La esfera de carne
POR ALEJANDRO ARTEAGAEl padre de B acostumbraba llevarla al bosque al amanecer, y la niña permanecía tirada sobre las hojas, muy cerca, mientras él retrataba los árboles, la luz entre ellos. B observaba cómo se hundía el pincel haciendo volar delgadas gotas; y a menudo, las hojas secas venían a precipitarse sobre su rostro. Pequeños insectos como líneas al pasar. El padre ardía de gusto al ver la perspectiva: el sol filtrándose entre las ramas, casi como un crujido subterráneo. Otra vez el espíritu de tu madre está con nosotros, sentenciaba. Una explosión de imágenes, eso era. A B la invadía cierta tristeza cuando las lanzas de luz se despedazaban por el claro del bosque y entonces una misma imagen en distintas versiones se cruzaba entre los árboles: su madre con un vestido violeta, su madre como un gato caminando sobre ramas altas, su madre jugando al escondite en todo sitio.
Los días eran un largo desfile de muertos.
Por la tarde encendían una fogata. Trozos de pan y café se acomodaban como un mapa sobre el mantel. La vida era como un relato, pensaba B, como la historia que se cuenta a un niño. Su padre dormía más tarde entre las ramas, cansado tal vez de sondear el espíritu. Un amplio gabán le servía de cobija. Entonces B se internaba entre los árboles retratados por su padre, los olisqueaba, los reconocía con la lengua.
Cerca del claro elegido cada mañana se hallaba una caverna oscura, llena de maleza y de ruidos. A B le agradaba observarla desde lejos, creer que en ella se alojaban antiguos y extraños animales que acaso no conocería nunca. En ocasiones se acercaba un trecho más pero ruidos secos, ciertos graznidos o un crujir de ramas la obligaban a devolverse al lado de su padre.
Una tarde, antes de que el sol se escondiese, en el momento justo en que el color naranja lo cubre todo, B notó que en la boca de la cueva un objeto se abría paso entre el ramaje: al parecer rodaba; se movía como un topo o un puercoespín, quizás un armadillo. Un jadeo o respiración discontinua acompañaba el movimiento del objeto. B no le descubrió forma definida pero pronto concluyó que se trataba de un ser vivo.
Entre la red de arbustos vio la textura de la piel del animal y sintió repulsión: carne viva, violeta, roja casi sangre. Pudo más la fascinación que el miedo. Decidida, se acercó lo más que pudo. Creyó que quizás era la hora propicia para las alucinaciones: el crepúsculo. Con pisadas de pluma avanzó un trecho más, suficiente para apreciar de cerca lo que se movía con nerviosismo. Allí estaba la criatura.
Si tuviese ojos la habría mirado.
B se llevó una mano a la boca no para contener un grito sino para palpar una piel humana. La criatura poseía una piel repugnante, llena de porosidades parecidas a cavernas que latían sin detenerse a un ritmo hipnótico. Se desplazaba a voluntad, rodando por el suelo. Se detenía sobre un agujero e intentaba posarse como se posa una gallina en su nido. Un dolor intenso postraba a esa masa de carne. Quizá la muerte, una agonía. La tensión de sus músculos o ganglios levantaba el polvo alrededor. La contracción de esos músculos —pensó más tarde B— la hacía impulsarse para rodar. Pero también poseía una voz, chillaba como un gato en celo.
B se acarició de nuevo la boca como un gesto de reconocimiento. Se dio cuenta que deseaba volver con su padre, olvidar por un momento la imagen repulsiva de la criatura que ahora mismo se perdía por una pendiente.
El padre y su hija salieron del bosque y volvieron a casa para la cena. Sin embargo, esa noche B no lograba dormir. Imaginaba a la criatura sola, rodando entre los árboles, quizá doliéndose, sin brazos para tocarse, sin ojos, un pedazo de carne que se dolía sin consuelo. Se armó de valor y sin que su padre lo notase, salió a buscar a la criatura. Revisó las entradas al bosque, la llamó como pudo. Regresó sin nada. Al fin el cansancio la venció y cayó en un sueño oscuro. Ella, que nunca soñaba, soñó largo. Se vio de pronto en una casa enorme que no conocía. Iba acicalada con un vestido azul y su cabello con graciosos rizos. En el sueño tenía un hermano menor que la hostigaba con una metralleta de juguete. En la sala de la casa veía a su padre con una mujer a la que besaba en el pelo y abrazaba por la cintura. Eran una pareja. La mujer aparentaba un cansancio extremo. Los ojos sin luz. Se trataba de una mujer muerta de la mano de su padre, quien la traía hasta ella, hasta B, y B la tocaba con firmeza. Seca como una rama la mujer. Creyó ver polvo saliendo de su boca, como el polvo que se acumula sobre los muebles. De un momento a otro B no reconoció el lugar. En la casa se ofrecía una gran fiesta. Una boda tal vez. Cuando salió al jardín de altos robles varios niños y su hermano le apuntaron con sus armas. Alzó los brazos en señal de rendición. Mientras ellos fingían matarla, distinguió cómo su padre y la mujer se perdían por una vereda hacia el bosque. Ella iba de blanco. Su padre cargaba el caballete, sus implementos de pintura, y B sintió miedo. Entonces oyó el ruido. Despertó con sudor en todo el cuerpo. Muy cerca. Junto a la ventana. Sí, venía de la ventana. Se levantó con sobresalto. Desplazó la batiente y oyó la hojarasca entre la oscuridad. El llanto otra vez.
La esfera de carne.
Esa mañana llegamos a vivir al valle a una pequeña casa al pie del bosque. Toda la noche viajé dormido sobre algunas cajas en el camión de mudanza. El viaje fue accidentado. Debido a la bruma tardamos el doble de tiempo en llegar, según el chofer. La mañana, los arbustos, las hojas de los árboles enormes, el césped que rodeaba la casa, todo se hallaba cubierto de rocío. Sentí entumidos los dedos y las rodillas. El aire fresco no ayudaba. Era un lugar donde no sería feliz. La misma gente y sus obligaciones. El mismo tiempo perdido. Nada qué hacer. Todo transcurría con lentitud y no habría de cambiar. Fue una mañana que duró varios días, o eso creí. Yo jugaba con un aro de lámina mientras ayudaba a mi hermano a descargar, y volvía al juego, al aro, a mirar a los perros que corrían a lo lejos y a las aves. Observé la entrada al bosque. De inmediato supe que las noches allí serían verdaderamente oscuras.
Una casa maltrecha y descuidada se alzaba junto a la nuestra.
Vi a una niña de vestido azul al pie de la cerca. Delgada, de ojos grandes, adormilados. Era B. Nos miramos un rato. No supe qué hacer. Junté piedras. Más tarde jugaría a arrojarlas contra los charcos frente a mi nueva casa.
La niña abrió la reja de troncos y vino hasta mí. Un lindo vestido azul el suyo.
Me miró el cráneo deforme.
Hizo el ademán de acariciarme la cabeza pero se detuvo.
Vino el viento con fuerza.
—¿Por qué llorabas anoche? —me dijo B con lágrimas en los ojos —¿a quién buscas?, ¿a quién perdiste en el bosque?
*Fotografía: “Vendedor de fósforos” (1920), de Otto Dix.