La escena de la danza, en blanco y negro
POR JUAN HERNÁNDEZ
El estreno de XX veces+… regreso averno cabalgando cebra, del bailarín y coreógrafo José Rivera, en el Palacio de Bellas Artes, este martes, es de vital importancia en el arte del movimiento, toda vez que se trata del regreso del artista potosino a la creación escénica —luego de un lapso de descanso—, con su compañía La Cebra Danza Gay.
José Rivera había anunciado a principios de este año que retomaría el trabajo coreográfico para conmemorar dos décadas de quehacer como director artístico de la agrupación dancística, con la cual ha desarrollado una propuesta fundamental en la apertura del arte coreográfico al abordaje de la temática relacionada con la diversidad sexual.
Lo primero que encontramos en su reciente estreno es que el coreógrafo mexicano, nacido en San Luis Potosí, en 1968, busca brindar al discurso coreográfico el carácter de la introspección profunda, por medio de un estudio agudo sobre el estado del alma de quien ha vivido a contra corriente y fuera de la norma.
Retoma el discurso sobre el ser discordante, aquel que es colocado en los márgenes y, de algún modo, es obligado a transitar por caminos sinuosos: el averno, diría el coreógrafo. Y son, precisamente, paisajes, vistas de ese ser en el viaje por la oscuridad, los que José Rivera figura en escena. Su danza toma sentido, no para complacer, ni para entretener al espectador, sino para incomodarlo.
Mamparas, mesas, bancos, cuadros, percheros en los que cuelga la ropa para dar vida al artificio y una cebra de madera de cabeza larga como la de una jirafa visten la escena. Todo en blanco y negro, de tal forma que remiten a la naturaleza doble del ser humano: luminoso y oscuro. Eros y Tánatos compartiendo espacio y tiempo.
José Rivera se aleja del colorido mexicanista, de las lentejuelas de los cabarets de los barrios de la urbe, de la música que recuerda el sabor agridulce de las fiestas locales. Su estética esta vez se nutre de una fuente más universal, cosmopolita, diría. La sobriedad del blanco y el negro producen una atmósfera profundamente nostálgica y dolorosa.
El espectáculo es construido en varias escenas, producto del delirio, de los sueños y las pesadillas del creador. Es producto de las noches de soledad, de la cruda espiritual acompañada de la fiesta interminable en la que se busca pertenecer a una comunidad sin lograrlo por completo.
Los cómplices de José Rivera son los bailarines Frago Peña, Brayant Solís y Fernando Hurtado. Intérpretes que se sumergen en esa oscuridad sádica, universo en el que el coreógrafo aparece en escena como ángel negro, oficiante, amo perverso e histérico, que realiza el ritual de sacrificio acompañado de música estremecedora, la cual va de la ópera al rock progresivo clásico.
El bailarín tiene la capacidad de proyectar en escena sus demonios, aquello que constituye su naturaleza dual: inocente y malvado. Se burla de sí mismo, se deconstruye para luego unir sus partes repartidas entre los invitados a su festejo: los otros seres a los que venda de los ojos y lleva a un viaje por el infierno. Un auténtico Fausto contemporáneo que ha tomado de la mano a Mefistófeles para ir en busca del conocimiento infinito, subvirtiendo cualquier valoración moral.
Aparecen personajes que son uno: la novia de ramo negro, trágica; el oficiante, de sotana oscura y crucifijo colgando del cuello —en un ritual similar a la eucaristía católica de carácter iniciático—, el domador de espíritus, de mirada perversa; el lisiado que camina apoyado en muletas sin dejar de participar en la fiesta amarga a la que ha sido convidado.
Cierto es que Rivera no ha renunciado al discurso gay en sus danzas, pero ha hecho a un lado, por ahora, el talante militante que denunciaba los crímenes por odio en contra de los travestis, o las muertes por sida ante la indiferencia de la sociedad machista e intolerante, o el amor entre seres del mismo género como una realidad más allá de imposiciones morales y de las leyes que discriminan a los diferentes.
En esta ocasión el coreógrafo construye una obra para hablar de sí mismo. Su cuerpo es el templo y aquello que brota en escena, como proyección de una noche de delirio, es la expresión de su espíritu. No es complaciente con el espectador y mucho menos con él mismo. No le interesa el oropel, ni los cuentos de hadas, ni las historias rosas, ni los finales felices. El mundo de José Rivera es implacable: sarcástico, doloroso, como los tiempos que corren.
Los cuerpos de los bailarines se contraen en movimientos y gestos faciales histéricos. José observa, como un auténtico demiurgo. Camina ceremonioso, vestido de negro, primero y, luego, de blanco —como un ángel de luz—. Su danza se potencia entonces porque está más allá de una representación preciosista de virtuosismo físico. El movimiento adquiere sentido emocional, proyección de el estado del alma en ese viaje sinuoso por caminos incómodos y al mismo tiempo placenteros.
Esa es la visión que del hombre y del mundo tiene el artista escénico, quien lo desvela frente a la mirada confundida del espectador ante la ausencia de hipocresía. Una vez más el coreógrafo se ostenta como creador único en la escena mexicana, con identidad constituida por un discurso ríspido, que echa luz sobre el lado oscuro de la naturaleza humana.
José Rivera, “La cebra”, ha elegido su sobrenombre de manera atinada: es la expresión de la bestia indomable, de gesto ingenuo y mirada incisiva, de rayas negras y blancas, como el yin y el yang del taoísmo, dualidad simbólica profunda sobre la condición de todo lo existente. Y así es su danza, militante: profundamente áspera y al mismo tiempo celebratoria.
*FOTO: XX veces+…regreso averno cabalgando cebra, de José Rivera, con las interpretaciones del coreógrafo, Frago Peña, Bryyant Solís, Fernando Hurtado; iluminación, vestuario, escenografía y utilería de Rivera, para conmemorar los 20 años de la compañía La Cebra Danza Gay, en el marco de la Temporada de Danza en el Palacio de Bellas Artes, el 28 de junio/ Miguel Ángel Medina.
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