asada con frijoles y salsa. Mi estómago gruñe. Salivo. Sigo con los ejercicios.

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En el gimnasio priman las repeticiones de las series. Levantar una y otra vez los pesos. Repetir, descansar, volver a cargar, descansar. Algunos revisan su celular en los descansos, dan tragos a sus botes de agua, o a sus licuados de proteínas. Los veo posar y tomarse fotos frente a los espejos. Mientras tanto siento que mis músculos se desgarran, inflaman y las venas saltan. Vuelvo a cargar y los metales chocan y se rozan, suenan como campanas. Somos armónicos. Llevo tres meses asistiendo al gimnasio, poco a poco he notado cambios en mis piernas, brazos y pecho. Soy un principiante que aspira a mejorar su salud. El dolor me recorre. Hago estiramientos. Después de terminar las rutinas, siempre acabo con dolor en los músculos. Aun así, acudo cada mañana con religiosidad a cargar las pesas.

Aquí venimos a entrenar. Foto: Juan Carlos Reyes / EL UNIVERSAL

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Afuera del gimnasio, al otro lado de la calle, están construyendo un centro comercial. Hay mantas que dicen que tendrá un súper mercado, un cine y un gimnasio moderno, entre otros locales. Ya están contratando personal. Durante unos meses se detuvo su construcción debido a que se encontraron restos arqueológicos. El INAH se ha encargado del asunto y se avecina la inauguración de la plaza. Los dueños del Guerrero Gym, para no quedarse atrás, han comprado nuevos aparatos, caminadoras, elípticas, escaladoras, y dicen que próximamente darán clases de CrossFit, zumba, que cambiarán la alfombra rota del piso, pintarán paredes, tapizarán asientos y colocarán nueva iluminación. Mientras tanto los gatos entran por las ventanas y se pasean por nuestras rodillas, José los espanta y huyen por las escaleras dando maullidos. Los aparatos chirrían, algunos están oxidados, raspan las manos al agarrarlos, y tienen las piezas sueltas, amarradas con alambres.

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En las bocinas suena “Spoonman”, de Soundgarden. Llega un tipo alto, delgado, que siempre trae puesta una gorra y se ha dejado crecer la barba. Se coloca guantes en las manos y gime al levantar el peso del predicador. La señora sudorosa que trae una camiseta con la cara deformada de Chayanne, continúa pedaleando en la bicicleta. De pronto se va la luz, la música se apaga y el Tanque da un largo aullido, ruge. ¡Duro!, grita José para darnos ánimos. El pequeño Hércules silba los números mientras jala de la polea. Los novios que visten de negro hacen burpees. El Pato jadea cuando salta la cuerda, y el Camarón hace tintinear unas mancuernas que ha tirado al piso. Jalo los fierros, gimo y escucho que todos resoplamos. Los músculos se tensan, duelen. Oigo que los metales se rozan, timbran, las poleas giran, suben y bajan. Hay armonía cuando las pesas chocan entre ellas y emiten sonidos que se desvanecen al instante, pero que sumados crean ritmo, la dolorosa música del gimnasio.

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FOTOS: Germán Espinosa y Juan Carlos Reyes / EL UNIVERSAL

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